Decidieron que la mejor manera de digerir la mala noticia y discutirla era ir a comer. Además, nada le daba más hambre a Bosch que pasarse la mañana sentado en una oficina y leyendo el expediente de un caso de asesinato. Fueron a Chinese Friends, un pequeño local de Broadway, al extremo de Chinatown, donde sabían que a esa hora todavía podrían conseguir mesa. Era un sitio donde se podía comer bien y en abundancia por poco más de cinco pavos. El problema era que se llenaba deprisa, sobre todo con el personal del cuartel general de los bomberos, los policías del Parker Center y los burócratas del City Hall. Si no llegabas allí a las doce, tenías que pedir comida para llevar y sentarte a comer al sol en el banco de la parada de autobús que había enfrente.
Dejaron el expediente del caso en el coche para no molestar a otros clientes del restaurante, cuyas mesas estaban tan juntas como los pupitres en un colegio público. Sí llevaron sus notas y discutieron el caso en una improvisada jerga concebida para mantener la conversación en privado. Rider explicó que cuando había dicho que no había pistola ni diario en la DAP se refería a que después de una búsqueda de una hora por parte de dos funcionarios no se encontró caja alguna con las pruebas. No supuso una gran sorpresa para Bosch. Como le había advertido antes Pratt, el departamento había descuidado las pruebas durante décadas. Las cajas de pruebas eran registradas y almacenadas en estantes por orden cronológico y sin ninguna clase de separación relativa al tipo de delito. Consecuentemente, las pruebas de un asesinato podían estar en un estante junto a pruebas de un robo. Y cuando los funcionarios pasaban periódicamente para eliminar las pruebas de los casos que habían prescrito, en ocasiones tiraban la caja que no correspondía. Además, la seguridad del edificio fue durante años una cuestión de escasa prioridad. No era difícil que alguien con una placa del departamento tuviera acceso a cualquier prueba que hubiera en el complejo. Así que las cajas de pruebas eran objeto de hurtos. La desaparición de armas u otro tipo de pruebas de casos de criminales famosos como los de Dalia Negra, Charles Manson o el Fabricante de Muñecas no podía considerarse algo inusual.
En el caso Verloren no había indicios de robo. Probablemente se trataba más de un caso de negligencia al tratar de encontrar una caja almacenada diecisiete años atrás en una sala enorme repleta de cajas idénticas.
—La encontrarán —dijo Bosch—. Quizás incluso podrías conseguir que tu colega de la sexta les ponga el miedo en el cuerpo. Entonces seguro que la encuentran.
—Más les vale. La prueba de ADN no nos servirá sin la pistola.
—Eso no lo sé.
—Harry, es la cadena probatoria. No puedes ir a juicio con ADN y no mostrar al jurado el arma del que salió. Sin ella, ni siquiera podemos ir al fiscal del distrito. Nos echaría de una patada en el culo.
—Calma. Lo que estoy diciendo es que ahora mismo somos los únicos que sabemos que no tenemos la pistola. Podemos disimular.
—¿De qué estás hablando?
—¿No crees que todo esto terminará con Mackey y nosotros en una sala? Aunque tuviéramos la pistola como prueba, no podríamos probar más allá de toda duda que él dejó allí su sangre al disparar a Becky Verloren. Lo único que podemos probar es que la sangre es suya. Así que, si quieres saber mi opinión, va a reducirse a una confesión. Tendremos que ponerlo en la sala, enfrentarle al resultado de la prueba de ADN y ver si coopera. Eso es todo. Así que lo único que digo es que pongamos un poco de aderezo para el interrogatorio. Vamos a la armería y pedimos prestada una Colt del 45 y la sacamos de la caja cuando estemos con él en la sala. Le convencemos de que tenemos la cadena de pruebas y se lo traga o no.
—No me gustan los trucos.
—Los trucos forman parte de este oficio. No hay nada ilegal en eso. Incluso los tribunales lo han dicho.
—De todos modos, creo que vamos a necesitar más que el ADN para convencerlo.
—Yo también. Estaba pensando que…
Bosch se detuvo y esperó mientras la camarera dejaba dos platos humeantes.
Él había pedido arroz frito con gambas; Rider, costillas de cerdo. Sin decir palabra, Bosch levantó su plato y sirvió la mitad del contenido en el plato de Rider. A continuación, pinchó con un tenedor tres de las seis costillas de cerdo. Casi sonrió al hacerlo. Llevaban menos de un día juntos en el trabajo y ya habían recuperado el ritmo fácil de su anterior compañerismo. Estaba feliz.
—Eh, ¿en qué anda Jerry Edgar?
—No lo sé. Hace mucho que no hablo con él. En realidad nunca superamos aquello.
Bosch asintió. Cuando Bosch había trabajado con Rider en la mesa de Homicidios de la División de Hollywood habían sido divididos en equipos de tres. Jerry Edgar era el tercer miembro del equipo. Bosch se retiró y poco después Rider fue ascendida. Edgar se quedó en Hollywood con la sensación de que se había quedado aislado y postergado. Y ahora que Bosch y Rider estaban trabajando otra vez y asignados a Robos y Homicidios, Edgar no había dicho esta boca es mía.
—Harry, ¿qué estabas diciendo cuando llegó la comida?
—Sólo que tienes razón. Necesitaremos más. Una cosa en la que estaba pensando era que he oído que desde el 11-S y la Patriot Act es más fácil conseguir pinchar conversaciones.
Rider se comió un trozo de gamba antes de responder.
—Sí, eso es cierto. Era una de las cosas que monitorizaba para el jefe. Nuestras peticiones se han multiplicado por treinta. Las aprobaciones también han subido. Se ha corrido la voz, y ahora es una herramienta a la que podemos recurrir. ¿Cómo piensas usarlo?
—Estaba pensando en pinchar los teléfonos a Mackey y después colar una historia en el periódico. Que digan que estamos otra vez trabajando el caso, mencionamos la pistola, quizá mencionamos el ADN, bueno, algo nuevo. No que tenemos un resultado con el ADN, sino que podemos tenerlo. Entonces nos retiramos y lo vigilamos. Escuchamos y vemos qué pasa. Después podríamos hacerle una visita, y a ver si algo se pone en marcha.
Rider reflexionó mientras se comía una costilla de cerdo con los dedos. Parecía inquieta por algo, y a buen seguro que no era por la comida.
—¿Qué? —preguntó Bosch.
—¿A quién llamaría?
—No lo sé. A aquel con quien lo hiciera o para el que lo hiciera.
Rider asintió pensativamente mientras masticaba.
—No lo sé, Harry. Llevas menos de un día en el trabajo después de tres años de tomar el sol y ya estás interpretando cosas en el caso que no veo. Supongo que todavía eres el maestro.
—Tú estás oxidada de estar sentada detrás de un escritorio enorme de la sexta.
—Hablo en serio.
—Yo también. Más o menos. Creo que he esperado tanto a esto que estoy plenamente alerta, supongo.
—Sólo cuéntame cómo lo ves, Harry. No hace falta que te excuses por tu instinto.
—De hecho, todavía no lo veo. Y es parte del problema. El nombre de Roland Mackey no está en ninguna parte del expediente, y ese es el primer problema. Sabíamos que estaba cerca, pero no tenemos nada que lo relacione con la víctima.
—¿De qué estás hablando? Tenemos la pistola con su ADN.
—La sangre lo relaciona con la pistola, no con la chica. Has leído el expediente. No podemos demostrar que su ADN se depositara en el momento del asesinato. Ese único informe podría dinamitar todo el caso. Es un gran agujero, Kiz. Tan grande que un jurado podría pasar por él. Todo lo que Mackey ha de hacer en el juicio es levantarse y decir: «Sí, robé la pistola en una casa de Winnetka. Después subí a la colina y disparé varias veces. Estaba imitando a Mel Gibson y ese maldito trasto me mordió, me arrancó un trozo de piel de la mano. Nunca había visto que eso le pasara a Mel. Así que me enfurecí y lancé la maldita pistola a los arbustos y me fui a casa para ponerme unas tiritas». El informe del laboratorio —nuestro propio puto informe— lo respalda y se acabó la historia.
Rider no sonrió en ningún momento. Bosch sabía que le estaba entendiendo.
—No hace falta que diga nada más, Kiz, y conseguirá una duda razonable y nosotros no podremos demostrar lo contrario. No tenemos pruebas en la escena, no tenemos pelos, ni fibras, no tenemos nada. Y luego está su perfil. Y si hubieras visto su historial antes de meterte con el caso y tener su ADN nunca habrías dicho que este tipo podía ser un asesino. Quizás en una pelea o en un arrebato de pasión. Pero nunca algo como esto, algo planeado, y ciertamente, no a los dieciocho años.
Rider negó con la cabeza de manera casi nostálgica.
—Hace unas horas nos han dado esto como un regalo de bienvenida. Se suponía que Iba a ser coser y cantar…
—El ADN hace que todo el mundo salte a una conclusión. Ese es el problema: La gente cree que la tecnología lo soluciona todo. Ven demasiada televisión.
—¿Es esta tu extraña forma de decir que no crees que lo hiciera él?
—Todavía no sé lo que creo.
—Entonces lo seguimos, le pinchamos el teléfono, lo asustamos de alguna manera y vemos a quién llama y cómo reacciona.
Bosch asintió con la cabeza.
—Eso estaba pensando —dijo.
—Antes ha de autorizarlo Abel.
—Seguimos las reglas, como me ha dicho el jefe hoy.
—Vaya, vaya… ¡El nuevo Harry Bosch!
—Lo tienes delante.
—Antes de pedir la escucha hemos de asegurarnos de que ninguno de los protagonistas conocía a Roland Mackey. Si se confirma, voto por ir a ver a Pratt por el pinchazo.
—Me parece bien. ¿Qué más has sacado de la lectura?
Quería ver si ella había captado la corriente racial subyacente antes de proponerlo.
—Sólo lo que había allí —respondió Rider—. ¿Había algo más que se me ha pasado?
—No lo sé, nada obvio.
—¿Entonces qué?
—Estaba pensando en el hecho de que la chica era mulata. Incluso en el ochenta y ocho tenía que haber gente a la que no le gustara la idea. Si a eso añadimos el robo del que surgió el arma… La víctima era un judío. Dijo que lo estaban acosando y que por eso compró la pistola.
Rider asintió pensativamente mientras tragaba un bocado de arroz.
—No hay que perderlo de vista —dijo ella—. Pero no veo que haya que echar las campanas al vuelo con eso.
—No había nada en el expediente…
Comieron en silencio durante unos minutos. Bosch siempre pensaba que Chinese Friends tenía las gambas más suaves y dulces que había comido nunca con el arroz frito. Las costillas de cerdo, tan finas como los platos de plástico en los que las comían, también eran exquisitas. Y Kiz tenía razón, era mejor comerlas con la mano.
—¿Y Green y García? —preguntó Rider al fin.
—¿Qué pasa con ellos?
—¿Cómo los calificarías en esto?
—No lo sé, quizás un suficiente, siendo generoso. Cometieron errores y retardaron las cosas. Después parece que cumplieron el expediente. ¿Y tú?
—Lo mismo. Escribieron un buen expediente, aunque da la sensación de que lo hicieron para cubrirse las espaldas, como si supieran que nunca iban a resolverlo. Se esmeraron en que el expediente mostrara que no habían dejado piedra sin mover.
Bosch asintió y miró su bloc en la silla vacía que tenía al lado. Leyó la lista de gente a interrogar.
—Hemos de hablar con los padres y con García y Green. También necesitamos una foto de Mackey. De cuando tenía dieciocho.
—Creo que es mejor dejar a los padres hasta que hayamos hablado con los demás. Puede que sean los más importantes, pero han de ser los últimos. Quiero saber lo más posible antes de sacudirlos, con esto después de diecisiete años.
—Bien. Quizá deberíamos empezar con la condicional. Hace sólo un año que terminó. Probablemente estaba asignado a Van Nuys.
—Sí. Podemos ir allí y después pasamos a hablar con Art García.
—¿Lo has encontrado? ¿Sigue trabajando?
—No tuve que buscar. Ahora es jefe de la comandancia del valle.
Bosch asintió. No estaba sorprendido. A García le había ido bien. El puesto de inspector de comandancia lo situaba justo por debajo del subdirector. Eso significaba que era segundo al mando en las cinco divisiones de policía del valle de San Fernando, incluida la de Devonshire, donde años antes había investigado el caso Verloren.
Rider continuó.
—Además de nuestros proyectos regulares en la oficina del jefe, cada uno de los ayudantes especiales era una especie de enlace con una de las cuatro comandancias. Mi asignación era el valle. Así que el inspector de comandancia García y yo hablábamos de vez en cuando, aunque solía tratar con su ayudante, un tal Vartan.
—Ya te entiendo… Tengo una compañera muy bien conectada. Probablemente le estabas diciendo a Vartan y García cómo manejar el valle.
Ella negó con la cabeza simulando estar enfadada.
—No me vengas con hostias. Trabajar en la sexta planta me dio una buena visión del departamento y de cómo funciona.
—O cómo no funciona. Y hablando de eso, hay algo que debería contarte.
—¿Qué es?
—Me encontré con Irving cuando fui a buscar café. Justo después de que te fueras.
Rider inmediatamente se mostró preocupada.
—¿Qué pasó? ¿Qué dijo?
—No mucho. Me llamó recauchutado y mencionó que voy a estallar y que, cuando me pase eso, el jefe caerá conmigo por haberme recontratado. Y, por supuesto, cuando pase la tormenta, Don Limpio estará allí para subir un peldaño.
—Joder, Harry. ¿Un día en el trabajo y ya tienes a Irving mordiéndote el culo?
Bosch separó las manos, casi golpeando el hombro del señor que estaba sentado en la mesa de al lado.
—Fui a buscar café y estaba allí. Fue Irving el que se me acercó, Kiz. Estaba ocupándome de mis asuntos, te lo juro.
Rider bajó la mirada y continuó comiendo sin hablarle. Dejó el último trozo de costilla de cerdo, a medio comer, en el plato.
—No puedo comer más, Harry. Vámonos de aquí.
—Yo estoy listo.
Bosch dejó más que suficiente dinero en la mesa y Rider dijo que la próxima vez pagaría ella. Se metieron en el coche de Bosch, un Mercedes SUV negro, y recorrieron Chinatown hasta la entrada norte de la 101. Llegaron hasta la autovía antes de que Rider volviera a hablar de Irving.
—Harry, no te lo tomes a la ligera —dijo ella—. Ten mucho cuidado.
—Siempre tengo cuidado, Kiz, y nunca me he tomado a ese hombre a la ligera.
—Lo único que digo es que le han pasado por delante dos veces para el puesto máximo. Podría estar un poco desesperado.
—Sí, pero ¿sabes lo que no entiendo? ¿Por qué tu hombre no se deshizo de él cuando llegó aquí? ¿Por qué no hizo limpieza? Mandar a Irving al otro lado de la calle no es poner fin a una amenaza. Eso lo sabe cualquiera.
—No podía deshacerse de él. Irving lleva más de cuarenta años de servicio. Tiene muchos contactos fuera del departamento y en el City Hall. Y sabe dónde están enterrados muchos cadáveres. El jefe no podía tomar ninguna medida contra él sin estar seguro de que no habría respuesta.
Otra vez se instauró el silencio. El tráfico de primera hora de la tarde hacia el valle era fluido. Tenían puesta la KFWB, la emisora de todo noticias e informes de tráfico y en la radio no hablaban de problemas más adelante. Bosch miró el indicador de gasolina y vio que todavía le quedaba medio depósito.
Antes habían decidido alternar el uso de sus coches particulares. Habían solicitado y obtenido la aprobación para compartir un vehículo del departamento, pero ambos sabían que esa era la parte fácil. Podían pasar meses, o incluso más, antes de que dispusieran del vehículo. El departamento no tenía ni el coche sobrante ni presupuesto para comprar uno. La solicitud era un mero trámite burocrático previo a que el departamento pagara por gasolina y kilometraje de sus coches particulares. Bosch sabía que con el tiempo haría tantos kilómetros en su Mercedes que el gasto probablemente sería mayor que el del coche aprobado.
—Mira —dijo él al fin—. Ya sé lo que estás pensando, aunque no lo estés diciendo. No te preocupas sólo por mí. Te jugaste el cuello por mí y convenciste al jefe para que me contratara. Créeme, Kiz, sé que no sólo me la juego yo…, este recauchutado. No has de preocuparte y puedes decirle al jefe que no tiene que preocuparse. Lo he entendido. No habrá un reventón.
—Bien, Harry, me alegra oír eso.
Pensó en qué podía decir para convencerla más. Sabía que las palabras eran sólo palabras.
—¿Sabes? No sé si te lo he contado nunca, pero después de dejarlo al principio me gustó. No sé, estar fuera de la brigada y hacer lo que me apetecía, sin más. Luego empecé a echarlo de menos y volví a trabajar casos. Por mi cuenta. La cuestión es que empecé a andar con una especie de cojera.
—¿Cojera?
—Muy leve. Como si uno de mis talones fuera más bajo que el otro. Como si estuviera desequilibrado.
—Bueno, ¿te revisaste los zapatos?
—No tenía que revisar mis zapatos. No eran los zapatos, era la pistola.
Bosch la miró. Ella tenía la vista fija al frente, con las cejas en una profunda V que utilizaba mucho con él. Bosch volvió a concentrarse en la carretera.
—He llevado pistola tanto tiempo que cuando dejé de llevarla perdí el equilibrio. Estaba descompensado.
—Harry, es una historia extraña.
Estaban atravesando el paso de Cahuenga. Bosch miró por la ventanilla a la colina, buscando su casa, alojada entre las otras en los pliegues de la montaña. Creyó captar un atisbo de la terraza de atrás asomándose al matorral marrón.
—¿Quieres llamar a García y ver si podemos pasarnos a hablar con él después de ir a las oficinas de la condicional? —preguntó.
—Sí, lo haré. En cuanto me cuentes la moraleja de tu historia.
Bosch pensó un momento antes de responder.
—La moraleja es que necesito la pistola. Necesito la placa. Si no, estoy desequilibrado. Necesito todo esto, ¿vale?
Miró a Rider. Ella le devolvió la mirada, pero no dijo nada.
—Sé lo que vale esta oportunidad. Así que a la mierda Irving y que me llame recauchutado. No la cagaré.