El campo de desfile de la academia de policía estaba encajado como una manta verde contra una de las colinas boscosas del parque Elysian. Era un lugar hermoso y protegido y hablaba bien de la tradición que el jefe de policía quería que Bosch recordara.
A las ocho de la mañana siguiente a su infructuosa búsqueda nocturna de Robert Verloren, Bosch se presentó en la mesa de registro de invitados y fue escoltado hasta el asiento que se le había asignado en la tribuna de personalidades. Había cuatro filas de sillas detrás del atril desde el que se harían los discursos. La silla de Bosch miraba a los terrenos del desfile, donde los nuevos cadetes marcharían y después formarían para pasar revista. Como invitado del jefe, él sería uno de los inspectores.
Bosch llevaba el uniforme completo. Era tradición lucir con orgullo los colores en la graduación de nuevos agentes, dar la bienvenida al nuevo uniformado vestido de uniforme. Y llegaba temprano. Se sentó solo y escuchó la banda de la policía que tocaba viejos standards. Ninguno de los otros invitados que fueron llevados a sus asientos se dirigió a él. En su mayoría eran políticos y dignatarios, así como unos pocos ganadores del Corazón Púrpura en Irak que vestían el uniforme del Cuerpo de Marines.
Sentía picor bajo el cuello almidonado y la corbata fuertemente apretada. Había pasado casi una hora en la ducha frotándose para eliminar la tinta que se había puesto en la piel, con la esperanza de que el agua arrastrara también todo lo desagradable del caso.
No reparó en que se aproximaba el subdirector Irvin Irving hasta que el cadete que lo conducía a la tienda, dijo:
—Disculpe, señor.
Bosch levantó la mirada y vio que Irving iba a sentarse justo a su lado. Se enderezó y levantó su programa del asiento reservado a Irving.
—Que lo disfrute —dijo el cadete antes de virar con un taconazo y dirigirse hacia otro invitado.
Al principio, Irving no dijo nada. A Bosch le dio la sensación de que dedicaba mucho tiempo a acomodarse y mirar a su alrededor para ver quién podía estar observándolos. Estaban en la primera fila, eran dos de los mejores asientos del acto. Finalmente habló sin girar el cuello y sin mirar a Bosch.
—¿Qué está pasando aquí, Bosch?
—Dígamelo usted, jefe.
Bosch se volvió y echó un vistazo para ver si alguien les estaba mirando. Obviamente no era casual que estuvieran sentados uno al lado del otro. Bosch no creía en las coincidencias de ese tipo.
—El jefe me dijo que quería que viniera —explicó—. Me invitó el lunes, cuando me devolvió la placa.
—Qué suerte.
Pasaron otros cinco minutos antes de que Irving volviera a hablar. Las sillas de debajo del entoldado estaban todas ocupadas, salvo el lugar reservado al jefe de policía y su esposa, en un extremo de la primera fila.
—Ha tenido una semana infernal, detective —susurró Irving—. Aterrizó en mierda y se levantó oliendo a rosas. Felicidades.
Bosch asintió. Era una valoración precisa.
—¿Y usted, jefe? ¿Sólo ha sido una semana más en la oficina para usted?
Irving no respondió. Bosch pensó en los lugares donde había buscado a Robert Verloren la noche anterior. Pensó en el rostro de Muriel Verloren cuando había visto al asesino de su hija conducido al coche patrulla. Bosch tuvo que darse prisa en meter a Stoddard en el asiento de atrás para que ella no se le echara encima.
—Fue todo culpa suya —dijo Bosch en voz baja. Irving lo miró por primera vez.
—¿De qué está hablando?
—De diecisiete años, de eso estoy hablando. Tenía a su hombre comprobando las coartadas de los Ochos. Él no sabía que Gordon Stoddard era también el profesor de la chica. Si Green y García hubieran comprobado las coartadas, como debería haber sido, habrían encontrado a Stoddard y habrían resuelto el caso fácilmente. Hace diecisiete años. Todo ese tiempo pesa sobre usted.
Irving se volvió por completo en su asiento para mirar a Bosch.
—Teníamos un trato, detective. Si lo rompe, encontraré otras formas de llegar a usted. Espero que lo entienda.
—Sí, claro, lo que usted diga, jefe. Pero olvida una cosa. No soy el único que sabe de usted. ¿Qué pretende, hacer sus pequeños pactos con todo el mundo? ¿Con cada periodista, con cada poli? ¿Con cada padre y cada madre que ha tenido que vivir una vida hueca por lo que usted hizo?
—No levante la voz —dijo Irving entre dientes.
—Ya le he dicho todo lo que quería decirle.
—Bueno, déjeme decirle algo. No he terminado de hablar con usted. Si descubro…
Dejó la frase a medias cuando el jefe de policía y su esposa llegaron escoltados por un cadete. Irving se enderezo en su asiento cuando sonó la música y empezó el espectáculo. Veinticuatro cadetes con placas nuevas y brillantes en sus pechos uniformados marcharon en la explanada del desfile y ocuparon sus posiciones delante de la tribuna de personalidades.
Hubo demasiados discursos preliminares y la revista de los nuevos oficiales se demoró en exceso. Sin embargo, finalmente, el programa llegó al momento principal, las tradicionales observaciones del jefe de policía. El hombre que había traído de nuevo a Bosch al departamento estaba relajado y preparado ante el atril. Habló de reconstruir el departamento de policía desde dentro, empezando por los veinticuatro nuevos agentes que tenía ante sí. Dijo que estaba hablando de reconstruir tanto la imagen como la práctica del departamento. Dijo muchas de las cosas que le había dicho a Bosch el lunes por la mañana. Instó a los nuevos agentes a no quebrantar nunca la ley para hacer cumplir la ley. A hacer su trabajo respetando la Constitución y de manera compasiva en todo momento.
Pero entonces sorprendió a Bosch con su conclusión.
—También quiero llamar su atención sobre dos agentes que están hoy aquí presentes como invitados míos. Uno llega, y el otro se va. El detective Harry Bosch ha regresado al departamento esta semana, después de varios años de retiro. Supongo que durante sus largas vacaciones ha aprendido que no se pueden enseñar nuevos trucos a un perro viejo.
Hubo risas educadas entre la multitud situada al otro lado de la explanada del desfile. Allí era donde se sentaban los familiares y amigos de los cadetes. El jefe continuó.
—Así que volvió a la familia del Departamento de Policía de Los Ángeles y ya ha actuado de manera admirable. Se ha puesto en peligro por el bien de la comunidad. Ayer, él y su compañera resolvieron un asesinato cometido hace diecisiete años, un crimen que ha estado clavado como una espina en el costado de esta comunidad. Damos de nuevo la bienvenida al redil al detective Bosch.
Hubo un rumor de aplausos de la multitud. Bosch sintió que se ruborizaba. Bajó la mirada a su regazo.
—También quiero dar las gracias al subdirector Irvin Irving por estar aquí hoy —continuó el jefe—. El jefe Irving ha servido a este departamento durante casi cuarenta y cinco años. No hay actualmente ningún agente que lo haya hecho durante más tiempo. Su decisión de retirarse hoy y hacer de esta graduación su último acto llevando placa es un buen broche a su carrera. Le damos las gracias por ese servicio a este departamento y a esta ciudad.
El aplauso para Irving fue mucho más alto y sostenido. La gente empezó a levantarse en honor del hombre que había servido al departamento y a la ciudad durante tanto tiempo. Bosch se volvió ligeramente a su derecha para ver el rostro de Irving y en los ojos del subdirector advirtió que no lo había visto venir. Le habían engañado.
Pronto todos estuvieron de pie y aplaudiendo, y Bosch se sintió obligado a hacer lo mismo por el hombre al que despreciaba. Sabía exactamente quién había proyectado la caída de Irving. Si Irving protestaba, o maniobraba para recuperar su posición, se enfrentaría a una acusación interna construida por Kizmin Rider. No había duda de quién perdería el caso. Ni la menor duda.
Lo que Bosch no sabía era cuándo se había planeado. Recordó a Rider sentada en su escritorio en la sala 503, esperándole con café, solo, como a él le gustaba. ¿Ya sabía entonces de qué caso era el resultado ciego y adónde conduciría? Recordó la fecha en el informe del Departamento de Justicia. Tenía diez días cuando él lo había leído. ¿Qué había ocurrido durante esos diez días? ¿Qué estaba planeado para su llegada?
Bosch no lo sabía y tampoco estaba seguro de que le importara. La política del departamento se dirimía en la sexta planta. Bosch trabajaba en la sala 503, Y allí se mantendría firme. Sin lugar a dudas.
El jefe terminó su discurso y se alejó del micrófono. Uno a uno, les dio a los cadetes un certificado que acreditaba que habían completado la formación en la academia, y posó para una foto con el receptor. Todo fue muy rápido y limpio y estuvo perfectamente coreografiado. Tres helicópteros de la policía sobrevolaron en formación la explanada del desfile y los cadetes terminaron la ceremonia lanzando sus gorras al aire.
Bosch se acordó de la ocasión, hacía más de treinta años, en que él había lanzado su gorra al aire. Sonrió ante el recuerdo. No quedaba nadie más de su promoción. Estaban muertos, o retirados o expulsados. Sabía que dependía de él cargar con el estandarte y la tradición. Elegir la buena pelea.
Cuando concluyó la ceremonia y la multitud se apresuró hacia los nuevos agentes para felicitarles, Bosch observó que Irving se levantaba y empezaba a atravesar la explanada del desfile hacia la zona de salida. No se detuvo por nadie, ni siquiera por aquellos que le tendieron la mano para felicitarle y darle las gracias.
—Detective, ha tenido una semana atareada.
Bosch se volvió. Era el jefe de policía. Asintió con la cabeza. No sabía qué decir.
—Gracias por venir —dijo el jefe—. ¿Cómo está la detective Rider?
—Se ha tomado el día libre. Ayer le fue de poco.
—Eso he oído. ¿Alguno de los dos va a asistir a la conferencia de prensa de hoy?
—Bueno, ella no está, y yo estaba pensando en saltármela, si no le importa.
—Nosotros nos ocuparemos. Veo que ya le ha dado la noticia al Daily News. Ahora todos los demás claman por ella. Vamos a tener que montar un pequeño numerito.
—Le debía esta a la periodista del News.
—Sí, lo comprendo.
—Cuando pase la tormenta, ¿todavía tendré trabajo, jefe?
—Por supuesto, detective Bosch. Como en toda investigación, había que tomar decisiones. Usted tomó las mejores decisiones que podía tomar. Habrá una revisión del caso, pero no creo que tenga problemas.
Bosch asintió. Casi le dijo gracias, pero decidió no hacerlo. Se limitó a mirarle.
—¿Hay algo más que quiera preguntarme, detective?
Bosch asintió de nuevo.
—Me estaba preguntando algo —dijo.
—¿Qué?
—El caso empezó con una carta del Departamento de Justicia y esa carta era vieja cuando yo llegué. ¿Por qué me la guardaron a mí? Supongo que lo que me estoy preguntando es qué sabían y cuándo lo supieron.
—¿Algo de eso importa ahora?
Bosch señaló con la barbilla en la dirección que había tomado Irving.
—Quizá —dijo—. No lo sé. Pero no se irá simplemente. Irá a los medios. O a los abogados.
—Sabe que hacerlo sería un error. Que tendría consecuencias para él. No es un hombre estúpido.
Bosch se limitó a asentir con la cabeza. Él jefe lo estudió un momento antes de hablar de nuevo.
—Todavía parece preocupado, detective. ¿Recuerda lo que le dije el lunes? Le dije que había revisado cuidadosamente su caso y su carrera antes de decidir darle de nuevo la bienvenida.
Bosch se limitó a mirarlo.
—Lo dije en serio —continuó el jefe—. Lo estudié y creo que sé algo sobre usted. Está en esta tierra por un motivo, detective Bosch. Y sabe que tiene la oportunidad de continuar con su misión. Después de eso, ¿importa algo más?
Bosch le sostuvo la mirada un buen rato antes de responder.
—Supongo que lo que de verdad quería preguntar es sobre lo que dijo el otro día. Cuando me contó todo eso acerca de las ondas y las voces, ¿lo decía en serio? ¿O sólo me estaba dando cuerda para que fuera tras Irving por usted?
El fuego se extendió rápidamente por las mejillas del jefe de policía. Bajó la mirada mientras componía su respuesta, pero entonces volvió a levantar la cabeza y le sostuvo la mirada a Bosch.
—Dije en serio todas las palabras que pronuncié. Y no lo olvide. Vuelva a la sala quinientos tres y resuelva casos, detective. Para eso está aquí. Resuélvalos o encontraré una razón para echarlo. ¿Entendido?
Bosch no se sintió amenazado. Le gustó la respuesta del jefe. Le hizo sentirse mejor.
—Entiendo.
El jefe levantó la mano y cogió a Bosch por el antebrazo.
—Bien. Entonces vamos allí a hacernos una foto con algunos de estos jóvenes que hoy se han unido a nuestra familia. Quizá puedan aprender algo de nosotros. Quizá nosotros podamos aprender algo de ellos.
Al caminar hacia la multitud, Bosch apartó la mirada en la dirección que había tomado Irving. Pero ya hacía mucho que se había ido.