La dirección de Farralone Avenue que Bosch y Rider habían obtenido en Auto Track pertenecía a una mansión de estilo mediterráneo de más de quinientos metros cuadrados. Tenía un garaje separado con cuatro puertas de madera oscura sobre el cual asomaban las ventanas de una suite de invitados. Los detectives tuvieron que ver todo esto o través de una verja de hierro forjado mientras esperaban que alguien contestara al interfono. Finalmente, junto a la ventana abierta de Bosch, surgió una voz de una cajita de madera que estaba fijada en una viga.
—Sí, ¿quién es?
Era una mujer. Sonaba joven.
—¿Amanda Sobek? —preguntó Bosch a su vez.
—No, soy su asistente. ¿Quiénes son ustedes dos?
Bosch miró otra vez la cajita y vio la lente de una cámara.
Los estaban observando a la vez que los escuchaban. Sacó la placa y la sostuvo a un palmo de distancia de la lente.
—Policía —dijo—. Hemos de hablar con Amanda o Mark Sobek.
—¿Sobre qué?
—Sobre un asunto policial. Señora, haga el favor de abrir la puerta.
Esperaron y Bosch ya estaba a punto de volver a pulsar el botón cuando la puerta lentamente empezó a abrirse de manera automática. Entraron y aparcaron en una rotonda delante del pórtico de una casa de dos plantas.
—Parece la clase de sitio por el que podría merecer la pena matar a un conductor de grúa —dijo Bosch en voz baja cuando Rider paró el motor.
Una mujer de veintitantos años acudió a abrirles antes de que llegaran a la puerta. Llevaba falda y una blusa blanca. La asistente.
—¿Y usted es? —preguntó Bosch.
—Melody Lane. Trabajo para la señora Sobek.
—¿Está ella en casa? —preguntó Rider.
—Sí, se está vistiendo y bajará enseguida. Pueden esperar en la sala de estar.
Entraron en un recibidor donde había una mesa con varias fotos de familia expuestas. Parecían un marido, una esposa y dos hijas adolescentes. Siguieron a Melody a una suntuosa sala de estar con grandes ventanales que daban al parque estatal de Santa Susana y, más allá, a Oat Mountain. Bosch miró el reloj. Era casi mediodía. Melody se fijó en Bosch.
—No estaba durmiendo. Ha estado en el gimnasio y se estaba duchando. Debería bajar en…
No terminó. Una mujer atractiva con elásticos blancos y una blusa abierta sobre una camiseta de chiffon rosa entró apresuradamente en la sala.
—¿Qué ocurre? ¿Ha pasado algo? ¿Están bien mis hijas?
—¿Es usted Amanda Sobek? —preguntó Bosch.
—Claro que sí. ¿Qué ocurre? ¿Por qué están aquí?
Bosch señaló el sofá y las sillas que ocupaban el centro de la sala.
—¿Por qué no nos sentamos, señora Sobek?
—Sólo dígame si ocurre algo malo.
El pánico en su rostro le pareció real a Bosch, que empezó a pensar que en algún sitio habían dado un giro equivocado.
—No ocurre nada malo —dijo—. No se trata de sus hijas. Sus hijas están bien.
—¿Es Mark?
—No, señora Sobek. Que nosotros sepamos él también está bien. Sentémonos aquí.
La mujer finalmente cedió y caminó con rapidez hasta la silla que había a la derecha del sofá. Bosch rodeó una mesa baja de cristal y se sentó en el sofá. Rider ocupó una de las dos sillas restantes. Bosch se identificó a sí mismo y a Rider y mostró de nuevo su placa. Reparó en que el cristal de la mesa estaba inmaculado.
—Estamos llevando a cabo una investigación de la cual no puedo darle detalles. He de hacerle algunas preguntas acerca de su teléfono móvil.
—¿Mi teléfono móvil? ¿Me ha dado un susto de muerte por mi teléfono móvil?
—De hecho es una investigación muy seria, señora Sobek. ¿Tiene aquí su teléfono móvil?
—Está en mi bolso. ¿Necesita verlo?
—No, todavía no. ¿Puede decirme cuándo lo usó ayer?
Sobek negó con la cabeza como si se tratara de una pregunta estúpida.
—No lo sé. Por la mañana llamé a Melody desde el gimnasio. No recuerdo cuándo más. Fui a la tienda y llamé a mis hijas para ver si estaban de camino a casa desde el colegio. No recuerdo nada más. Estuve en casa casi todo el día, salvo cuando salí al gimnasio. Cuando estoy en casa no uso el móvil. Uso el fijo.
Los recelos de Bosch se estaban multiplicando. En algún sitio habían hecho un movimiento en falso.
—¿Alguien más podría haber usado el teléfono? —preguntó Rider.
—Mis hijas tienen el suyo. Y Melody también. No entiendo esto.
Bosch sacó del bolsillo de la chaqueta la página del registro de llamadas. Leyó en voz alta el número desde el que habían telefoneado a Tampa Towing.
—¿Es este su número? —preguntó.
—No, es el de mi hija. Es el de Kaitlyn.
Bosch se inclinó hacia delante. Esto cambiaba todavía más las cosas.
—¿De su hija? ¿Dónde estuvo ayer?
—Ya se lo he dicho. Estuvo en la escuela. Y hasta después no usó el móvil porque no está permitido usarlo en la escuela.
—¿A qué escuela va? —preguntó Rider.
—A Hillside Prep. está en Porter Ranch.
Bosch se echó hacia atrás y miró a Rider. Algo acababa de completar el círculo. No sabía a ciencia cierta de qué se trataba, pero era importante.
Amanda Sobek interpretó sus rostros.
—¿De qué se trata? —preguntó—. ¿Ocurre algo malo en la escuela?
—No que nosotros sepamos, señora —le respondió Bosch—. ¿A qué curso va su hija?
—A segundo.
—¿Tiene a una profesora llamada Bailey Sable? —preguntó Rider.
Sobek asintió.
—La tiene de tutora y de lengua.
—¿Existe alguna razón por la cual la señora Sable podría haberle pedido el teléfono a su hija ayer? —preguntó Rider.
Sobek se encogió de hombros.
—No se me ocurre ninguna. Han de comprender lo extraño que es todo esto. Todas estas preguntas. ¿Usaron su teléfono para algún tipo de amenaza? ¿Es una cuestión de terrorismo?
—No, señora —dijo Bosch—, pero es una cuestión grave. Vamos a tener que ir a la escuela ahora y hablar con su hija. Le agradeceríamos que nos acompañara y estuviera presente cuando hablemos con ella.
—¿Necesita un abogado?
—No lo creo, señora. —Bosch se levantó—. ¿Podemos irnos?
—¿Puede venir Melody? Quiero que Melody me acompañe.
—¿Sabe qué? Que Melody se reúna con nosotros allí. Así podrá llevarla de vuelta si hemos de ir a otro sitio después.