Bosch fue a su casa a ducharse, cambiarse de ropa y quizá cerrar un rato los ojos antes de dirigirse de nuevo al centro para la reunión de la unidad. Una vez más condujo a través de una ciudad que apenas se estaba despertando. Y una vez más le pareció grotesca, llena de aristas afiladas y miradas severas. Ahora todo le parecía grotesco.
Bosch no deseaba que llegara la reunión de la unidad. Sabía que todas las miradas estarían puestas en él. Todo el mundo en Casos Abiertos comprendía que a partir de ese momento sus acciones serían analizadas y cuestionadas a posteriori después de la muerte de Mackey. También entendían que si estaban buscando una razón que constituyera una amenaza potencial a sus carreras no tenían que buscar muy lejos.
Bosch dejó las llaves en la encimera de la cocina y escuchó el contestador. No había mensajes. Miró su reloj y determinó que disponía de al menos un par de horas antes de salir hacia el Pacific Dining Car. Mirar la hora le recordó el ultimátum que le había dado a Irving durante su confrontación en el pasillo, fuera de Robos y Homicidios. Pero Bosch dudaba de que tuviera noticias de Irving o McClellan. Al parecer, todo el mundo calaba sus faroles.
Era consciente de que, con todo lo que pesaba sobre él, dormir un par de horas no era una opción realista. Se había llevado a casa el expediente y los archivos acumulados. Decidió que trabajaría en ellos. Sabía que cuando todo lo demás se torcía siempre quedaba el expediente del caso. Tenía que mantener la mirada fija en la presa. El caso.
Puso en marcha la cafetera, se dio una ducha de cinco minutos y empezó a trabajar releyendo el expediente mientras en el reproductor de discos compactos sonaba una versión remezclada de Kind Of Blue.
Le machacaba la sensación de que se estaba perdiendo algo que tenía delante de las narices. Sentía que se vería acosado por el caso, que cargaría con él para siempre, a no ser que lo desmenuzara y encontrara lo que faltaba. Y sabía que si tenía que encontrarlo en algún sitio sería en el expediente.
Decidió que esta vez no leería los documentos en el orden en que se los habían presentado los primeros investigadores del caso. Abrió las anillas y sacó los documentos. Empezó a leerlos en orden aleatorio, tomándose su tiempo, asegurándose de que asimilaba cada nombre, cada palabra, cada foto.
Al cabo de quince minutos estaba mirando otra vez las fotos del dormitorio de Rebecca Verloren cuando oyó que la puerta de un coche se cerraba delante de su casa. Con curiosidad por saber quién aparcaría tan temprano se levantó y se acercó a la puerta. A través de la mirilla vio a un hombre solo que se aproximaba. Era difícil verlo con claridad a través de la lente convexa de la mirilla. Bosch abrió la puerta de todos modos antes de que el hombre tuviera la oportunidad de llamar.
Al hombre no le sorprendió que su aproximación hubiera sido vista. Bosch podía asegurar por su actitud que era poli.
—¿McClellan?
Este asintió.
—Teniente McClellan. Y supongo que usted es el detective Bosch.
—Podría haber llamado.
Bosch retrocedió para dejarle pasar. Ninguno de los dos hombres tendió la mano. Bosch pensó que era típico de Irving enviar al hombre a la casa. Se trataba de un procedimiento estándar en la estrategia intimidatoria del «sé dónde vives».
—Pensé que sería mejor que habláramos cara a cara —dijo McClellan.
—¿Pensó? ¿O lo pensó el jefe Irving?
McClellan era un hombre alto, con cabello rubio casi transparente y mejillas rubicundas. A Bosch se le ocurrió que podría describirse como bien alimentado. Sus mejillas se tornaron de un tono más oscuro ante la pregunta de Bosch.
—Mire, he venido a cooperar con usted, detective.
—Bien. ¿Puedo ofrecerle algo? Tengo agua.
—Agua estará bien.
—Siéntese.
Bosch fue a la cocina, sacó del armario el vaso más sucio de polvo y lo llenó de agua del grifo. Apagó el interruptor de la cafetera. No iba a dejar que McClellan se sintiera a gusto.
Cuando volvió a la sala de estar, McClellan estaba contemplando el paisaje a través de las puertas correderas de la terraza. El aire era claro en el paso de Sepulveda. Pero todavía era temprano.
—Bonita vista —dijo McClellan.
—Lo sé. No veo que lleve ninguna carpeta en la mano, teniente. Espero que no sea una visita de cortesía como las que le hizo a Robert Verloren hace diecisiete años.
McClellan se volvió hacia Bosch y aceptó el vaso de agua y el insulto con la misma impavidez.
—No hay archivos. Si los había, desaparecieron hace mucho tiempo.
—¿Y qué? ¿Ha venido a convencerme con sus recuerdos?
—De hecho, tengo una gran memoria de aquel periodo. Ha de entender una cosa. Yo era detective de primer grado asignado a la UOP. Si me daban un trabajo, lo hacía. No se cuestionan las órdenes en esa situación. Si lo haces, estás fuera.
—Así que era un buen soldado que hacía su trabajo. Entiendo. ¿Y los Ochos de Chatsworth y el asesinato Verloren? ¿Qué hay de las coartadas?
—Había ocho actores principales en los Ochos. Los descarté a todos. Y no crea que quería exonerarlos a todos y así lo hice. Me pidieron que viera si alguno de esos capullos podía estar implicado. Y lo comprobé, pero todos estaban limpios…, al menos del asesinato.
—Hábleme de William Burkhart y Roland Mackey.
McClellan tomó asiento en una silla que había junto a la televisión. Dejó el vaso de agua, del que todavía no había bebido, en la mesa de centro. Bosch cortó a Miles Davis en medio de Freddie Freeloader y se quedó de pie junto a las puertas correderas, con las manos en los bolsillos.
—Bueno, en primer lugar, Burkhart era fácil. Ya lo estaban vigilando esa noche.
—Explíquelo.
—Acababa de salir de Wayside unos días antes. Nos habían avisado que mientras estuvo allí había estado subiendo de tono con la religión racial, de manera que se consideró prudente vigilarlo para ver si quería volver a poner en marcha las cosas.
—¿Quien lo ordenó?
McClellan se limitó a mirarlo.
—Irving, por supuesto —respondió Bosch—. Para mantener el trato seguro.
Así que la UOP estaba observando a Burkhart, ¿quién más?
—Burkhart salió y contactó con dos tipos del grupo viejo. Un tipo llamado Withers y otro llamado Simmons. Parecía que podían estar planeando algo, pero la noche en cuestión estaban en una sala de billar de Tampa, emborrachándose. Las coartadas eran sólidas. Dos secretas estuvieron con ellos todo el tiempo. Eso es lo que he venido a decirle. Eran todo coartadas sólidas, detective.
—¿Sí? Bueno, hábleme de Mackey. La UOP no lo estaba vigilando, ¿verdad?
—No, a Mackey no.
—Entonces ¿Qué es lo que era tan sólido?
—Lo que recuerdo de Mackey es que en la noche en que raptaron a la niña estaba con su tutor en Chatsworth High. Iba a la escuela nocturna, para sacarse el graduado escolar. Un juez lo había ordenado como condición de su libertad vigilada. Pero tenía que aprobar y no le iba demasiado bien, de manera que asistía a clases en las noches libres, cuando no había escuela. Y la noche que se llevaron a la chica estaba con su tutor. Yo lo comprobé.
Bosch negó con la cabeza. McClellan estaba tratando de soltarle un rollo.
—¿Me está diciendo que Mackey estaba yendo a clase con un tutor en plena noche?, o me toma el pelo o se creyó una sarta de mentiras de Mackey y su tutor. ¿Quién era el tutor?
—No, no, estuvieron juntos esa misma tarde. No recuerdo el nombre del tipo ahora, pero terminaron a las once como mucho, y después siguieron caminos separados. Mackey fue a su casa.
Bosch puso cara de asombro.
—Eso no es una coartada, teniente. La muerte de la chica se produjo en la madrugada. ¿No lo sabía?
—Por supuesto que lo sabía, pero la hora de la muerte no era el único punto de la coartada. Me pasaron los resúmenes recopilados por los tipos del caso. No hubo entrada forzada en la casa. Y el padre había dado una vuelta y comprobado todas las puertas y cierres después de llegar a casa esa noche a las diez. Eso significa que el asesino tenía que estar ya en la casa en ese momento. Estaba allí escondido, esperando que todos se fueran a dormir.
Bosch se sentó en el sofá y se inclinó hacia adelante, con los codos en las rodillas. De repente se dio cuenta de que McClellan tenía razón y de que todo era diferente. Había leído el mismo informe que había estado en manos de McClellan diecisiete años antes, pero no había asimilado su significado.
El asesino estaba dentro cuando Robert Verloren llegó a casa desde el trabajo.
Bosch sabía que eso cambiaba muchas cosas. Cambiaba no sólo la forma en que veía la primera investigación, sino también la forma en que veía la suya.
Sin registrar la agitación interior de Bosch, McClellan continuó.
—Así que Mackey no podía haber entrado en esa casa porque estaba con su tutor. Se descartó. Todos esos pequeños capullos se descartaron. Así que le di a mi jefe un informe verbal, y después él se lo dio a los tipos que trabajaban el caso. Y ahí acabó todo hasta que surgió esa cuestión del ADN.
Bosch estaba asintiendo a lo que McClellan decía, pero estaba pensando en otras cosas.
—Si Mackey estaba limpio, ¿cómo explica su ADN en el arma homicida? —preguntó.
McClellan parecía anonadado. Negó con la cabeza.
—No sé qué decir. No puedo explicasloo. Los exoneré de implicación en el asesinato real, pero debió…
No terminó. Bosch pensó que realmente parecía herido por la idea de que podría haber ayudado a escapar a un asesino, o al menos a la persona que proporcionó el arma para un asesinato. Parecía como si de repente se hubiera dado cuenta de que Irving lo había corrompido. Bosch lo vio abatido.
—¿Irving todavía planea avisar a los medios y a Asuntos Internos de todo esto? —preguntó Bosch con calma.
McClellan negó lentamente con la cabeza.
—No —dijo—. Me dijo que le diera un mensaje. Me pidió que le dijera que un pacto sólo es un pacto si cada parte cumple lo suyo. Es todo.
—Una última pregunta —dijo Bosch—. La caja de pruebas del caso Verloren ha desaparecido. ¿Sabe algo de eso?
McClellan lo miró. Bosch se dio cuenta de que había ofendido gravemente al hombre.
—Tenía que preguntarlo —dijo Bosch.
—Lo único que sé es que allí desaparecen cosas —dijo McClellan a través de la mandíbula tensa—. Cualquiera podría haber salido con ella en diecisiete años. Pero no fui yo.
Bosch asintió. Se levantó.
—Bueno, he de volver a ponerme a trabajar de nuevo en esto —dijo.
McClellan entendió la indirecta y se levantó. Pareció tragarse la rabia por la última pregunta, aceptando quizá la explicación de Bosch de que tenía que formularla.
—Muy bien, detective —dijo—. Buena suerte con esto. Espero que encuentre al culpable. Y lo digo en serio.
Le tendió la mano a Bosch. Bosch no conocía la historia de McClellan. No conocía las circunstancias de la vida en la UOP en 1988. Sin embargo, le parecía que McClellan se iba de la casa con más peso encima que cuando había entrado. Así que Bosch decidió estrecharle la mano.
Después de que McClellan se fue, Bosch volvió a sentarse, considerando la idea de que el asesino de Rebecca Verloren había estado escondido en la casa. Se levantó y fue a la mesa del comedor, donde estaban esparcidos los archivos del expediente del caso. Las fotos de la habitación de la niña muerta estaban en el centro. Miró los informes hasta que encontró el de la policía científica sobre el análisis de las huellas dactilares.
El informe tenía varias páginas y contenía el análisis de varias huellas sacadas de superficies de la casa de los Verloren. El resumen principal concluía que ninguna de las huellas obtenidas en la vivienda era desconocida, por consiguiente era probable que el sospechoso o sospechosos hubieran llevado guantes o sencillamente hubieran evitado tocar superficies susceptibles de retener huellas.
El resumen decía que todas la huellas dactilares sacadas de la casa se correspondían con muestras tomadas a miembros de la familia Verloren o gente que tenía una razón apropiada para haber estado en la casa y tocado las superficies donde fueron halladas las huellas.
Esta vez Bosch leyó el informe de manera diferente y en su totalidad. Esta vez ya no estaba interesado en el análisis, sino que quería saber dónde habían buscado huellas los técnicos.
El informe estaba fechado al día siguiente del hallazgo del cadáver de Rebecca. Detallaba una búsqueda rutinaria de huellas en la casa. Todas las superficies tópicas fueron examinadas. Todos los pomos y cierres. Todas las repisas y los marcos de las ventanas. Todos los sitios donde era lógico pensar que el asesino-secuestrador podría haber tocado una superficie al cometer el crimen. A pesar de que había varias huellas en las repisas de las ventanas y pestillos que se recuperaron e identificaron con las de Robert Verloren, el informe señalaba que no se habían recuperado huellas útiles de los pomos de las puertas de la casa. Señalaba asimismo que no era inusual debido a la frotación que se producía rutinariamente al girar los pomos.
Era en lo que no estaba incluido en el informe donde Bosch vio el resquicio a través del cual podía haber escapado un asesino. El equipo de huellas había ido a la casa al día siguiente del descubrimiento del cadáver de la víctima. Eso había sido después de que el caso se interpretara mal dos veces, primero como un caso de personas desaparecidas y después como un suicidio. A ello había que añadir que cuando se organizó una investigación por asesinato el equipo de huellas fue enviado a ciegas. En ese punto no existía ningún conocimiento del caso. La idea de que el asesino podía haberse escondido en el garaje o en algún otro lugar todavía no se había formulado. La búsqueda de huellas dactilares y otras pruebas, como cabellos y fibras, nunca fue más allá de lo obvio, más allá de la superficie.
Bosch sabía que ya era demasiado tarde. Habían pasado demasiados años. Un gato vagaba por la casa y quién sabe cuántos objetos de ventas de garaje habían entrado y salido de una vivienda en la que un asesino se había ocultado y había esperado.
Entonces su mirada se posó en las fotos esparcidas por la mesa y se dio cuenta de algo. La habitación de Rebecca era el único lugar que no estaba contaminado por el paso del tiempo. Era como un museo con sus obras de arte encajadas y casi herméticamente cerrado.
Bosch esparció las fotos del dormitorio delante de él. Había algo en aquellas fotos que le corroía desde la primera vez que las había visto. Todavía no lograba determinado, pero ahora sentía una urgencia en ello. Examinó las fotos del escritorio y la mesilla y después las del armario abierto. Por último, examinó la cama.
Pensó en la foto que se había publicado en el Daily News y sacó el ejemplar del archivo que contenía todos los informes y documentos acumulados durante la reinvestigación del caso. Desdobló el periódico y examinó la foto de Emma Ward y acto seguido la comparó con las fotografías de diecisiete años antes.
La habitación parecía exactamente igual, como si permaneciera intacta por el dolor que emanaba de ella como de un horno. De pronto, Bosch se fijó en una pequeña diferencia. En la foto del Daily News la cama estaba cuidadosamente estirada y alisada por Muriel antes de que hicieran la foto. En las fotos más viejas de la policía, la cama estaba hecha, pero el volante estaba ahuecado hacia fuera por un lateral de la cama y hacia dentro a los pies.
Los ojos de Bosch se movieron de una foto a la otra. Sintió una pequeña gota de adrenalina en la sangre. Eso era lo que le había inquietado. Eso era lo que no cuadraba.
—Dentro y fuera —dijo en voz alta.
Sabía que era posible que el volante hubiera sido tirado hacia dentro a los pies de la cama por alguien que se colara debajo, del mismo modo que era probable que el volante exterior de la colcha hubiera salido hacia fuera por el lateral cuando esa misma persona saliera de debajo de la cama.
Después de que todos estuvieran durmiendo.
Bosch se levantó y empezó a pasearse mientras lo pensaba otra vez. En la foto tomada después del secuestro y asesinato, la cama mostraba claramente la posibilidad de una entrada y una salida. El asesino de Rebecca podría haber estado esperando justo debajo de ella mientras esta se quedaba dormida.
—Dentro y fuera —repitió Bosch.
Y podía ir más lejos. Sabía que no se habían recuperado huellas útiles en la casa. Pero sólo se habían comprobado las superficies obvias. Eso no significaba necesariamente que el asesino hubiera llevado guantes. Sólo significaba que era lo bastante listo para no tocar lugares obvios con las manos desnudas, o para emborronar las huellas cuando lo necesitó. Aunque el asesino hubiera llevado guantes al entrar en la casa, ¿no podría habérselos quitado mientras esperaba —posiblemente durante horas— debajo de la cama?
Merecía la pena intentarlo. Bosch fue a la cocina para llamar a la División de Investigaciones Científicas y preguntar por Raj Patel.
—Raj, ¿qué estás haciendo?
—Estoy catalogando las pruebas que recogimos ayer en la autovía.
—Necesito que tu mejor hombre de huellas se reúna conmigo en Chatsworth.
—¿Ahora?
—Ahora mismo, Raj. Después puede que ni siquiera tenga trabajo. Hemos de hacerlo ahora.
—¿Qué vamos a hacer?
—Quiero levantar una cama y mirar debajo. Es importante, Raj. Si encontramos algo, nos llevaría al asesino.
Hubo un breve silencio y entonces Patel respondió.
—Yo soy mi mejor hombre de huellas, Harry. Dame la dirección.
—Gracias, Raj.
Le dio la dirección a Patel y colgó el teléfono. Tamborileó con los dedos en el mostrador, preguntándose si debería llamar a Kiz Rider. Había estado tan afligida y desanimada al salir del Parker Center que le había dicho que sólo quería irse a casa a dormir. ¿Debería despertarla por segundo día consecutivo? Sabía que esa no era la cuestión. La cuestión era si debería esperar a ver si había algo debajo de la cama antes de contárselo y levantar sus esperanzas.
Decidió retrasar la llamada hasta que tuviera algo sólido que contarle. En cambio, cogió el teléfono y despertó a Muriel Verloren. Le dijo que iba en camino.