El camión grúa frenó al aproximarse al Mercedes. Bosch levantó la cabeza desde la parte trasera, donde estaba sentado a la sombra de la puerta y leyendo el Daily News. Hizo una seña al conductor de la grúa con el periódico y se levantó. El vehículo pasó de largo, se detuvo en el arcén delante del Mercedes y retrocedió hasta pararse a un metro y medio de este. El conductor salió. Era Roland Mackey.
Mackey llevaba guantes de cuero que presentaban manchas oscuras de grasa en las palmas. Sin saludar a Bosch, rodeó la parte delantera del Mercedes para examinar la rueda pinchada. Cuando Bosch llegó, todavía con el periódico en la mano, Mackey se agachó y miró la válvula de la rueda. Se estiró hacia ella y la dobló adelante y atrás, exponiendo el tajo.
—Casi parece que la hayan cortado —dijo Mackey.
—Quizás había cristal en la carretera —propuso Bosch.
—Y no tiene recambio. Menuda putada.
Miró a Bosch, entornando los ojos a la luz del sol que estaba empezando a caer detrás de Bosch.
—Y que lo diga.
—Bueno, puedo remolcarle y pedirle a mi socio que le ponga una válvula nueva en el neumático. Tardaremos quince minutos una vez que lleguemos al garaje.
—Bueno, hágalo.
—¿Será a cuenta de AAA o seguro?
—No, en efectivo.
Mackey le dijo que le costaría ochenta y cinco dólares por el enganche del vehículo más dos dólares por cada kilómetro de arrastre. El importe del cambio de la válvula sería de otros veinticinco más el coste de la válvula.
—Bueno, hágalo —repitió Bosch.
Mackey se levantó y miró a Bosch. Dio la sensación de fijarse directamente en el cuello de Harry antes de apartar la mirada. No dijo nada de los tatuajes.
—Debería, cerrar la parte de atrás —dijo en cambio—, a no ser que quiera perderlo todo por el camino.
Sonrió. Un poco de sentido del humor de grúa.
—Cojo la camisa y la cierro —dijo Bosch—. ¿Le importa que vaya con usted?
—A no ser que quiera llamar un taxi y viajar con estilo.
—Prefiero viajar con alguien que hable inglés.
Mackey prorrumpió en una carcajada mientras Bosch iba a la parte posterior de su coche. Bosch se apartó entonces para dejar que Mackey llevara a cabo las maniobras de enganchar el vehículo al camión grúa. Tardó menos de diez minutos en colocarse al lado de su camión, apretando una palanca que elevó la parte delantera del Mercedes en el aire. Cuando estuvo a la altura correcta para Mackey, este comprobó las cadenas y los arneses y le dijo a Bosch que estaba listo para partir. Bosch entró en la cabina del camión grúa con la camisa echada sobre el brazo y el periódico doblado en la mano. Los pliegues del periódico dejaban a la vista la foto de Rebecca Verloren.
—¿Esto tiene aire acondicionado? —preguntó Bosch al cerrar la puerta—. Me estaba derritiendo ahí fuera.
—Y yo igual. Debería haberse quedado en el Mercedes con el aire acondicionado mientras esperaba. Este trasto no tiene aire en verano ni calefacción en invierno. Como mi exmujer.
Más humor de grúa, supuso Bosch. Mockey le pasó una tablilla con portapapeles en la que había un bolígrafo y una hoja de información.
—Rellene esto —dijo—, y estamos listos.
—Vale.
Bosch empezó a cumplimentar el formulario con el nombre y la dirección falsos que había pensado antes. Mackey sacó un micrófono del salpicadero y habló a través de él.
—Eh, ¿Kenny?
Al cabo de unos segundos llegó la respuesta.
—Adelante.
—Dile a Araña que no se vaya todavía —dijo Mackey—. Llevo un neumático que necesita una válvula.
—No le va a hacer gracia. Ya se ha ido a lavar.
—Tú díselo. Corto.
Mackey volvió a colocar el micrófono en el soporte del salpicadero.
—¿Cree que se quedará? —preguntó Bosch.
—Será mejor que sí, de lo contrario tendrá que esperar hasta mañana para que se lo arreglen.
—No puedo esperar. He de volver a la carretera.
—¿Sí? ¿Adónde?
—A Barstow.
Mackey acercó el camión grúa y giró el cuerpo hacia la izquierda para poder mirar por la ventanilla lateral y asegurarse de que no había peligro para incorporarse a la carretera. No podía ver a Bosch desde esa posición. Bosch rápidamente se levantó la manga izquierda de la camiseta de manera que más de la mitad del tatuaje de la calavera quedó a la vista.
La grúa se incorporó a la calzada y se pusieron en camino. Bosch miró por la ventanilla y vio los coches que pertenecían a Rider y al otro equipo de vigilancia en el campo de golf. Apoyó el codo en la ventanilla abierta y puso la mano en el marco superior. Fuera del campo de visión de Mackey, pudo levantar el pulgar a sus compañeros de la vigilancia para indicar que todo iba bien.
—¿Qué hay en Barstow? —preguntó Mackey.
—Mi casa. Quiero llegar a casa esta noche.
—¿Qué ha estado haciendo aquí?
—Esto y lo otro.
—¿Y en South Central? ¿Qué estuvo haciendo con esa gente la semana pasada?
Bosch entendió que «esa gente» era una referencia a la población de la minoría predominante en South L. A. Se volvió y miró a Mackey a los ojos, como para decirle que estaba haciendo demasiadas preguntas.
—Esto y lo otro —dijo con tono uniforme.
—Muy bien —respondió Mackey, levantando las manos del volante en un gesto de retirada.
—Pero le diré una cosa, no importa lo que estuviera haciendo, esta puta ciudad no se aguanta, socio.
Mackey sonrió.
—Sé a qué se refiere —dijo.
Bosch pensó que estaban cerca de compartir algo más que charla intrascendente. Creía que Mackey había divisado los tatuajes y estaba tratando de captar de Bosch una señal acerca de qué tipo de persona era. Pensó que era el momento adecuado para hacer otro movimiento sutil hacia el artículo del Daily News.
Bosch dejó el periódico en el asiento que había entre ellos, asegurándose de que la foto de Rebecca Verloren era todavía visible, y empezó a ponerse otra vez la camisa. Se inclinó hacia delante y extendió los brazos al hacerlo. No miró a Mackey, pero sabía que la calavera de su brazo izquierda sería plenamente visible con aquel movimiento. Puso el brazo derecho en la camisa primero y después se llevó la camisa hacia atrás y pasó el brazo izquierdo por la manga. Apoyó la espalda en el asiento y empezó a abrocharse la camisa.
—Simplemente hay demasiado tercer mundo por aquí para mi gusto —dijo Bosch.
—Comparto esa idea.
—¿Sí? ¿Es de aquí?
—De toda la vida.
—Bueno, colega, debería coger la bandera y a su familia, si es que tiene familia, e irse. Hay que largarse de aquí, joder.
Mackey se rio y asintió.
—Tengo un amigo que siempre dice lo mismo. Siempre.
—Sí, bueno, no es una idea original.
—Claro.
Entonces la radio interrumpió la inercia de la conversación.
—Eh, Ro.
Mackey cogió el micro.
—¿Sí, Ken?
—Voy a pasarme por el Kentucky mientras Araña te espera. ¿Quieres algo?
—No, saldré tarde. Corto.
Colgó el micrófono. Circularon en silencio unos segundos mientras Bosch trataba de pensar en una forma de llevar de nuevo la conversación en la dirección adecuada. Mackey había llegado a Burbank Boulevard y había girado a la derecha. Estaban llegando a Tampa. Volvería a girar a la derecha y luego seguiría todo recto hasta la estación de servicio. En menos de diez minutos habrían llegado.
Pero fue Mackey quien reanudó la conversación.
—Bueno, ¿en qué trena estuviste? —preguntó de repente. Bosch esperó un momento para que su entusiasmo no se mostrara.
—¿De qué está hablando? —preguntó.
—He visto tus tatuajes, tío. No es gran cosa. Pero o te los han hecho en casa o en prisión, eso es obvio.
Bosch asintió.
—En Obispo. Cinco años.
—¿Sí? ¿Por qué?
Bosch lo miró de nuevo.
—Esto y lo otro.
Mackey asintió, aparentemente sin cabrearse por la resistencia a abrirse de su pasajero.
—Está bien, tío. Tengo un amigo que pasó un tiempo allí. A finales de los noventa. Decía que no estaba tan mal, que era una especie de sitio de cuello blanco. Al menos no hay tantos negros como en otros sitios.
Bosch se quedó un buen rato en silencio. Sabía que el uso de la difamación racial era una especie de contraseña para Mackey. Si Bosch respondía de la manera adecuada sería aceptado. Era una cuestión de códigos.
—Sí —dijo Bosch, asintiendo con la cabeza—. Eso hacía que las condiciones fueran un poco más soportables. Aunque probablemente no conocí a tu amigo. Yo salí a principios del noventa y ocho.
—Frank Simmons se llama. Sólo estuvo dieciocho meses o así. Era de Fresno.
—Frank Simmons de Fresno —dijo Bosch como si tratara de recordar el nombre—. No creo que lo conociera.
—Es buen tío.
Bosch asintió.
—Había un tipo que entró unas semanas antes de que yo saliera de allí —dijo—. Oí que era de Fresno, pero, tío, no me quedaba mucho y no iba a conocer a más gente, ¿entiendes?
—Sí, claro.
—¿Tu amigo tenía el pelo oscuro y muchas cicatrices de granos en la cara y tal?
Mackey empezó a sonreír y asintió.
—¡Es él! Ese es Frank. Solíamos llamarle Caracráter.
—Seguro que le encantaba.
La grúa giró en Tampa y enfiló hacia el norte. Bosch sabía que tal vez dispondría de más tiempo con Mackey en el taller mientras le reparaban el neumático, pero no podía contar con eso. Podía haber otra llamada para la grúa o un sinfín de otras distracciones. Tenía que terminar su actuación y plantar la semilla mientras estuviera solo con el objetivo. Cogió el periódico y lo sostuvo en el regazo, mirando hacia abajo como si estuviera leyendo los titulares, buscando una manera natural de girar la conversación directamente hacia el artículo de Verloren.
Mackey levantó la mano derecha del volante y se quitó un guante mordiéndose uno de los dedos. Le recordó a Bosch la forma en que lo haría un niño. Mackey entonces extendió la mano a Bosch.
—Soy Ro, por cierto.
Bosch negó con la cabeza.
—¿Ro?
—De Roland. Roland Mackey. Encantado de conocerte.
—George Reichert —dijo Bosch, dando el nombre que se le había ocurrido ese mismo día después de mucho pensar.
—¿Reichert? —dijo Mackey—. Alemán, ¿verdad?
—Significa «corazón del Reich».
—Guapo. Y supongo que eso explica el Mercedes. ¿Sabes? Estoy con coches todo el puto día. Puedes decir muchas cosas de la gente por los coches que conducen y cómo los cuidan.
—Supongo.
Bosch asintió con la cabeza. Vio el camino directo a su objetivo. Una vez más, Mackey le había ayudado sin darse cuenta.
—Ingeniería alemana —dijo Bosch—. Los mejores fabricantes de coches del mundo. ¿Qué coche llevas tú cuando no estás en este camión?
—Estoy restaurando un Camaro del setenta y dos. Irá fino, fino cuando termine.
—Buen año —propuso Bosch.
—Sí, pero no compraría nada hecho en Detroit ahora. ¿Sabes quién está haciendo nuestros coches ahora mismo? Putos monos. No conduciría uno, y menos aún pondría mi familia allí.
—En Alemania —comentó Bosch—, entras en una fábrica y todo el mundo tiene ojos azules, ¿entiendes? He visto fotos.
Mackey asintió de manera pensativa. Bosch consideró que era el momento de hacer el movimiento adecuado. Desdobló el periódico en su regazo. Lo levantó de manera que toda la primera página, y el artículo de Verloren completo estaban a la vista.
—Hablando de monos —dijo—. ¿Has leído este artículo?
—No. ¿Qué dice?
—Esta madre sentada en una cama llorando por su hijita negra a la que mataron hace diecisiete años. Y la pasma sigue en el caso. Pero, quiero decir, ¿a quién le importa, tío?
Mackey miró el diario y vio la foto con la imagen insertada del rostro de Rebecca Verloren. Pero no dijo nada y su propia cara no delataba ningún reconocimiento. Bosch bajó el diario para no ser demasiado obvio al respecto. Lo dobló otra vez y lo dejó en el asiento que había entre ellos. Forzó la situación otra vez.
—Joder, mezclas las razas así y ¿qué esperas conseguir? —preguntó.
—Exactamente —dijo Mackey.
No era una réplica fuerte. Era casi vacilante, como si Mackey estuviera pensando en otra cosa. Bosch lo tomó como una buena señal. Quizá Mackey acababa de sentir el dedo gélido del miedo en la espalda. Quizás era la primera vez en diecisiete años.
Bosch decidió que lo había hecho lo mejor posible. Si insistía podía cruzar la frontera de la obviedad y delatarse. Decidió circular el resto del camino en silencio, y Mackey pareció tomar la misma decisión.
Sin embargo, al cabo de unas manzanas, Mackey viró el camión en el segundo carril para adelantar a un Pinto lento.
—¿Puedes creer que todavía queden coches así en la calle? —dijo.
Al adelantar al pequeño vehículo, Bosch vio a un hombre de origen asiático acurrucado tras el volante. Pensó que podía ser camboyano.
—Lo suponía —dijo Mackey al ver al conductor—. Mira.
Mackey se colocó de nuevo en el carril original apretando al Pinto entre el Mercedes remolcado y una fila de coches aparcados en el bordillo. El conductor del Pinto no tuvo otra opción que hundir el pie en el freno. La risa de Mackey ahogó el débil bocinazo del Pinto.
—¡Jódete! —dijo Mackey—. ¡Vuelve a tu puta barca!
Miró a Bosch para buscar apoyo, y este sonrió. Fue lo más duro que había tenido que hacer en mucho tiempo.
—Eh, tío, que era mi coche con lo que casi le das a ese tipo —dijo en una protesta falsa.
—Eh, ¿estuviste en Vietnam? —preguntó Mackey.
—¿Por qué?
—Estuviste allí, ¿verdad?
—¿Y?
—Y, tío, tenía un amigo que estuvo allí. Decía que aplastaban a esos tipos como si nada. Una docena para desayunar y otra docena para comer. Ojalá hubiera estado allí, es lo único que digo.
Bosch apartó la mirada hacia la ventanilla lateral. La afirmación de Mackey había dejado abierta una puerta para que preguntara por pistolas y matar a gente, pero Bosch no podía permitirse llegar tan lejos. De repente, sólo quería separarse de Mackey.
Sin embargo, Mackey continuó hablando.
—Traté de alistarme para ir al Golfo, la primera vez, pero no me aceptaron.
Bosch se recuperó y volvió a la carga.
—¿Por qué no? —preguntó.
—No lo sé. Supongo que necesitaban guardarle el sitio a un negro.
—O puede que tuvieras antecedentes.
Bosch se había girado para mirarlo al decirlo. Inmediatamente pensó que había sonado demasiado acusatorio. Mackey giró el cuello y mantuvo la mirada lo más posible hasta que tuvo que volver a concentrarse en la calle.
—Tengo antecedentes, tío, ¿y qué? De todas formas podrían haberme usado allí.
La conversación murió allí, y al cabo de unas manzanas estaban aparcando en el taller.
—No creo que tengamos que ponerlo en el garaje —dijo Mackey—. Araña puede sacar la rueda mientras lo tengo colgado. Lo haremos deprisa.
—Lo que quieras —dijo Bosch—. ¿Estás seguro de que no sé ha ido todavía?
—No, es ese de ahí.
Cuando la grúa entró en el garaje, un hombre salió de las sombras y se dirigió a la parte posterior del camión. Llevaba un destornillador eléctrico en una mano y con la otra tiraba de la manguera de aire. Bosch vio el tatuaje en el cuello. Azul carcelario. Algo en el rostro del hombre inmediatamente le sonó familiar. En un momento de pánico pensó que conocía al tipo porque había tratado con él como policía. Lo había detenido o interrogado antes, quizás incluso lo había enviado a la prisión donde le habían hecho el tatuaje.
Bosch comprendió que tenía que mantenerse alejado del hombre llamado Araña. Sacó el teléfono del cinturón.
—¿Te importa si me quedo aquí sentado y hago una llamada? —le preguntó a Mackey, que estaba saliendo del camión.
—Adelante. No tardará mucho.
Mackey cerró la puerta, dejando a Bosch solo. Al oír que empezaban a sacar los tornillos de la rueda de su Mercedes, Bosch subió la ventanilla y llamó al móvil de Rider.
—¿Cómo va? —preguntó ella a modo de saludo.
—Iba bien hasta que hemos llegado al garaje —dijo Bosch en voz baja—. Creo que conozco al mecánico. Si él me conoce a mí, va a ser un problema.
—¿Te refieres a que podría conocerte como poli?
—Exactamente.
—Mierda.
—Exactamente.
—¿Qué quieres que hagamos? Tim y Rick siguen por aquí.
—Llámalos y cuéntales lo que está ocurriendo. Diles que de momento estén tranquilos. Voy a quedarme en el camión lo máximo que pueda. Si mantengo el teléfono levantado como si estuviera hablando no podrá verme la cara.
—De acuerdo.
—Sólo espero que Mackey no quiera presentarme. Creo que le he impresionado. Quizá quiera exhibirme.
—Vale, Harry, mantén la calma y nosotros entraremos en acción si hemos de…
—No estoy preocupado por mí, estoy preocupado por la jugada con…
—Eh, ya vuelve.
Justo cuando ella estaba expresando la advertencia hubo un golpeteo en la ventanilla. Bosch apartó el teléfono y se volvió hacia Mackey. Bajó la ventanilla.
—Ya está —dijo.
—¿Ya?
—Sí, puedes ir a la oficina y pagar mientras él vuelve a colocar la rueda. Llegarás a casa en un par de horas.
—Genial.
Sosteniendo el teléfono junto a su oreja derecha. Bosch bajó de la grúa y caminó hasta la oficina, sin permitir en ningún momento que Araña tuviera una perspectiva decente de su rostro. Habló con Rider mientras caminaba.
—Parece que me voy —dijo.
—Bien —dijo ella—. El hombre en cuestión está volviendo a ponerte la rueda. Ten cuidado al salir.
—Lo tendré.
Una vez que estuvo en el pequeño despacho, Bosch cerró el teléfono. Mackey se había situado detrás de un escritorio repleto y grasiento. Tardó varios segundos en usar una calculadora para hacer una simple suma del importe de la grúa y la reparación.
—Son ciento veinticinco justos —dijo—. Seis kilómetros de arrastre, y la válvula son tres pavos.
Bosch se sentó en una silla delamte del escritorio y sacó su fajo de billetes.
—¿Puedes hacerme una factura?
Mientras contaba seis billetes de veinte y uno de cinco oyó el destornillador eléctrico. Estaban volviendo a colocar la rueda. Estiró el dinero, pero Mackey estaba preocupado mirando un Post-it que había encontrado en el escritorio. Lo sostuvo en un ángulo que permitía a Bosch leerlo.
Ro. Visa llamó para confirmar empleo en tu solicitud.
Bosch lo leyó en un par de segundos, pero Mackey lo miró un buen rato antes de finalmente dejar la nota otra vez en el escritorio y coger el dinero. Mackey puso los billetes en el cajón de efectivo y empezó a buscar un talonario de recibos en el escritorio. Estaba tardando mucho.
—Normalmente los recibos los hace Kenny —dijo—. Y ha ido a buscar pollo.
Bosch estaba a punto de decir que se olvidara del recibo cuando oyó el crujido de un escalón detrás de él y supo que alguien acababa de entrar en el despacho. No se volvió por si era Araña.
—Muy bien, Ro, ya está hecho. Sólo has de bajarlo.
Bosch sabía que era el momento más peligroso. Mackey podía presentarle o no.
—Gracias, Araña —dijo Mackey.
—Me voy.
—Vale, tío, gracias por quedarte. Te veo mañana.
Araña salió del despacho sin que Bosch se volviera en ningún momento. Mackey encontró lo que estaba buscando en el cajón central y garabateó algo. Se lo dio a Bosch. Era el recibo en blanco. En la parte inferior había escrito 125 $ en una caligrafía infantil.
—Rellénalo tú —dijo Mackey al tiempo que se levantaba—. Iré a bajar el coche y podrás irte.
Bosch lo siguió afuera, dándose cuenta de que había dejado el periódico en el asiento del camión. Se preguntó si debería dejarlo allí o pensar en una excusa para volver al camión a fin de cogerlo y dejarlo en la oficina en la que sabía que Mackey veía la televisión en los ratos menos ajetreados de su turno.
Decidió no intervenir más. Había plantado la semilla lo mejor que había podido. Era el momento de retroceder y ver si germinaba.
El Mercedes ya estaba desenganchado de la grúa. Bosch lo rodeó hasta el asiento del conductor. Mackey estaba guardando el arnés en la parte de atrás del camión grúa.
—Gracias, Roland —dijo Bosch.
—Sólo Ro, tío —respondió Mackey—. Ten cuidado, tío. Y hazte un favor y no te acerques a South Central.
—Descuida, no tengo ninguna intención —dijo Bosch.
Mackey sonrió y guiñó un ojo mientras se sacaba otra vez el guante y le ofrecía la mano a Bosch. Bosch se la estrechó y le devolvió la sonrisa. Luego bajó la mirada a las manos de Mackey y vio una pequeña cicatriz blanca en la parte carnosa entre el pulgar y el índice derechos del conductor de grúas. El tatuaje de un Colt 45.
—Nos vemos —dijo.