Bosch se despertó a las cinco y media a la mañana siguiente sin necesidad de despertador. No era algo excepcional para él. Sabía que eso era lo que ocurría cuando te metías en el túnel de un caso. Las horas de vigilia dominaban a las de sueño. Hacías todo lo que podías para mantenerte en esa tabla y en el túnel. Aunque no tenía que empezar a trabajar hasta al cabo de más de doce horas, sabía que ese sería el día clave del caso. No podía dormir más.
Se vistió en la oscuridad, y en un entorno desconocido, y fue a la cocina, donde encontró una libretita para anotar los artículos que faltaban en la cocina. Escribió una nota y la dejó delante de la cafetera automática, la misma que Vicki había programado la noche anterior para que se pusiera en marcha a las siete de la mañana. La nota decía poco más que gracias por la velada y adiós. No había promesas de hasta luego. Bosch sabía que ella no las esperaba. Ambos sabían que poco había cambiado en sus veinte años de relaciones. Se gustaban el uno al otro, pero eso no bastaba para construir una vida en común.
Las calles entre la casa de Vicki Landreth en Los Feliz y el paso de Cahuenga estaban grises y cubiertas de niebla. La gente conducía con las luces encendidas, ya fuera porque llevaban la noche conduciendo o porque pensaban que podía ayudar a que el mundo se despertara. Bosch sabía que el amanecer no superaba al anochecer. El alba siempre se levantaba enfadada, como si el sol estuviera torpe y apresurado. El anochecer era más suave, la luna más colmada de gracia. Quizás era porque la luna era más paciente. En la vida y en la naturaleza, pensó Bosch, la oscuridad siempre espera.
Trató de apartar las ideas de la noche de su cabeza para poder concentrarse en el caso. Sabía que los otros estarían en ese momento ocupando sus posiciones en Mariano Street en las colinas de Woodland y en la sala de escucha de ListenTech, en la City of Industry. Mientras Roland Mackey dormía, las fuerzas de la justicia se iban cerrando como una tenaza en torno a él. Así lo veía Bosch. Eso era lo que le ponía las pilas. Todavía creía que era poco probable que Mackey fuera el autor del disparo que había acabado con Rebecca Verloren, pero no le cabía duda de que había proporcionado el arma homicida y que ese día les conduciría al asesino, tanto si se trataba de William Burkhart como si había sido otra persona.
Bosch aparcó en el estacionamiento que había delante de Poquito Más, al pie de la colina en la que se alzaba su casa. Dejó el Mercedes en marcha y salió a la fila de máquinas expendedoras. Vio el rostro de Rebecca Verloren mirándole a través de la ventanilla de plástico manchada de la caja. Sintió que el corazón le daba un vuelco. No importaba lo que dijera el artículo, sabía que estaban en marcha.
Echó las monedas en la ranura y sacó el periódico. Repitió el proceso para coger un segundo diario. Uno para los archivos, y otro para Mackey. No se molestó en leer el artículo hasta que hubo regresado a su casa. Se sirvió un café y abrió el diario, de pie en la cocina. La foto de la ventana era una imagen de Muriel Verloren sentada en la cama de su hija. La habitación estaba ordenada y la cama perfectamente hecha, incluido el volante que rozaba el suelo. Había una fotografía insertada de Rebecca Verloren en la esquina superior. Resultó que en los archivos del Daily News conservaban la misma foto que en el anuario. El titular de encima de la imagen rezaba: «La larga vigilia de una madre».
En el crédito de la fotografía del dormitorio se leía Emerson Ward; al parecer la fotógrafa usó su nombre oficial. Debajo había un pie de foto en el que se leía:
«Muriel Verloren sentada en el dormitorio de su hija. La habitación, como la pena de la señora Verloren, ha permanecido intacta a lo largo de los años».
Debajo de la foto y encima del cuerpo del artículo estaba lo que una vez un periodista le había dicho a Bosch que era una entradilla, una descripción más completa de la historia. Decía:
«Acechada: Muriel Verloren ha esperado 17 años para saber quién le quitó la vida a su hija. En un esfuerzo renovado, la policía de Los Ángeles podría estar cerca de descubrirlo».
Bosch pensó que la entradilla era perfecta. Si Mackey la veía, y en el momento en que la viera, sentiría el dedo gélido del miedo en el pecho. Bosch leyó el artículo con ansiedad.
Por McKenzie Ward, de la redacción
En el verano de hace diecisiete años, una joven y hermosa chica de escuela superior llamada Rebecca Verloren fue raptada de su domicilio en Chatsworth y brutalmente asesinada en Oat Mountain. El caso nunca se resolvió, dejando a una familia rota, a agentes de policía angustiados y a una comunidad sin sentido de justicia por el crimen.
Sin embargo, en lo que constituye una dosis de esperanza para la madre de la víctima, el Departamento de Policía de Los Ángeles ha puesto en marcha una nueva investigación del caso que podría dar resultados y un cierre para Muriel Verloren. En esta ocasión, los detectives tienen algo nuevo que no tenían en 1988: el ADN del asesino.
La unidad de Casos Abiertos del departamento de policía inició una nueva vía de investigación en el caso Verloren después de que uno de los detectives originales —ahora inspector de la comandancia del valle— instara hace dos años a que se reabriera cuando se formó la brigada para investigar casos aparcados.
«En cuanto me enteré de que íbamos a empezar a investigar casos archivados los llamé por teléfono —dijo ayer el inspector Arturo García desde su oficina en el centro de mando del valle—. Este es el caso que siempre me atormentó. Esa bonita chica arrebatada de su casa así. Ningún asesinato es aceptable en nuestra sociedad, pero este me dolió más. Me ha acechado todos estos años».
Lo mismo le ocurrió a Muriel Verloren. La madre de Rebecca ha seguido viviendo en la casa de Red Mesa Way en la cual fue raptada su hija de 16 años. El dormitorio de Rebecca permanece inalterado desde la noche en que fue sacada por una puerta de atrás, y nunca regresó.
«No quiero cambiar nada —dijo ayer la madre llorosa mientras alisaba la colcha de la cama de su hija—. Es mi forma de permanecer cerca de ella. Nunca cambiaré esta habitación y nunca dejaré esta casa».
El detective Harry Bosch, que está asignado a la nueva investigación, le dijo al News que ahora hay varias pistas prometedoras en el caso. La mayor ayuda en la investigación han sido los avances tecnológicos que se han realizado desde 1988. En el interior de la pistola homicida se halló sangre que no pertenecía a Rebecca Verloren. Bosch explicó que el percutor de la pistola «mordió» en la mano a la persona que la disparó, llevándose una muestra de sangre y tejido. En 1988 podía ser analizado, tipificado y preservado. Ahora puede ser relacionado directamente con un sospechoso. El desafío es encontrar a ese sospechoso.
«El caso fue investigado a conciencia previamente —dijo Bosch—. Se interrogó a cientos de personas y se siguieron centenares de pistas. Estamos volviéndolas a analizar todas, pero nuestra esperanza real está en el ADN. Confío en que será el elemento que resolverá el caso».
El detective explicó que, aunque la víctima no fue agredida sexualmente, había elementos de un crimen de naturaleza psicosexual. Hace diez años, el Departamento de Justicia de California puso en marcha una base de datos que contenía muestras de ADN de todas las personas condenadas por un delito de naturaleza sexual. El ADN del caso Verloren está siendo comparado con esas muestras. Bosch cree que es probable que la muerte de Rebecca Verloren no fuera un crimen aislado.
«Creo que es improbable que este asesino sólo cometiera este único crimen y después llevara una existencia de cumplimiento de la ley. La naturaleza de este crimen nos indica que esta persona probablemente cometiera otros. Si alguna vez lo detuvieron y pusieron su ADN en una base de datos, sólo es cuestión de tiempo que lo identifiquemos».
Rebecca fue raptada de su casa en plena noche del 5 de julio de 1988. Durante tres días, la policía y los miembros de la comunidad la buscaron. Una mujer que paseaba a caballo en Oat Mountain encontró el cadáver oculto junto a un árbol caído. A pesar de que la investigación reveló muchas cosas, entre ellas que Rebecca había abortado unas seis semanas antes de su muerte, la policía no fue capaz de determinar quién había sido su asesino y cómo entró en la casa.
En los años transcurridos, el crimen ha tenido eco en muchas vidas. Los padres de la víctima se han separado, y Muriel Verloren no sabe dónde se encuentra su marido, Robert Verloren, que poseía un restaurante en Malibú. Ella atribuye directamente la desintegración de su matrimonio a la tensión y la pena que les produjo el asesinato de su hija.
Uno de los investigadores originales del caso, Ronald Green, se retiró pronto del departamento y luego se suicidó. García declara que en su opinión la no resolución del caso Verloren influyó en la decisión de su antiguo compañero de terminar con su vida.
«A Ronnie los casos le afectaban mucho, y creo que este nunca dejó de inquietarle», declara García.
Y en la Hillside Preparatory School, donde Rebecca Verloren era una estudiante muy popular, hay un recordatorio diario de su vida y su muerte. Una placa que erigieron sus compañeros de clase permanece fijada en la pared del vestíbulo principal de la selecta escuela.
«No queremos olvidar nunca a Rebecca», asegura el director, Gordon Stoddard, que era profesor cuando Verloren era alumna en la escuela.
Una de las amigas y compañeras de clase de Rebecca es ahora profesora en Hillside. Bailey Koster Sable pasó una tarde con Rebecca sólo dos días antes de que esta fuera asesinada. La pérdida la ha perseguido, y dice que piensa constantemente en su amiga.
«Creo que es porque podría haberle ocurrido a cualquiera —explicó Sable después de las clases de ayer—. Así que eso me lleva a hacerme siempre la misma pregunta: ¿por qué ella?».
Esa es la pregunta que la policía de Los Ángeles espera poder responder pronto.
Bosch miró la foto de la página interior a la que saltaba la historia. Mostraba a Bailey Sable y Gordon Stoddard de pie a ambos lados de la placa instalada en la pared del vestíbulo de Hillside Prep. La autora de la foto era asimismo Emerson Ward. El pie de foto decía:
«Amiga y profesor; Bailey Sable asistía a la escuela con Rebecca Verloren y Gordon Stoddard les enseñaba ciencias. Ahora director de la escuela, Stoddard dice: “Becky era una buena chica. Esto nunca tendría que haber ocurrido”».
Bosch se sirvió café en una taza y volvió a leer el artículo mientras se lo tomaba. Después cogió con nerviosismo el teléfono de la encimera y llamó a casa de Kizmin Rider. Ella respondió con voz nebulosa.
—Kiz, el artículo es perfecto. Ha puesto todo lo que queríamos.
—¿Harry? ¿Qué hora es, Harry?
—Casi las siete. Estamos en marcha.
—Harry, hemos de trabajar toda la noche. ¿Qué estás haciendo despierto? ¿Qué estás haciendo llamándome a las siete de la mañana?
Bosch se dio cuenta de su error.
—Lo siento. Estoy demasiado excitado.
—Llámame dentro de dos horas.
Rider colgó. No había usado un tono de voz agradable. Impertérrito, Bosch sacó una hoja de papel doblada del bolsillo de su chaqueta. Era la hoja con los números que Pratt había distribuido durante la reunión de equipo. Llamó al móvil de Tim Marcia.
—Soy Bosch —dijo—. ¿Estáis en posición?
—Sí, estamos aquí.
—¿Algún movimiento?
—No, tranquilo como un cementerio. Suponemos que este tipo trabajó hasta la medianoche, así que dormirá hasta tarde.
—¿Su coche está ahí? ¿El Camaro?
—Sí, Harry, aquí está.
—Bueno. ¿Habéis leído el artículo en el periódico?
—Todavía no. Pero tenemos a dos equipos en esta casa sentados por Mackey y Burkhart. Vamos a hacer una pausa para tomar café y comprar el diario.
—Es bueno. Va a funcionar.
—Esperemos.
Después de colgar, Bosch comprendió que hasta que Mackey o Burkhart salieran de la casa en Mariano habría doble vigilancia sobre el sitio. Era una pérdida de tiempo y dinero, pero no veía forma de sortear la cuestión. No había forma de determinar cuándo uno de los sujetos vigilados podía salir de la casa. Sabían muy poco de Burkhart, ni siquiera sabían si tenía trabajo.
Después llamó a Renner a la sala de sonido de ListenTech. Era el detective de más edad de la brigada y había usado su veteranía para conseguir para él y su compañero el turno de día en la sala de sonido.
—¿Todavía nada? —le preguntó Bosch.
—Todavía no, pero serás el primero en saberlo.
Bosch le dio las gracias y colgó. Miró el reloj. Ni siquiera eran las siete y media, y sabía iba a ser un día largo esperando a que empezara su turno de vigilancia. Llenó otra vez su taza de café y miró de nuevo el periódico. La foto del dormitorio de la joven muerta le inquietaba de un modo que no podía precisar. Había algo ahí, pero no sabía qué. Cerró los ojos para contar hasta cinco y volvió a abrirlos, con la esperanza de que el truco funcionara, pero la foto no reveló su secreto. Empezaba a crecer en él una sensación de frustración justo cuando sonó el teléfono.
Era Rider.
—Te felicito, ahora no puedo volver a dormirme. Será mejor que estés bien alerta esta noche, Harry, porque yo no lo estaré.
—Lo siento, Kiz. Estaré alerta.
—Léeme el artículo.
Bosch lo hizo, y cuando hubo terminado ella parecía haber captado parte de su excitación. Ambos sabían que la historia serviría a la perfección para suscitar una respuesta de Mackey. La clave sería asegurarse de que lo veía y lo leía, y pensaban que eso lo tenían resuelto.
—De acuerdo, Harry, me voy a poner en marcha. Tengo cosas que hacer hoy.
—Muy bien, Kiz, te veo allí arriba. ¿Qué te parece si nos reunimos en Tampa, una manzana al sur de la estación de servicio?
—Allí estaré a no ser que ocurra algo antes.
—Sí, yo también.
Después de colgar, Bosch fue a su dormitorio y se vistió con ropa cómoda para pasar una noche de vigilancia y útil para la representación que quería hacer con Mackey. Eligió una camiseta blanca que había sido lavada demasiadas veces y se había encogido de manera que las mangas quedaban apretadas y cortas en los bíceps. Antes de ponerse encima una camisa, verificó su imagen en el espejo. La mitad de la calavera quedaba expuesta y los relámpagos de las SS apuntaban por encima del algodón del cuello.
Los tatuajes parecían más auténticos que la noche anterior. Se había dado una ducha en casa de Vicki Landreth, y ella le había dicho que el agua difuminaría ligeramente la tinta en su piel, como ocurría con la mayoría de los tatuajes hechos en la prisión. Le advirtió que la tinta empezaría a borrarse al cabo de dos o tres duchas y que, si lo necesitaba, ella podía mantener el aspecto con posteriores aplicaciones.
Bosch le explicó que no pensaba utilizar los tatuajes más de un día. Tanto si funcionaban como si no, lo sabría enseguida.
Bosch se puso una camisa de manga larga encima de la camiseta. Se miró en el espejo y pensó que distinguía los detalles del tatuaje de la calavera a través del algodón. Se trasparentaba la gruesa esvástica negra que asomaba del cráneo.
Listo para salir horas antes de que fuera necesario, Bosch paseó con nerviosismo por la sala de estar unos momentos, preguntándose qué hacer. Decidió llamar a su hija, con la esperanza de que su voz dulce y su alegría le dieran una inyección de fuerza adicional para el día.
Leyó el número del hotel Intercontinental de Kowloon de un Post-it que tenía en la nevera y lo marcó en su teléfono. Eran casi las ocho de la tarde allí. Su hija debería estar despierta. Sin embargo, cuando pasaron la llamada a la habitación de Eleanor Wish, no hubo respuesta. Se preguntó si había calculado mal la diferencia horaria. Quizás estaba llamando demasiado temprano o demasiado tarde.
Después de seis tonos, se conectó un contestador que le dio a Bosch instrucciones en inglés y en cantonés para dejar un mensaje. Dejó un mensaje breve para Eleanor y su hija y colgó el teléfono.
Como no quería preocuparse por su hija ni empezar a elucubrar dónde podía estar, Bosch abrió el expediente del caso y comenzó a revisar su contenido una vez más, siempre en busca de detalles que pudiera haber pasado por alto. A pesar de todo lo que sabía del caso y de cómo este había sido manipulado por los poderes fácticos, todavía creía en el expediente. Creía que las respuestas a los misterios siempre se encontraban en los detalles.
Terminó una primera lectura y estaba a punto de empezar con el archivo de la condicional de Mackey cuando pensó en algo y llamó a Muriel Verloren. Ella estaba en casa.
—¿Ha visto el artículo en el diario? —le preguntó.
—Sí, me ha hecho sentir muy triste leerlo.
—¿Por qué?
—Porque me lo hace muy real.
—Lo siento, pero va a ayudarnos. Se lo prometo. Me alegro de que lo hiciera. Gracias.
—Quiero hacer cualquier cosa que ayude.
—Gracias, Muriel. Escuche, quería decirle que localicé a su marido. Hablé con él ayer por la mañana.
Hubo un largo silencio antes de que Muriel hablara.
—¿En serio? ¿Dónde está?
—En la calle Cinco. Lleva un comedor de beneficencia para los sin techo. Les sirve desayunos. Pensé que quizá le gustaría saberlo.
De nuevo hubo silencio. Bosch supuso que ella querría hacerle preguntas y él estaba dispuesto a esperar.
—¿Quiere decir que trabaja allí?
—Sí. Ahora está sobrio. Me dijo que desde hace tres años. Supongo que primero fue a buscar comida y de algún modo se ha abierto camino. Ahora dirige la cocina. Y la comida es buena. Comí ayer allí.
—Ya veo.
—Eh, tengo un número que me dio él. No es una línea directa. No tiene teléfono en su habitación. Pero es de la cocina y está allí todas las mañanas. Dice que la cosa se calma a partir de las nueve.
—De acuerdo.
—¿Quiere el número, Muriel?
Esta pregunta fue seguida por el silencio más largo de todos. Finalmente, Bosch respondió su propia pregunta.
—Le diré el qué, Muriel. Yo tengo el número, y si algún día lo quiere sólo ha de llamarme. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, detective. Gracias.
—De nada. Ahora he de irme. Esperamos que hoy haya novedades en el caso.
—Llámeme, por favor.
—Será la primera llamada que haré.
Después de colgar, Bosch se dio cuenta de que hablar acerca de desayunos le había abierto el apetito. Era casi mediodía y no había comido nada desde el bistec de la noche anterior en Musso’s. Decidió que iría a la habitación a descansar un rato y después comería tarde antes de presentarse a la vigilancia. Iría a Dupar’s en Studio City. Estaba de camino a Northridge. Las crépes eran la comida perfecta para una vigilancia. Pediría una pila de crépes con mantequilla que se asentarían en su estómago como arcilla y lo mantendrían lleno toda la noche si era necesario.
En el dormitorio, se tendió boca arriba y cerró los ojos. Trató de pensar en el caso, pero su mente vagó al recuerdo etílico de cuando le pusieron el tatuaje en el brazo en un estudio sucio de Saigón. Al caer en el sopor del sueño, recordó al hombre con la aguja y su sonrisa y su olor corporal. Recordó que el hombre le dijo: «¿Está seguro? Recuerde que quedará marcado con esto para siempre».
Bosch le había devuelto la sonrisa y había dicho: «Ya lo estoy».
Entonces en su sueño el rostro sonriente del hombre se transformó en el de Vicki Landreth. Ella tenía una mancha de pintalabios rojo en la boca. Levantó una aguja de tatuar.
—Estás preparado, Michael —dijo ella.
—Yo no soy Michael —repuso él.
—Muy bien —dijo ella—. No importa quién seas. Todo el mundo se resiste a la aguja, pero nadie escapa de ella.