Bosch estacionó en el aparcamiento trasero y entró en la comisaría de Hollywood por las puertas de atrás. Hacía mucho tiempo que no estaba allí y la notó diferente. La renovación a consecuencia del terremoto a la que se había referido Edgar aparentemente había afectado a todos los espacios del edificio. Encontró la oficina de guardia en el lugar donde antes había un calabozo. Había una sala para que los agentes de patrulla escribieran sus informes, mientras que antes tenían que robar espacio en la brigada de detectives.
Antes de subir a la unidad de antivicio tenía que pasar por la sala de detectives para ver si podía sacar un expediente. Recorrió el pasillo de atrás, cruzándose con un sargento de patrulla llamado McDonald cuyo nombre no podía recordar.
—Eh, Harry, ¿has vuelto? Cuánto tiempo sin verte, tío.
—He vuelto, Seis.
—Bien hecho.
Seis era la designación de la División de Hollywood en las comunicaciones por radio. Llamar al sargento de patrulla Seis era como llamar a un detective de Homicidios Roy. Funcionó y salvó a Bosch del bochorno por su espantosa pérdida de memoria. Cuando llegó al final del pasillo recordó que el nombre del sargento era Bob.
La unidad de Homicidios estaba en la parte de atrás del enorme espacio asignado a los detectives. Edgar tenía razón. No se parecía a ninguna oficina de detectives que Bosch hubiera visto antes. Era gris y aséptica. Recordaba a un almacén donde los comerciales podían hacer llamadas telefónicas a ciegas a empresas y ancianas para colocarles estilográficas a precios exorbitados o venderles apartamentos de multipropiedad. Reconoció la parte superior de la cabeza de Edgar, que asomaba justo por encima de una de las mamparas de separación. Parecía que era el único que quedaba en toda la oficina. Era tarde, pero no tanto.
Se acercó y miró por encima de la mampara a Edgar. Tenía la cabeza baja y estaba concentrado en el crucigrama del Times. Siempre había sido un ritual para Edgar. Hacía el crucigrama todos los días, se lo llevaba al lavabo y a comer, y también en las vigilancias. No le gustaba volver a casa sin terminarlo.
Edgar no había advertido la presencia de Bosch, que retrocedió en silencio y se agachó en el cubículo contiguo. Cuidadosamente, levantó la papelera de acero que estaba al pie del escritorio y salió reptando del cubículo para situarse justo detrás de Edgar. Se levantó y dejó caer la papelera en el suelo de linóleo nuevo, desde más de un metro de altura. El sonido, fuerte y seco, resonó como un disparo. Edgar saltó de su silla, y el lápiz con el que estaba haciendo el crucigrama voló hacia el techo. Estaba a punto de gritar algo cuando vio que era Bosch.
—Maldita sea, Bosch.
—¿Cómo va, Jerry? —dijo Bosch, de manera casi ininteligible por las risas.
—Maldita sea, Bosch.
—Sí, ya lo has dicho. Diría que las cosas están calmadas en Hollywood.
—¿Qué coño estás haciendo aquí? O sea, además de asustarme.
—Estoy trabajando, tío. Tengo una cita con la artista de antivicio. ¿Qué estás haciendo?
—Estoy terminando. Estaba a punto de salir.
Bosch se inclinó hacia delante y vio que la rejilla del crucigrama estaba casi llena de palabras. Había varias marcas de goma de borrar. Edgar nunca hacía los crucigramas en tinta. Bosch se fijó en que el viejo diccionario rojo de Edgar no estaba en el estante, sino sobre la mesa.
—¿Otra vez haciendo trampas, Jerry? Se supone que no has de usar el diccionario.
Edgar volvió a sentarse en su silla. Perecía exasperado, primero por el susto y luego por las preguntas.
—Chorradas. Puedo hacer lo que quiera. No hay reglas, Harry. ¿Por qué no subes por la escalera y me dejas en paz? Anda y que te ponga un poco de perfilador y a la calle.
—Sí, te gustaría. Serías mi primer cliente.
—Vale, vale. ¿Necesitas algo o sólo te has pasado para tocarme los huevos?
Edgar sonrió finalmente, y Bosch comprendió que ya todo estaba bien entre ellos.
—Un poco de cada cosa —dijo Bosch—. Necesito un viejo archivo. ¿Dónde los guardan en este palacio?
—¿Cómo de viejo? Empezaron a enviar el material al centro para que lo microfilmaran.
—Debió de ser en el dos mil. ¿Te acuerdas de Michael Allen Smith?
Edgar asintió.
—Por supuesto que sí. Alguien como yo no va a olvidarse de Smith. ¿Qué quieres de él?
—Sólo quería su foto. ¿Ese archivo sigue aquí?
—Sí, todo lo reciente sigue aquí. Acompáñame.
Condujo a Bosch hasta una puerta cerrada. Edgar tenía una llave y enseguida estuvieron en una pequeña sala llena de estanterías repletas de carpetas azules. Edgar localizó el expediente del asesinato de Michael Allen Smith y lo sacó de un estante. Lo dejó en las manos de Bosch. Era pesado. Había sido un caso complicado.
Bosch se llevó el expediente al cubículo contiguo al de Edgar y empezó a pasar páginas hasta que llegó a una sección de fotografías que mostraban el torso de Smith y diversos primeros planos de sus tatuajes. Estos habían servido para identificarlo y acusarlo de los asesinatos de tres prostitutas cinco años antes. Bosch, Edgar y Rider habían investigado el caso. Smith era un declarado defensor de la supremacía blanca que secretamente contrataba los servicios de travestis que recogía en el bulevar de Santa Mónica. Después, sintiéndose, culpable por haber cruzado las fronteras racial y sexual, los mataba. De algún modo le hacía sentir mejor acerca de sus transgresiones. La clave de la resolución del caso llegó cuando Rider encontró a una prostituta que había visto que una de las víctimas se metía con un cliente en una furgoneta. Fue capaz de describir un tatuaje en una de las manos del cliente. Eso finalmente los condujo a Smith, que había recopilado diversos tatuajes en varias prisiones del país. Fue juzgado, declarado culpable y enviado al corredor de la muerte, donde todavía se resistía a la inyección letal con una batería de recursos de apelación.
Bosch cogió las fotos que mostraban los tatuajes del cuello, manos y bíceps de Smith, todos los cuales estaban hechos con tinta de prisión.
—Las necesitaré allí arriba. Si te vas y has de cerrar el archivo puedo dejártelas en tu escritorio.
Edgar asintió.
—Vale. ¿En qué te has metido, tío? ¿Vas a ponerte esta mierda en la piel?
—Exacto, quiero ser como Mike.
Edgar entornó los ojos.
—¿Está relacionado con ese material de los Ochos de Chatsworth del que hablamos ayer?
Bosch sonrió.
—¿Sabes, Jerry? Tendrías que ser detective. Eres muy bueno.
Edgar asintió con la cabeza, resignado a soportar otro ataque sarcástico.
—¿También te vas a rapar? —preguntó.
—No, no pensaba llegar tan lejos —dijo Bosch—. Creo que voy a ser una especie de skinhead reformado.
—Entiendo.
—Oye, ¿estás ocupado esta noche? No creo que tarde mucho. Si quieres esperar y acabar el crucigrama, podríamos ir a comer un bistec en Musso’s.
Sólo decirlo hizo que a Bosch le apeteciera el bistec. Y un martini de vodka.
—No, Harry, he de ir al otro lado de la colina, al Sportsmen’s Lodge, por el asunto del retiro de Sheree Riley. Por eso estaba perdiendo el tiempo aquí. Estaba esperando que haya menos tráfico.
Sheree Riley era una investigadora de delitos sexuales. Bosch había trabajado con ella en alguna ocasión, pero nunca habían tenido una relación próxima. Cuando el sexo y el crimen se entrelazaban, los casos normalmente eran tan brutales y difíciles que no había sitio para nada que no fuera el trabajo. Bosch no sabía que se retiraba.
—Quizá podamos comernos ese bistec otro día —dijo Edgar—. ¿Vale?
—Claro, Jerry. Que vaya bien allí arriba y salúdala y deséale buena suerte de mi parte. Y gracias por las fotos. Las dejaré en tu escritorio.
Bosch retrocedió hacia el pasillo, pero oyó que Edgar maldecía. Se volvió y vio a su antiguo compañero de pie y mirando en su cubículo con los brazos extendidos.
—¿Dónde ha ido a parar mi maldito lápiz?
Bosch examinó el suelo y no lo vio. Finalmente, levantó la mirada y vio el lápiz encajado en las placas de absorción de sonido del techo, encima de la cabeza de Edgar.
—Jerry, a veces lo que sube no baja.
Edgar miró al techo y vio su lápiz. Tuvo que saltar dos veces para recuperarlo. La puerta de la unidad de antivicio de la segunda planta estaba cerrada, pero eso no era raro. Bosch llamó y enseguida le contestó un agente al que Bosch no reconoció.
—¿Está Vicki? Me está esperando.
—Entonces pase.
El agente se apartó para dejar paso a Bosch. Vio que la sala no había cambiado tan drásticamente con la remodelación. Era una sala grande, con mesas de trabajo en ambos lados. Encima del espacio de cada agente de antivicio colgaba el póster enmarcado de una película. En la División de Hollywood sólo se permitía colgar en las paredes los carteles de películas filmadas en la división. Encontró a Vicki Landreth en un puesto de trabajo, debajo de un cartel de Blue Neon Night, una película que Bosch no había visto. Ella y el otro agente eran los únicos en el despacho. Bosch adivinó que todos los demás estaban en la calle para el turno de noche.
—Eh, Bosch —dijo Landreth.
—Hola, Vic. ¿Todavía tienes tiempo para esto?
—Para ti, cielo, siempre tengo tiempo.
Landreth era una antigua maquilladora de Hollywood. Un día veinte años antes uno de los agentes fuera de servicio que trabajaban en la seguridad del plató la convenció de acompañarlo en el coche patrulla. El tipo sólo trataba de ligar, esperando que tal vez la experiencia resultara excitante para ella y eso llevara a algo más. A lo que llevó fue al ingreso de Londreth en la academia de policía. La maquilladora se convirtió en agente de reserva, trabajando dos turnos al mes en la patrulla y presentándose donde se la necesitaba. Después, alguien de antivicio descubrió su trabajo durante el día y le pidió que trabajara los dos turnos en antivicio, donde podían utilizarla para hacer que los agentes encubiertos se parecieran más a prostitutas, macarras, drogadictos o gente de la calle. Vicki no tardó en encontrar que el trabajo policial era más interesante que el de las películas. Abandonó la industria y se convirtió en policía a tiempo completo. Sus habilidades con el maquillaje eran muy valoradas y su nicho en la División de Hollywood estaba asegurado.
Bosch le mostró fotos de los tatuajes de Michael Allen Smith y ella los estudió durante unos segundos.
—Simpático, ¿no? —dijo ella finalmente.
—De los que más.
—¿Y quieres que haga todo esto esta noche?
—No, estaba pensando en los relámpagos del cuello y quizás en el bíceps, si puedes hacerlo.
—Es todo carcelario. No hay mucho arte. Un color. Puedo hacerlo. Siéntate y quítate la camisa.
Ella lo condujo a un box de maquillaje donde él se sentó en un taburete junto a un estante lleno de diversas pinturas corporales y polvos. En un estante superior había cabezas de maniquí con pelucas y barbas. Debajo de estos alguien había escrito los nombres de diversos supervisores de la división.
Bosch se quitó la camisa y la corbata. Llevaba una camiseta debajo.
—Quiero que se vean, pero no quiero que resulte demasiado obvio —dijo—. Pensaba que podría funcionar si llevo una camiseta como esta y puede verse parte de los tatuajes asomando. Lo suficiente para saber lo que son y lo que significan.
—No hay problema. No te muevas.
Usó una tiza para marcar en la piel el lugar al que llegaban las mangas y el cuello de la camiseta.
—Estas serán las líneas de visibilidad —explicó ella—. Sólo dime cuánto quieres que sobresalga.
—Entendido.
—Ahora, quítatelo todo, Harry.
Ella lo dijo con indisimulada sensualidad. Bosch se quitó la camiseta por encima de la cabeza y la dejó en una silla, junto con la camisa y la corbata. Se volvió de nuevo hacia Landreth y esta estaba estudiando su pecho y hombros. La maquilladora se inclinó y le tocó la cicatriz en el hombro izquierdo.
—Esta es nueva —dijo.
—Es vieja.
—Bueno, hace mucho que no te veía desnudo, Harry.
—Sí, supongo que sí.
—Cuando eras un chico de azul y podías convencerme de cualquier cosa, incluso de ingresar en la policía.
—Te convencí para que entraras en mi coche, no en el departamento. Eso fue culpa tuya.
Bosch se sintió avergonzado y sintió que se ruborizaba. Su relación de veinte años atrás se había desvanecido sin ningún otro motivo salvo que ninguno de los dos quería un compromiso con nadie. Siguieron caminos separados, pero siempre continuaron siendo amigos con derecho a roce, especialmente cuando Bosch fue trasladado a la brigada de homicidios de la División de Hollywood, y trabajaban en el mismo edificio.
—Mira, te estás ruborizando —dijo Landreth—. Después de tantos años.
—Bueno, sabes…
No dijo nada más. Landreth giró su taburete para colocarse más cerca de Bosch. Se estiró y pasó el pulgar sobre el tatuaje de la rata de los túneles que tenía en la parte superior de su hombro derecho.
—Este lo recuerdo —dijo ella—. No se aguanta muy bien.
Landreth tenía razón. Las líneas del tatuaje que Bosch se había hecho en Vietnam se habían difuminado y los colores también. El personaje de una rata con un arma emergiendo de un túnel no resultaba reconocible. Parecía un moratón doloroso.
—Yo tampoco me aguanto muy bien, Vicki —dijo Bosch.
Ella no hizo caso de la queja y se puso a trabajar. Primero usó un perfilador de ojos para esbozar los tatuajes en el cuerpo de Harry. Michael Allen Smith tenía lo que había llamado galones de la Gestapo tatuados en el cuello. A ambos lados estaban los relámpagos gemelos de la insignia de las SS, como los que llevaban en el cuello las camisas de los uniformes del cuerpo de élite de Hitler. Landreth los grabó en la piel de Bosch con facilidad y rapidez. Le hacía cosquillas y a Bosch le costó lo suyo mantenerse quieto. Entonces llegó el momento de la parte del bíceps.
—¿En qué brazo? —preguntó ella.
—Creo que en el izquierdo.
Bosch estaba pensando en el engaño a Mackey. Consideró que había más probabilidades de que terminara sentado a la derecha de Mackey, lo cual significaba que su brazo izquierdo estaría en la línea de visión de este.
Landreth le pidió que sostuviera la foto del brazo tatuado de Smith al lado del suyo para poder copiarlo. En el bíceps de Smith estaba tatuada una calavera con una esvástica. A pesar de que Smith nunca había admitido los crímenes de los que se le acusó, siempre había sido muy franco acerca de sus ideas racistas y el origen de sus numerosos tatuajes. La calavera del bíceps, dijo, había sido copiada de un cartel de propaganda de la Segunda Guerra Mundial.
Cuando Landreth pasó del cuello al brazo, Bosch pudo respirar con más facilidad y Landreth pudo trabar conversación con él.
—Bueno, ¿qué novedades me cuentas? —preguntó ella.
—Poca cosa.
—¿El retiro era aburrido?
—Podrías decir eso.
—¿Qué has hecho este tiempo, Harry?
—Trabajé en un par de casos viejos, pero sobre todo pasé el tiempo en Las Vegas, tratando de conocer a mi hija.
Ella se apartó de su trabajo y miró a Harry con expresión de sorpresa.
—Sí, a mí también me sorprendió cuando lo descubrí —dijo él.
—¿Qué edad tiene?
—Casi seis.
—¿Vas a poder seguir viéndola ahora que estás trabajando?
—No importa, no está aquí.
—Vaya, ¿dónde está?
—Su madre se la ha llevado un año a Hong Kong.
—¿Hong Kong? ¿Qué hay en Hong Kong?
—Un trabajo. Firmó un contrato de un año.
—¿No lo consultó contigo?
—No sé si «consultar» es el término correcto. Me dijo que se iba. Yo hablé con un abogado y no podía hacer gran cosa al respecto.
—No es justo, Harry.
—Estoy bien. Hablo con ella una vez a la semana. En cuanto consiga unas vacaciones iré a verla.
—No hablo de que no sea justo para ti. No es justo para ella. Una niña debería estar con su padre.
Bosch asintió con la cabeza, porque era lo único que podía hacer. Al cabo de unos minutos, Landreth terminó su esbozo, abrió una caja y sacó un frasco de tinta de Hollywood junto con un aplicador en forma de boli.
—Es azul Bic —dijo ella—. Es lo que más se usa en las cárceles. No perforaré la piel, así que debería desaparecer en un par de semanas.
—¿Debería?
—La mayoría de las veces. Pero trabajé con un actor al que le puse un as de picas en el brazo. Y lo curioso es que no se le fue. No del todo. Así que terminó haciéndose un tatuaje de verdad encima del mío. No le hizo mucha gracia.
—Igual que a mí no me va a hacer gracia tener unos relámpagos en el cuello el resto de mi vida. Antes de que empieces a ponerme eso, Vicki, ¿hay…? —Se detuvo cuando se dio cuenta de que Landreth se estaba riendo de él.
—Era broma, Bosch. Es la magia de Hollywood. Se va con frotarlo un par de veces, ¿vale?
—De acuerdo, pues.
—Entonces quédate quieto y terminemos con esto.
Ella se puso a trabajar con el boli para aplicar la tinta azul oscura a la piel de Bosch. Secaba periódicamente la piel con un trapo y repetidamente le pidió que dejara de respirar, algo que él le dijo que no podía hacer. Landreth terminó en menos de media hora. Le dio un espejo de mano y él se examinó el cuello. Le parecía auténtico. También le resultaba extraño ver semejantes símbolos de odio en su propio cuello.
—¿Puedo ponerme la camisa ya?
—Dame unos minutos más.
Ella le tocó otra vez la cicatriz en el hombro.
—¿Es de cuando te dispararon en el túnel del centro?
—Sí.
—Pobre Harry.
—Más bien, afortunado Harry.
Landreth empezó a recoger el material mientras él se quedaba sentado sin camisa y sintiéndose incómodo por eso.
—Bueno, ¿cuál es tu misión esta noche? —preguntó Bosch, sólo por decir algo.
—¿Para mí? Nada. Ya me voy.
—¿Has terminado?
—Sí, hoy hemos trabajado en turno de día. Unas chicas trabajadoras habían invadido el hotel del Kodak Center. No lo podemos tolerar en el nuevo Hollywood, ¿verdad? Así que detuvimos a cuatro.
—Lo siento, Vicki. No sabía que te estaba reteniendo. Habría venido antes. Joder, estaba abajo charlando con Edgar antes de subir. Deberías haberme dicho que me estabas esperando.
—No pasa nada. Me he alegrado de verte. Y quería decirte que me alegro de que hayas vuelto al trabajo.
Bosch de repente pensó en algo.
—Eh, ¿quieres ir a cenar a Musso’s o vas al Sportsmen’s Lodge?
—Olvídate del Sportsmen’s Lodge. Esas cosas me recuerdan demasiado a las fiestas de despedida. Tampoco me gustan.
—Entonces ¿qué me dices?
—No sé si quiero que me vean en ese sitio con un cerdo racista tan obvio.
Esta vez Bosch sabía que estaba de broma. Sonrió y ella también sonrió, y le dijo que lo de la cena estaba hecho.
—Iré con una condición —agregó ella.
—¿Cuál?
—Que te vuelvas a poner la camisa.