Abel Pratt convocó a la sala de la brigada a todos los miembros de la unidad de Casos Abiertos, así como a otros cuatro detectives de la unidad de Robos y Homicidios que iban a colaborar en la vigilancia. Pratt dio la palabra a Bosch y Rider, que explicaron la evolución del caso a lo largo de media hora. En el tablón de anuncios que tenían detrás colgaron ampliaciones de las fotos que aparecían en las licencias de conducir más recientes de Roland Mackey y William Burkhart. Los otros detectives hicieron pocas preguntas. Bosch y Rider cedieron la iniciativa de nuevo a Pratt.
—Muy bien, vamos a necesitaros a todos en esto —dijo—. Trabajaremos en seis doble. Dos parejas, en la sala de sonido, dos parejas siguiendo a Mackey y otras dos con Burkhart. Quiero a los equipos de Casos Abiertos en Mackey y la sala de vigilancia. Los cuatro prestados de Robos y Homicidios vigilarán a Burkhart. Kiz y Harry se han pedido el segundo turno con Mackey. El resto podéis decidir cómo queréis cubrir los turnos restantes. Empezamos mañana por la mañana a las seis, justo en el momento en que el periódico llegará a los quioscos.
El plan se traducía en seis parejas de detectives trabajando en turnos de doce horas. Los turnos cambiaban a las seis de la mañana y a las seis de la tarde. Puesto que era su caso, Bosch y Rider tenían preferencia en la elección de turnos y habían elegido seguir a Mackey cada día a partir de las seis de la tarde. Eso significaba trabajar toda la noche, pero Bosch tenía la corazonada de que si Mackey iba a hacer un movimiento o una llamada, lo haría por la noche. Y Bosch quería estar ahí cuando ocurriera.
Se turnarían con uno de los otros equipos. Los otros dos equipos de Casos Abiertos alternarían su tiempo en la City of Industry, donde una empresa privada llamada Listen Tech contaba con un centro de escucha que era utilizado por todas las agencias del orden del condado de Los Ángeles. Sentarse en una furgoneta junto al poste telefónico que llevaba la línea que estabas pinchando era cosa del pasado. ListenTech proporcionaba un centro tranquilo y con aire acondicionado donde las consolas electrónicas estaban configuradas para monitorizar y grabar conversaciones de llamadas entrantes y salientes de cualquier número de teléfono del condado, incluidos los teléfonos móviles. Incluso había una cafetería y máquinas expendedoras y se podía pedir pizza a domicilio.
ListenTech podía ocuparse de hasta noventa pinchazos al mismo tiempo. Rider le había explicado a Bosch que la compañía se había desarrollado en 2001, cuando las agencias del orden empezaron a sacar partido de las leyes menos restrictivas en relación con las escuchas. Una compañía privada que vio la necesidad creciente entró en escena con centros de escucha regionales también conocidos como salas de sonido. Facilitaban el trabajo, pero todavía había normas que seguir.
—Vamos a tener un inconveniente con la sala de sonido —explicó Pratt—. La ley todavía exige que cada línea sea monitorizada por un único individuo; no se permite escuchar en dos líneas a la vez. La cuestión es que hemos de monitorizar tres líneas con dos hombres, porque es cuanto tenemos. Entonces ¿cómo lo hacemos sin salirnos de la ley? Alternamos. Una línea es el móvil de Roland Mackey. La monitorizamos a tiempo completo. Pero las otras dos líneas son secundarias. Allí es donde alternamos. Son de su domicilio y del lugar donde trabaja. Así que lo que hacemos es quedarnos con la primera línea cuando esté en casa, y después, desde las cuatro a la medianoche, cuando esté trabajando, pasamos a la línea de la estación de servicio. Y al margen de qué líneas estemos escuchando, dispondremos de un registro de llamadas de veinticuatro horas de las tres.
—¿Podríamos conseguir un tercer hombre de Robos y Homicidios para la tercera línea? —preguntó Rider.
Pratt negó con la cabeza.
—El capitán Norona nos ha dado cuatro efectivos y es todo —dijo Pratt—. No nos perderemos mucho. Como he dicho tendremos los registros.
Los registros de llamadas formaban parte del proceso de monitorización de teléfonos. Aunque los investigadores estaban autorizados a escuchar en llamadas telefónicas de las líneas monitorizadas, el equipo también registraba todas las llamadas entrantes y salientes en las líneas enumeradas en la orden, aun en el caso de que no estuvieran siendo monitorizadas. Esto proporcionaría a los investigadores una lista con la hora y la duración de cada llamada, así como de los números marcados en las llamadas salientes y los números desde los que se habían recibido las llamadas entrantes.
—¿Alguna pregunta? —inquirió Pratt.
Bosch no creía que hubiera preguntas. El plan era lo bastante sencillo, sin embargo, un detective de Casos Abiertos llamado Renner levantó la mano y Pratt le hizo una señal con la cabeza.
—¿Este asunto autoriza horas extras?
—Sí —replicó Pratt—, pero como se ha dicho antes, por ahora la orden sólo nos autoriza durante setenta y dos horas.
—Bueno, esperemos que nos ocupe las setenta y dos —dijo Renner—. He de pagar el campamento de verano de mi hijo en Malibú.
Los otros rieron.
Tim Marcia Y Rick Jackson se presentaron voluntarios para formar el otro equipo de calle que trabajaría con Bosch y Rider. A los otros cuatro les tocó la sala de sonido, Con Renner y Robleto en el turno de día y Robinson y Nord compartiendo turno con Bosch y Rider. El centro de ListenTech era bonito y cómodo, pero a algunos polis no les gustaba estar encerrados bajo ninguna circunstancia. Algunos siempre elegían la calle, como Marcia y Jackson. Bosch sabía que él también era uno de ellos.
Pratt puso fin a la reunión repartiendo unas fotocopias en las que constaba el número de móvil de cada uno, así como el canal de radio que se les asignaría durante la vigilancia.
—Para los equipos sobre el terreno hay radios en el cuarto de material —dijo Pratt—. Aseguraos de tener la radio encendida. Harry, Kiz, ¿he olvidado algo?
—Creo que está todo cubierto —dijo Rider.
—Como disponemos de poco tiempo —intervino Bosch—, Kiz y yo estamos trabajando en algo para forzar la acción si no vemos ninguna señal mañana por la noche. Tenemos el artículo de periódico y vamos a aseguramos de que lo ve.
—¿Cómo va a leerlo si es disléxico? —preguntó Renner.
—Se sacó el graduado escolar —dijo Bosch—. Debería poder leerlo. Sólo hemos de aseguramos de que de alguna manera lo tenga delante.
Todos asintieron en señal de acuerdo y entonces Pratt puso el cierre.
—Bueno cuadrilla es todo —dijo Pratt—. Estaré en contacto con todo el mundo día y noche. Mantened la calma y tened cuidado con esos tipos. No queremos que nada se vuelva contra nosotros. Los que os ocupáis del primer turno podéis ir a casa y dormir bien. No olvidéis que el reloj corre. Tenemos hasta el viernes por la noche y después calabazas. Así que salgamos de aquí y a ver qué conseguimos. Hemos de cerrar este caso.
Bosch y Rider se levantaron y charlaron del caso con los demás durante unos minutos, y luego Bosch regresó a su mesa. Sacó la copia del archivo de condicional de la pila de carpetas del caso. No había tenido la oportunidad de leerlo a conciencia y ese era el momento.
Era un archivo de acumulación, lo cual significaba que a medida que Mackey era detenido, y continuaba una carrera de toda la vida a través del sistema penal, los informes y transcripciones de los juicios simplemente se añadían en la parte superior del archivo. Por consiguiente, los informes estaban en orden cronológico inverso. A Bosch le interesaban sobre todo los primeros años de Mackey. Fue al final del archivo con la idea de avanzar cronológicamente.
La primera detención de Mackey como adulto se produjo sólo un mes después de que cumpliera dieciocho. En agosto de 1987 fue detenido por robar un coche para ir a dar una vuelta con él. Mackey vivía entonces en casa y robó el Corvette de un vecino que había olvidado las gafas de sol y volvió a entrar en su casa dejando el coche en marcha. Mackey entró en el coche y se largó.
Roland Mackey se declaró culpable y el informe previo que contenía el archivo citaba su historial juvenil, pero no mencionaba los Ochos de Chatsworth. En septiembre de 1987, el joven ladrón de coches fue condenado a un año de libertad vigilada por un juez del tribunal superior, que trató de convencer a Mackey de que abandonara la vida delictiva.
La transcripción de la vista en que se le condenó estaba en el archivo. Bosch leyó el discurso de dos páginas del juez, en el cual le explicaba a Mackey que había visto a hombres jóvenes como él un centenar de veces con anterioridad. Le dijo a Mackey que estaba ante el mismo precipicio que los otros. Un delito podía ser una lección de vida, o podía ser el primer paso en una espiral descendente. Instó a Mackey a no seguir el camino equivocado. Le dijo que reflexionara a conciencia y que tomara la decisión acertada acerca de qué camino seguir.
Las palabras de advertencia obviamente habían caído en saco roto. Al cabo de seis semanas, Mackey fue detenido por robar en la casa de un vecino mientras el matrimonio que vivía allí estaba trabajando. Mackey había desconectado una alarma, pero el corte en el suministro eléctrico quedó registrado con la compañía de seguridad y se envió un coche patrulla. Cuando Mackey salió por la puerta de atrás con una cámara de vídeo y diversos objetos electrónicos y de joyería, había dos agentes esperándole con las pistolas desenfundadas.
Puesto que Mackey se hallaba en libertad vigilada por el robo del coche, ingresó en la prisión del condado mientras se esperaba la disposición del juez sobre el caso. Después de treinta y seis días entre rejas se presentó de nuevo ante el mismo juez y, según la transcripción, suplicó perdón y otra oportunidad. Esta vez el informe previo advertía de que el test de droga indicaba que Mackey era consumidor de marihuana y que había comenzado a frecuentar un grupo de jóvenes conflictivos de la zona de Chatsworth.
Bosch sabía que esos jóvenes eran probablemente los Ochos de Chatsworth. Fue a primeros de diciembre, y su plan de sembrar el terror y rendir un homenaje simbólico a Adolf Hitler estaba a sólo una pocas semanas. Pero nada de eso constaba en el informe. Este simplemente afirmaba que Mackey frecuentaba un grupo conflictivo. Al sentenciar a Mackey, el juez podría no haber sabido lo conflictivo que era ese grupo.
Mackey fue condenado a tres años de prisión que quedaron reducidos al tiempo que ya había cumplido. También le impusieron dos años de libertad vigilada. El juez, consciente de que la prisión sólo sería una escuela de posgrado para un delincuente como Mackey, le estaba dando una oportunidad y tratando de asustarlo al mismo tiempo. Mackey salió del tribunal en libertad, pero el juez estableció una serie de pesadas restricciones a su condicional. El magistrado dictó que Mackey pasara semanalmente pruebas de drogas, que mantuviera un empleo remunerado y que se sacara el graduado escolar en un período de nueve meses. Por último, advirtió a Mackey de que si incumplía cualquier requisito de la orden de condicional sería enviado a una prisión estatal para completar una sentencia de tres años.
«Puede considerarlo duro, señor Mackey —dijo el juez, según la transcripción—, pero yo lo considero muy amable. Le estoy concediendo una última oportunidad. Si me falla, sin ninguna duda irá a prisión. La sociedad renunciará a intentar ayudarle en ese punto. Simplemente le apartará. ¿Lo entiende?».
«Sí, señoría», dijo Mackey.
El archivo venía acompañado de los informes estudiantiles de Chatsworth High. Mackey obtuvo su graduado escolar en agosto de 1988, poco más de un mes después de que Rebecca Verloren fuera sacada de su cama y asesinada.
A pesar de los esfuerzos del juez para apartar a Mackey de una vida de crímenes, Bosch tenía que preguntarse si esos esfuerzos le habían costado la vida a Rebecca Verloren. Tanto si Mackey había disparado el arma como si no, había estado en posesión de la pistola que la había matado. ¿Era razonable pensar que la cadena de acontecimientos que conducía al asesinato se habría roto si Mackey hubiera estado entre rejas? Bosch no estaba seguro. Cabía la posibilidad de que Mackey sólo hubiera desempeñado un papel al ser la persona que proporcionó el arma. Si no hubiera sido él, habría sido cualquier otro. Bosch sabía que no tenía sentido desmontar la cadena de lo que podía haber ocurrido o no.
—¿Algo nuevo?
Bosch levantó la cabeza. Rider estaba de pie ante su escritorio. Harry cerró la carpeta.
—No, la verdad es que no. Estaba leyendo el archivo de la condicional. El material más antiguo. Un juez se interesó por él al principio, pero después lo dejó ir. Lo mejor que pudo hacer fue conseguir que sacara el graduado escolar.
—Y le sirvió de mucho, ¿eh?
—Sí.
Bosch no dijo nada más. Él tampoco tenía más que un graduado escolar. También se había situado ante un juez como ladrón de coches. El coche en el que había salido a divertirse también era un Corvette. Salvo que no era de un vecino, sino de su padre adoptivo. Bosch se lo había llevado como una forma de enviarlo al cuerno. Pero fue el padre adoptivo el que le mandó el cuerno en última instancia. Bosch fue devuelto al reformatorio y tuvo que arreglárselas solo.
—Mi madre murió cuando yo tenía once años —dijo Bosch de repente.
Rider lo miró, y enarcó las cejas en su gesto habitual.
—Lo sé. ¿Por qué lo dices ahora?
—No lo sé. Pasé mucho tiempo en el reformatorio después de eso. O sea, pasé algunos periodos con familias adoptivas, pero nunca duró mucho. Siempre volvía.
Rider esperó, pero Bosch no continuó.
—¿Y? —le instó ella.
—Bueno, no había bandas en el reformatorio —dijo él—, pero había una especie de segregación. Ya sabes, los blancos se quedaban juntos. Los negros. Los hispanos. Entonces no había asiáticos.
—¿Qué estás diciendo, que te da pena este capullo de Mackey?
—No.
—Mató a una chica, o al menos ayudó a matarla, Harry.
—Ya lo sé, Kiz. No iba por ahí.
—¿Por dónde ibas?
—No lo sé. Supongo que me estaba preguntando qué hace que la gente siga caminos diferentes. ¿Cómo resulta que ese tipo se convierte en un racista? ¿Cómo es que yo no?
—Harry, estás pensando demasiado. Vete a casa y duerme bien. Lo necesitarás porque no vas a dormir mañana por la noche.
Bosch asintió con la cabeza, pero no se movió.
—¿Vas a irte? —preguntó Rider.
—Sí, dentro de un rato. ¿Tú te vas?
—Sí, a no ser que quieras que te acompañe a antivicio de Hollywood.
—No, no te preocupes. Hablemos por la mañana después de que tengamos el diario.
—Sí, no sé dónde podré conseguir el Daily News en el South End. A lo mejor tendré que llamarte para que me lo leas.
El Daily News gozaba de una gran circulación en el valle de San Fernando, pero en ocasiones resultaba difícil encontrarlo en otras partes de la ciudad. Rider vivía cerca de Inglewood, en el mismo barrio en el que había crecido.
—Perfecto. Llámame y te lo leeré. Hay una caja de diarios al pie de la colina de mi casa.
Rider abrió uno de los cajones y sacó el bolso. Miró a Bosch y volvió a mover la ceja.
—¿Estás seguro de hacer esto, de marcarte así?
Se estaba refiriendo al plan de su compañero para que Mackey viera el diario al día siguiente. Bosch asintió.
—He de poder convencerlo —dijo—. Además, puedo llevar manga larga un tiempo. Aún no es verano.
—Pero ¿y si no es necesario? ¿Y si ve el artículo en el periódico y entonces coge el teléfono y empieza a contar todas sus penas?
—Algo me dice que eso no va a pasar. De todos modos, no es permanente. Vicki Landreth me dijo que duraba dos semanas a lo sumo, dependiendo de con qué frecuencia uno se duche. No es, como esos tatuajes de alheña que se hacen los chicos en el muelle de Santa Mónica. Esos duran más.
—De acuerdo, Harry. Te llamo por la mañana, pues.
—Hasta luego, Kiz. Buenas noches.
Rider se dirigió hacia la salida.
—Eh, Kiz —la llamó Bosch.
—¿Qué? —dijo ella, deteniéndose para mirar a Bosch.
—¿Qué te parece? ¿Estás contenta de haber vuelto?
Ella sabía de qué estaba hablando. De volver a Homicidios.
—Sí, Harry, estoy contenta. Y estaré delirando en cuanto detengamos a este jinete pálido y resolvamos el misterio.
—Sí —dijo Bosch.
Después de que ella se fuera, Bosch pensó unos segundos en qué quería decir ella llamando a Mackey jinete pálido. Pensó que tal vez se trataba de alguna referencia bíblica, pero no podía ubicarla. Quizás en la zona sur llamaban así a los racistas. Decidió que se lo preguntaría al día siguiente. Empezó a examinar otra vez el informe de la condicional, pero enseguida se rindió. Sabía que era el momento de concentrarse en el aquí y ahora. No en el pasado. No en las elecciones tomadas y en los caminos que no se habían seguido. Se levantó y se puso el expediente del caso bajo el brazo. Si la vigilancia iba para largo al día siguiente quizá tendría ocasión de leerlo a fondo. Metió la cabeza en el despacho de Pratt para decir adiós.
—Buena suerte, Harry —dijo Pratt—. Ciérralo.
—Vamos a hacerlo.