No hablaron al salir del juzgado. Era como si quisieran alejarse de allí sin que les cayera el mal de ojo, como si pronunciar una sola palabra acerca de lo ocurrido pudiera causar eco a través del edificio y hacer que la jueza cambiara de opinión y volviera a llamarlos. Una vez que tenían la firma de la jueza en los formularios de autorización, su única preocupación era salir de allí.
Ya en la acera, delante del monolítico edificio de justicia, Bosch miró a Rider y sonrió.
—Nos ha ido de un pelo —dijo.
Ella sonrió y asintió en señal de aprobación.
—Onda expansiva, ¿eh? Has llegado hasta la línea con ella. Pensaba que iba a tener que presentar una fianza para ti.
Empezaron a caminar hacia el Parker Center. Bosch sacó su teléfono y volvió a encenderlo.
—Sí, ha ido de poco —dijo él—. Pero lo tenemos. ¿Será mejor que llames a Abel para que se reúna con los otros?
—Sí, se lo diré. Sólo iba a esperar hasta llegar allí.
Bosch comprobó su teléfono y vio que se había perdido una llamada y que tenía un mensaje: No reconoció el número, pero tenía un código de área 818: el valle de San Fernando. Escuchó el mensaje y oyó una voz que no quería oír.
«Detective Bosch, soy McKenzie Ward, del News. Necesito hablar con usted de Roland Mackey lo antes posible. Necesito noticias suyas o tendré que contener el artículo. Llámeme».
—Mierda —dijo Bosch mientras borraba el mensaje.
—¿Qué? —preguntó Rider.
—Es la periodista. Le dije a Muriel Verloren que no le mencionara a Mackey. Pero parece ser que se le ha escapado. O eso o la periodista está hablando con alguien más.
—Mierda.
—Es lo que he dicho.
Caminaron un poco más sin hablar. Bosch estaba pensando en una forma de tratar con la periodista. Tenían que evitar que el nombre de Mackey apareciera en el artículo, de lo contrario podría echar a correr sin preocuparse de llamar a nadie más.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó finalmente Rider.
—No lo sé, tratar de convencerla. Le mentiré si hace falta. No puede mencionarlo en el artículo.
—Pero ha de publicarlo, Harry. Sólo tenemos setenta y dos horas.
—Lo sé. Déjame pensar.
Abrió el teléfono y llamó a Muriel Verloren. Ella contestó y Bosch le preguntó cómo había ido la entrevista. La madre de la víctima dijo que había ido bien y agregó que estaba contenta de que hubiera acabado.
—¿Tomaron fotos?
—Sí, querían fotos del dormitorio. No me sentí bien, abriéndome así a ellos. Pero lo hice.
—Entiendo. Gracias por hacerlo. Sólo recuerde que el artículo va a ayudarnos. Nos estamos acercando, Muriel, y el artículo del periódico acelerará las cosas. Le agradecemos que lo haya hecho.
—Si ayuda, me alegro de haberlo hecho.
—Bien. Déjeme que le pregunte otra cosa. ¿Ha mencionado el nombre de Roland Mackey a la periodista?
—No, me dijo que no lo hiciera. Así que no lo hice.
—¿Está segura?
—Estoy más que segura. Ella me preguntó qué me habían explicado, pero yo no le dije nada de él. ¿Por qué?
—Por nada. Sólo quería asegurarme, es todo. Gracias, Muriel. La llamaré en cuanto tenga noticias.
Cerró el teléfono. No pensaba que Muriel Verloren le hubiera mentido. La periodista tenía que disponer de otra fuente.
—¿Qué? —preguntó Rider.
—Ella no se lo ha dicho.
—Entonces ¿quién?
—Buena pregunta.
El teléfono empezó a vibrar y sonar mientras todavía lo sostenía en la mano. Miró la pantalla y reconoció el número.
—Es ella…, la periodista. He de contestar.
Contestó la llamada.
—Detective Bosch, soy McKenzie Ward. Estoy en el límite y hemos de hablar.
—Bien. Acabo de escuchar su mensaje. Tenía el teléfono apagado porque estaba en el juzgado.
—¿Por qué no me habló de Roland Mackey?
—¿De qué está hablando?
—Roland Mackey. Me dijeron que ya tenían un sospechoso llamado Roland Mackey.
—¿Quién le dijo eso?
—Eso no importa. Lo que importa es que me ocultó una pieza clave de información. ¿Roland Mackey es su sospechoso principal? Déjeme adivinarlo. Está jugando a dos bandas y dándoselo al Times.
Bosch tenía que pensar con rapidez. La periodista sonaba presionada y nerviosa. Una periodista enfadada podía ser un problema. Tenía que capear el temporal y al mismo tiempo sacar a Mackey de escena. La única cosa que tenía a su favor era que ella no había mencionado la conexión de la pistola y el ADN de Mackey, lo cual llevó a pensar a Bosch que la fuente de información de Ward estaba fuera del departamento. Era alguien con información limitada.
—En primer lugar, no estoy hablando de esto con el Times. Mientras se publique mañana, usted es la única con este artículo. En segundo lugar, sí importa de dónde ha sacado el nombre porque la información es errónea. Estoy tratando de ayudarla, McKenzie. Estaría cometiendo un gran error si pone ese nombre en el artículo. Incluso podrían demandarla.
—¿Entonces quién es?
—¿Quién es su fuente?
—Sabe que no puedo decirle eso.
—¿Por qué no?
Bosch estaba tratando de ganar tiempo para pensar. Mientras la periodista daba una respuesta cacareada acerca de las leyes de protección de las fuentes, Bosch estaba repasando los nombres de las personas de fuera del departamento con los que Rider y él habían hablado de Mackey. Entre ellos estaban las tres amigas de Rebecca Verloren: Tara Wood, Bailey Sable y Grace Tanaka. También estaban Robert Verloren, Danny Kotchof, Thelma Kibble, la agente de la condicional, y Gordon Stoddard, el director de la escuela, así como la señora Atkins, la secretaria que había buscado el nombre de Mackey en las listas de la escuela.
También estaba la jueza Demchak, pero Bosch la descartó como una posibilidad remota. El mensaje de Ward había sido dejado en su línea mientras él y Rider estaban dentro con la jueza. La idea de que la jueza pudiera haber levantado el teléfono y llamado a la periodista mientras ella había estado sola en el despacho estudiando la solicitud de la orden de búsqueda, parecía descabellada. Entonces ni siquiera sabía nada del futuro artículo y menos el nombre de la periodista asignada a él.
Bosch suponía que, debido al poco tiempo que tenía, la periodista se había limitado a hacer unas pocas llamadas telefónicas al volver a la redacción para terminar de pulir el artículo. Alguien al que había llamado le había dado el nombre de Roland Mackey. Bosch dudaba que ella hubiera conseguido localizar a Robert Verloren en las pocas horas transcurridas desde la entrevista. También tachó a Grace Tanaka y Danny Kotchof porque no vivían en la ciudad. Sin el nombre de Mackey, no había contacto con Kibble. Eso dejaba a Tara Wood y la escuela, ya fuera Stoddard, Sable o la secretaria. La opción más verosímil era la escuela, porque era el nexo más fácil que podía establecer la periodista. Se sintió mejor y pensó que podría contener la amenaza.
—Detective, ¿sigue ahí?
—Sí, lo siento, estoy tratando de lidiar un poco con el tráfico.
—Entonces, ¿cuál es su respuesta? ¿Quién es Roland Mackey?
—No es nadie. Es un cabo suelto. O de hecho lo era. Ya lo hemos atado.
—Explíquese.
—Mire, heredamos este caso, ¿entiende? Bueno, a lo largo de los años el expediente del caso se archivó, se rearchivó y se movió un poco. Se mezclaron cosas. Así que parte de lo que tuvimos que hacer fue una limpieza básica. Pusimos las cosas en orden. Encontramos una foto de este Roland Mackey en el expediente y no estábamos seguros de quién era, ni de cuál era su conexión con el caso. Cuando estuvimos haciendo entrevistas, conociendo a los protagonistas del caso, mostramos su foto a algunas personas para ver si sabían quién era y dónde encajaba. En ningún momento, McKenzie, le dijimos a nadie que era un sospechoso principal. Esa es la verdad. Así que o bien está exagerando, o quien sea que haya hablado con usted estaba exagerando.
Hubo un silencio y Bosch supuso que ella estaba repasando mentalmente la entrevista en la que le habían facilitado el nombre de Mackey.
—Entonces ¿quién es? —preguntó ella por fin.
—Sólo un tipo con antecedentes juveniles que entonces vivía en Chatsworth. Frecuentaba el drive-in de Winnetka, y aparentemente también lo frecuentaban Rebecca y sus amigas. Pero resultó que en 1988 fue descartado de toda implicación. No lo descubrimos hasta que enseñamos su foto a unas cuantas personas.
Era una mezcla de verdad y sombras de verdad. De nuevo la periodista se quedó en silencio mientras sopesaba su respuesta.
—¿Quién le habló de él, Gordon Stoddard o Bailey Sable? —preguntó Bosch—. Llevamos la foto a la escuela para ver, si encajaba en Hillside, y resultó que ni siquiera fue a la escuela allí. Después de eso lo dejamos.
—¿Está seguro de eso?
—Mire, haga lo que quiera, pero si pone el nombre de ese tipo en el periódico sólo porque preguntamos por él, podría recibir llamadas suyas y de su abogado. Preguntamos por mucha gente, McKenzie, es nuestro trabajo.
Se produjo otro silencio. Bosch pensó que el silencio significaba que había desactivado la bomba con éxito.
—Fuimos a la escuela a mirar el anuario y hacer copias de fotos —dijo finalmente Ward—. Descubrimos que usted se llevó el único anuario del ochenta y ocho que había en la biblioteca.
Era su forma de confirmar que Bosch tenía razón, pero sin delatar su fuente.
—Lo siento —dijo Bosch—. Tengo el anuario en mi escritorio. No sé de cuánto tiempo dispone, pero puede enviar a alguien a recogerlo si quiere.
—No, no hay tiempo. Sacamos una foto de la placa que hay en la pared de la escuela. Eso servirá. Además, encontré una foto de la víctima en nuestros archivos. Usaremos esa.
—Vi la placa. Es bonita.
—Están muy orgullosos de ella.
—¿Estamos de acuerdo pues, McKenzie?
—Sí, estamos de acuerdo. Disculpe, me puse un poco furiosa cuando pensé que me estaba ocultando algo importante.
—No tenemos nada importante de lo que informar. Todavía.
—Muy bien, entonces será mejor que me ponga a terminar el artículo.
—Todavía sale mañana en la ventana.
—Si lo termino. Llámeme mañana y dígame qué le parece.
—Lo haré.
Bosch cerró el teléfono y miró a Rider.
—Creo que estamos a salvo —dijo.
—Vaya, Harry, tienes el día hoy. El maestro de la convicción. Creo que podrías convencer a una cebra de que no tiene rayas si te hiciera falta.
Bosch sonrió. Después miró el anexo al City Hall de Spring Street. Irving, expulsado del Parker Center, trabajaba ahora desde el anexo. Bosch se preguntó si Don Limpio les estaría mirando en ese mismo momento desde detrás de las ventanas de espejo de la Oficina de Planificación Estratégica. Pensó en algo.
—¿Kiz?
—¿Qué?
—¿Conoces a McClellan?
—No mucho.
—Pero sabes qué aspecto tiene.
—Claro. Lo he visto en reuniones de dirección. Irving dejó de ir cuando lo trasladaron al anexo. La mayoría de las veces enviaba a McClellan como representante.
—¿Entonces podrías distinguirlo?
—Claro, pero ¿de qué estás hablando, Harry?
—Tal vez deberíamos hablar con él, quizás asustarlo y mandarle un mensaje a Irving.
—¿Te refieres a ahora mismo?
—¿Por qué no? Estamos aquí. —Hizo un gesto hacia el edificio anexo.
—No tenemos tiempo, Harry. Además, ¿para qué buscarse una pelea que se puede evitar? No tratemos con Irving hasta que sea necesario.
—Muy bien, Kiz. Pero tendremos que tratar con él. Lo sé.
No volvieron a hablar, cada uno se concentró en sus reflexiones sobre el caso hasta que llegaron a la Casa de Cristal y entraron en ella.