Kiz Rider todavía estaba sentada en la sala de espera del despacho de la jueza Anne Demchak cuando llegó Bosch. Este, que se había quedado atrapado en el tráfico de media tarde al volver al centro desde Van Nuys, ya temía perderse la conferencia con la jueza. Rider estaba leyendo una revista, y el primer pensamiento de Bosch fue que en ese punto del caso sería incapaz de empezar a hojear sin prisas una revista. En ese punto su concentración no podía dividirse. Estaba concentrado en una sola cosa. De un modo extraño, lo vinculaba con el surf, una práctica a la que no se había dedicado desde el verano de 1964, cuando se escapó de una casa de acogida y vivió en la playa. Habían pasado muchos años desde entonces, pero todavía recordaba el túnel de agua. El objetivo era meterte en el túnel, el lugar donde el agua te envolvía por completo, donde el mundo se reducía a deslizarse sobre el mar. Bosch estaba en el túnel. No existía nada salvo el caso.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —preguntó. Rider miró el reloj.
—Unos cuarenta minutos.
—¿Ha estado todo ese tiempo con la solicitud?
—Sí.
—¿Estás preocupada?
—No. He acudido a ella antes. Una vez en un caso de Hollywood después de que tú lo dejaras. Sólo es concienzuda. Lee todas las páginas. Tarda un rato, pero es una de las buenas.
—El artículo sale mañana. Necesitamos que lo firme hoy.
—Ya lo sé, Harry. Cálmate. Siéntate.
Bosch se quedó de pie. Los jueces de guardia seguían un turno de rotación. Que les hubiera tocado Demchak era pura suerte.
—Nunca he tratado antes con ella —dijo—. ¿Era fiscal?
—No, del otro lado. Abogada defensora.
Bosch gimió. Según su experiencia, los abogados defensores que se convertían en jueces siempre conservaban al menos la sombra de su lealtad hacia el banquillo de los acusados.
—Tenemos problemas —dijo él.
—No. No pasará nada. Por favor, siéntate. Me estás poniendo nerviosa.
—¿Judy Champagne aún lleva la toga? Quizá podamos llevárselo a ella.
Judy Champagne era una antigua fiscal casada con un expolicía. Solían decir que él los cazaba y ella los metía en el horno. Desde que se convirtió en jueza, era la favorita de Bosch para llevarle las órdenes. No porque tendiera hacia los polis. No lo hacía. Era justa y con eso podía contar Bosch.
—Sigue siendo jueza, pero no podemos ir paseando las órdenes por el edificio. Ya lo sabes, Harry. Ahora ¿puedes hacer el favor de sentarte? Tengo que enseñarte algo.
Bosch ocupó la silla que estaba junto a la de Rider.
—¿Qué?
—Tengo el expediente de la condicional de Burkhart.
Rider sacó una carpeta de la bolsa, la abrió y la puso en la mesita, delante de Bosch. Señaló con la uña una línea del documento de excarcelación. Bosch se inclinó para leerlo.
—Excarcelado de Wayside el primero de julio de mil novecientos ochenta y ocho. Enviado a presentarse en las oficinas de libertad condicional el cinco de julio en Van Nuys. Se enderezó y miró a su compañera.
—Estaba en la calle.
—Eso es. Lo detuvieron por vandalismo en la sinagoga el veintiséis de enero. Nunca presentó fianza y, con la reducción de pena, salió de Wayside cinco meses después. Es un buen candidato.
Bosch sintió una inyección de excitación al ver que las cosas parecían encajar.
—Muy bien. ¿Has modificado la solicitud para incluirlo?
—Lo cito, pero no de manera prominente. Mackey sigue siendo el vínculo directo por la pistola.
Bosch asintió y miró al escritorio vacío que había al otro lado de la sala, donde normalmente se sentaba la ayudante de la jueza. La placa del escritorio decía «Kathy Chrzanowski», y Bosch se preguntó cómo se pronunciaría el apellido y dónde estaba, pero enseguida decidió tratar de no pensar en lo que estaba ocurriendo en el interior del despacho del juzgado.
—¿Quieres saber lo último del inspector García? —preguntó.
Rider estaba guardándose la carpeta en el bolso.
—Claro.
Bosch pasó los siguientes diez minutos contando su visita a García, la entrevista del periódico, y las revelaciones del inspector al final.
—¿Crees que te dijo todo? —preguntó ella.
—¿Te refieres a cuánto sabía de lo que ocurrió entonces? No, pero me contó todo lo que estaba dispuesto a admitir.
—Creo que tuvo que estar metido en el trato. No se me ocurre que un compañero hiciera un trato sin que el otro lo supiera. No un trato así.
—Entonces ¿por qué iba a pedir a Pratt que enviara el ADN al Departamento de Justicia? ¿No se habría quedado sentado como había estado haciendo durante diecisiete años?
—No necesariamente. Una conciencia culposa funciona de maneras extrañas, Harry. Quizás ha estado carcomiendo a García todos esos años y decidió llamar a Pratt para sentirse mejor al respecto. Además, pongamos que él estuviera en el trato de entonces con Irving. Tal vez se animó a telefonear porque se sentía seguro después de que Irving hubiera sido apartado por el nuevo jefe.
Bosch pensó en la reacción de García al decirle que Green podría haber estado atormentado por los que dejó escapar. Quizá García se había enfurecido porque era él quien estaba atormentado.
—No lo sé —dijo Bosch—. Quizá…
El teléfono móvil de Bosch zumbó. Cuando este lo sacó del bolsillo, Rider dijo:
—Será mejor que lo apagues antes de que entremos. A la jueza Demchak no le gusta nada que suenen esos chismes en su despacho. Oí que le confiscó el teléfono a un fiscal.
Bosch asintió con la cabeza. Abrió el móvil y dijo «hola».
—¿Detective Bosch?
—Sí.
—Soy Tara Wood. Creía que teníamos una cita.
Antes de que ella terminara la frase, Bosch recordó de repente que se había olvidado de la reunión en la CBS y del plato de gumbo que había planeado comerse antes. Ni siquiera había tenido tiempo de almorzar.
—Tara, lo lamento profundamente. Ha surgido algo y hemos tenido que salir corriendo. Debería haber llamado, pero se me olvidó. Voy a necesitar reprogramar la entrevista, si todavía quiere hablar conmigo después de esto.
—Oh, claro, no hay problema. Sólo que tenía a un par de los guionistas del programa por aquí. Iban a intentar hablar con usted.
—¿Qué programa?
—Caso Abierto. Recuerda, le dije que tenía un…
—Ah, sí, el programa. Bueno, lo lamento.
Bosch ya no se sentía tan mal. Ella había estado intentando usar la entrevista con algún interés publicitario. Se preguntó si a Tara Wood le quedaba algún sentimiento por Rebecca Verloren. Como si adivinara sus pensamientos, ella preguntó por el caso.
—¿Está ocurriendo algo en el caso? ¿Por eso no ha venido?
—Más o menos. Estamos haciendo progresos, pero ahora mismo no puedo decirle…, bueno, de hecho, hay algo. ¿Ha pensado en el nombre que le mencioné anoche? ¿Roland Mackey? ¿Le suena de algo?
—No, todavía no.
—Tengo otro. ¿Qué me dice de William Burkhart? ¿Quizá Bill Burkhart?
Hubo un largo silencio mientras Wood hacía un escaneo de memoria.
—No, lo siento. No creo que lo conozca.
—¿Y el nombre Billy Blitzkrieg?
—¿Billy Blitzkrieg? ¿Está de broma?
—No, ¿lo reconoce?
—No, en absoluto. Me suena a estrella del heavy metal.
—No, no lo es. Pero ¿está segura de que no reconoce ninguno de los nombres?
—Lo siento, detective.
Bosch levantó la mirada y vio a una mujer que los llamaba desde la puerta abierta del despacho de la jueza. Rider lo miró y se pasó un dedo por el cuello.
—Mire, Tara, he de colgar. La llamaré para concertar la entrevista lo antes que pueda. Le pido disculpas otra vez y la llamaré pronto. Gracias.
Bosch cerró el teléfono antes de que ella pudiera responder e inmediatamente lo apagó. Siguió a Rider por la puerta que le sostenía una mujer que Bosch supuso que era Kathy Chrzanowski.
En el otro extremo de la sala, las cortinas estaban corridas en las ventanas de suelo a techo. Una única lámpara de escritorio iluminaba el despacho. Detrás de la mesa, Bosch vio a una mujer que aparentaba estar cercana a los setenta. Parecía menuda detrás de la enorme mesa de madera oscura. Tenía un rostro amable que a Bosch le dio esperanzas de poder salir del despacho con una aprobación de las escuchas telefónicas.
—Detectives, pasen y siéntense —dijo ella—. Lamento haberles hecho esperar.
—No hay problema, señoría —dijo Rider—. Le agradecemos que lo haya estudiado a fondo.
Bosch y Rider ocuparon sendas sillas delante del escritorio. La jueza no llevaba su toga negra; Bosch la vio en un colgador de la esquina. Junto a la pared había una fotografía enmarcada de Demchak con un magistrado del tribunal supremo notoriamente liberal. Bosch sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Luego vio otras dos fotografías enmarcadas en el escritorio. Una era de un anciano y un niño con palos de golf. Su marido y un nieto, quizá. La otra foto mostraba a una niña de unos nueve años en un columpio. Pero los colores se estaban desvaneciendo. Era una foto vieja. Quizás era su hija. Bosch empezó a pensar que la conexión con los niños podría establecer la diferencia.
—Parece que tienen prisa con esto —dijo la jueza—. ¿Hay alguna razón que la justifique?
Bosch miró a Rider y ella se inclinó hacia delante para responder. Era su jugada. Él sólo estaba como refuerzo y para enviar a la jueza el mensaje de que se trataba de algo importante. Los polis tenían que ser corporativistas en alguna ocasión.
—Sí, señoría, un par de razones —empezó Rider—. La principal es que creemos que mañana se publicará un artículo de periódico en el Daily News. Eso podría causar que el sospechoso, Roland Mackey, contactara con otros sospechosos (uno de los cuales figura en la orden) y hablara del asesinato. Como puede ver por la orden, creemos que hay más de un individuo implicado en este crimen, pero sólo tenemos a Mackey relacionado directamente con él. Si tenemos preparadas las escuchas cuando se publique el artículo de periódico podríamos lograr identificar al resto de los implicados a través de sus llamadas y conversaciones.
La jueza asintió, pero no los estaba mirando. Tenía los ojos fijos en los formularios de solicitud y autorización. Su expresión era seria y Bosch empezó a tener una mala sensación. Al cabo de unos segundos, ella dijo:
—¿Y la otra razón para la prisa?
—Ah, sí —dijo Rider, simulando haberlo olvidado—. La otra razón es que creemos que Roland Mackey todavía podría estar implicado en actividades delictivas. No sabemos exactamente qué traman en este momento, pero creemos que cuanto antes empecemos a escuchar sus conversaciones antes podremos determinarlo y seremos capaces de impedir que alguien se convierta en víctima. Como puede ver por la solicitud, sabemos que ha estado implicado en al menos un asesinato. No creemos que debamos perder tiempo.
Bosch admiró la respuesta de Rider. Era una respuesta cuidadosamente concebida que podía poner mucha presión para que la jueza firmara la autorización. Al fin y al cabo, ella era una funcionaria elegida. Tenía que considerar las ramificaciones de que denegara la solicitud. Si Mackey cometía un delito que podría haberse impedido si la policía hubiera escuchado sus llamadas telefónicas, la jueza sería considerada responsable por parte de un electorado al que poco le importaría que ella hubiera tratado de salvaguardar los derechos personales de Mackey.
—Ya veo —dijo fríamente Demchak en respuesta a Rider—. ¿Y cuál es la causa probable para creer que está implicado en actividades delictivas en curso, puesto que no puede especificar un delito específico?
—Diversas cosas, jueza. Hace doce meses el señor Mackey terminó una condena de libertad condicional por un delito sexual e inmediatamente se trasladó a una nueva dirección donde su nombre no aparece en ninguna escritura ni contrato de alquiler. No dejó dirección de seguimiento a su anterior casero ni en la oficina postal. Está viviendo en la misma propiedad con un expresidiario con el que ya había estado implicado en anteriores actividades delictivas documentadas. Por eso William Burkhart también consta en la solicitud. Y, como puede ver en la solicitud, está utilizando un teléfono que no está registrado a su nombre. Claramente está volando por debajo del radar, señoría. Todas esas cosas juntas trazan una imagen de alguien que toma sus precauciones para ocultar su implicación en actividades delictivas.
—O quizá sólo quiere evitar la intrusión del gobierno —dijo la jueza—. Sus argumentos siguen siendo muy débiles, detective. ¿Tiene alguna otra cosa? No estaría de más.
Rider miró de soslayo a Bosch, con los ojos bien abiertos. Estaba perdiendo la confianza de que había hecho gala en la sala de espera. Bosch sabía que lo había puesto todo en la solicitud y sus comentarios en la sala. ¿Qué quedaba? Bosch se aclaró la garganta y se inclinó para hablar por primera vez.
—La actividad delictiva previa en la que participó con el hombre con el que ahora vive eran delitos de odio, señoría. Estos tipos hirieron y amenazaron a mucha gente. Mucha gente.
Se acomodó en su asiento, con la esperanza de haber dado una vuelta de tuerca a la presión sobre la jueza Demchak.
—¿Y hace cuánto tiempo que se produjeron esos delitos? —preguntó esta.
—Fueron perseguidos a finales de los años ochenta —dijo Bosch—. Pero ¿quién sabe cuánto tiempo continuaron? La asociación de estos dos hombres obviamente ha continuado.
La jueza no dijo nada durante un minuto mientras parecía estar leyendo y releyendo la sección de resumen de la solicitud de Rider. Una lucecita roja se encendió en un lado de la mesa. Bosch sabía que significaba que lo que fuera que tuviera programado en su sala estaba listo para empezar. Todos los abogados y partes habían llegado.
Finalmente, la jueza Demchak negó con la cabeza.
—Simplemente no creo que haya motivos suficientes, detectives. Lo tienen con la pistola, pero no en la escena del crimen. Podría haber usado la pistola en los días o semanas anteriores al asesinato.
La magistrada hizo un ademán de desprecio a los papeles que tenía extendidos delante de ella.
—Este fragmento acerca de que robó en un drive-in donde les gustaba ir a la víctima y sus amigas es a lo sumo tenue. Realmente me ponen contra las cuerdas al pedirme que firme algo que no está aquí.
—Está ahí —dijo Bosch—. Sabemos que está ahí.
Rider le puso una mano en el brazo a Bosch para advertirle de que no perdiera los nervios.
—No lo veo, detective —dijo Demchak—. Me está pidiendo que le saque de apuros. No tienen suficiente causa probable y me está pidiendo que establezca la diferencia. No puedo hacerla. No tal como está.
—Señoría —dijo Rider—. Si no nos firma esto perderemos nuestra oportunidad con el artículo del periódico.
La jueza le sonrió.
—Eso no tiene nada que ver conmigo ni con lo que yo debo hacer aquí, detective. Ya lo sabe. Yo no soy un instrumento del departamento de policía. Soy independiente y he de tratar con los hechos del caso como se presentan.
—La víctima era mestiza —dijo Bosch—. Este tipo es un racista documentado. Robó la pistola que se utilizó para matar a una chica de razas mezcladas. La conexión está ahí.
—No es una conexión probatoria, detective. Es una conexión de inferencia circunstancial.
Bosch miró a la jueza un momento y esta le devolvió la mirada.
—¿Tiene hijos, señoría? —preguntó Bosch.
El rubor inmediatamente subió a las mejillas de la jueza.
—¿Qué tiene que ver con esto?
—Señoría —intervino Rider—. Volveremos a usted con esto.
—No —dijo Bosch—. No vamos a volver. Lo necesitamos ahora, señoría. Este tipo ha estado en libertad diecisiete años. ¿Y si hubiera sido su hija? ¿Podría haber apartado la vista? Rebecca Verloren era sólo una niña.
Los ojos de la jueza Demchak se oscurecieron. Cuando habló, lo hizo con una combinación de calma y rabia.
—No estoy apartando la mirada de nada, detective. Resulta que soy la única persona en esta sala que lo está examinando a conciencia. Y podría agregar que, si continúa insultando y cuestionando al tribunal, le enviaré a prisión por desacato. Podría tener a un alguacil aquí en cinco segundos. Quizás el tiempo entre rejas le serviría para contemplar las deficiencias de su presentación.
Bosch presionó, impertérrito.
—La madre de la víctima todavía vive en la casa —dijo Bosch—. El dormitorio del que se la llevaron sigue igual que el día del asesinato. La misma colcha, las mismas almohadas, todo igual. La habitación, y la madre, están congeladas en el tiempo.
—Pero esos hechos no guardan relación con esto.
—Su padre se convirtió en un borracho. Perdió su negocio, después a su mujer y su casa. Lo he visitado esta mañana en la calle Cinco. Es donde vive ahora. Sé que eso tampoco guarda relación, pero pensaba que quizá le gustaría saberlo. Sé que no tenemos suficientes hechos, pero tenemos muchas ondas expansivas, señoría.
La jueza le sostuvo la mirada, y Bosch sabía que o bien terminaría en prisión o saldría con una orden firmada. No había punto medio. Al cabo de un momento, vio el brillo de dolor en los ojos de la mujer. Cualquiera que pasa tiempo en las trincheras del sistema de justicia penal (en cualquier lado) termina con esa mirada al cabo de un tiempo.
—Muy bien, detective —dijo la jueza finalmente.
Bajó la mirada y garabateó una firma en la parte inferior de la última página, luego empezó a cumplimentar los espacios que dictaban la duración de la escucha.
—Pero todavía no estoy convencida —dijo Demchak con severidad—. Así que le voy a dar setenta y dos horas.
—Señoría… —dijo Bosch.
Rider puso otra vez la mano en el brazo de Bosch, tratando de evitar que convirtiera un sí en un no. Habló ella.
—Señoría, setenta y dos horas es un periodo muy breve para esto. Estábamos esperando contar al menos con una semana.
—Dijo que el artículo de periódico se publica mañana —respondió la jueza.
—Sí, señoría, se supone, pero…
—Entonces sabrán algo enseguida. Si sienten que necesitan extenderlo, vengan a verme el viernes y traten de convencerme. Setenta y dos horas, y quiero informes diarios todas las mañanas. Si no veo los informes voy a detenerles por desacato. No voy a permitirles ir de pesca. Si lo que hay en los resúmenes no es ajustado les cerraré el grifo. ¿Está todo eso claro?
—Sí, señoría —respondieron Bosch y Rider al unísono.
—Bien. Ahora tengo una reunión de seguimiento en mi sala. Es hora de que se vayan y de que yo vuelva al trabajo.
Rider recogió los documentos y ambos le dieron las gracias. Al dirigirse a la puerta, la jueza Demchak habló a sus espaldas.
—¿Detective Bosch?
Bosch se volvió y la miró.
—¿Sí, señoría?
—Ha visto la foto, ¿verdad? —dijo ella—. De mi hija. Ha supuesto que sólo tenía una hija.
Bosch la miró un momento y asintió con la cabeza.
—Yo también tengo sólo una hija —dijo él—. Sé cómo es. Ella le sostuvo la mirada un momento antes de hablar.
—Ahora pueden irse —concluyó.
Bosch asintió y siguió a Rider por la puerta.