Kiz Rider estaba sentada ante su escritorio con los brazos cruzados, como si llevara toda la mañana esperando a Bosch. Tenía una expresión sombría en el rostro y Bosch sabía que había pasado algo.
—¿Conseguiste el archivo de la UOP? —preguntó.
—Pude mirarlo. No me autorizaron a llevármelo.
Bosch se sentó en su silla, enfrente de ella.
—¿Buen material? —preguntó.
—Depende de cómo lo mires.
—Bueno, yo también tengo material.
Miró a su alrededor. La puerta de Abel Pratt estaba abierta y Bosch lo vio doblado sobre la pequeña nevera que tenía en su despacho. Pratt podía oírles desde allí. No era que Bosch no se fiara de Pratt. Lo hacía, pero no quería ponerlo en posición de oír algo que no querría oír o que no estaba preparado para oír. Lo mismo que Rider cuando habían estado hablando por teléfono antes.
Miró a su compañera.
—¿Quieres dar un paseo?
—Sí.
Se levantaron y salieron. Cuando Bosch pasó junto a la puerta de su jefe se inclinó hacia el interior. Pratt estaba hablando por teléfono. Bosch captó su atención e hizo mímica de beber de una taza y luego señaló a Pratt. Negando con la cabeza, Pratt levantó una tarrina de yogur como para indicar que tenía lo que necesitaba. Bosch vio pedacitos de verde en la pasta. Trató de pensar en una fruta verde y sólo se le ocurrió el kiwi. Se alejó pensando que la única posibilidad de que el yogur tuviera peor sabor era ponerle kiwi.
Bajaron en ascensor hasta el vestíbulo y salieron al lugar donde estaba la fuente monumento en honor a los caídos en acto de servicio.
—Bueno, ¿adónde quieres ir? —preguntó Kiz.
—Depende de cuánto haya que hablar.
—Probablemente mucho.
—La última vez que trabajé en el Parker Center era fumador. Cuando necesitaba caminar y pensar iba a la Union Station y compraba cigarrillos en el quiosco. Me gustaba el lugar. Hay sillas cómodas en el vestíbulo principal. O al menos las había.
—Me parece bien.
Se encaminaron en esa dirección, tomando Los Ángeles Street hacia el norte. El primer edificio que pasaron era el de la Administración Federal, y Bosch se fijó en que las barreras de hormigón erigidas en 2001 para mantener a potenciales coches bomba lejos del edificio seguían en su lugar. La amenaza del peligro no parecía molestar a la gente que hacía cola desde la puerta del edificio. Estaban esperando para llegar a las oficinas de inmigración, cada uno de ellos aferrado a sus documentos y preparándose para presentar una solicitud de ciudadanía. Esperaban bajo los mosaicos de la fachada principal que representaban a gente vestida de ángeles, con los ojos hacia arriba, esperando en el cielo.
—¿Por qué no empiezas, Harry? —dijo Rider—. Háblame de Robert Verloren.
Bosch caminó un poco más antes de empezar.
—Me ha caído bien —dijo Bosch—. Está saliendo del pozo. Prepara más de un centenar de desayunos cada día. Me dio un plato y estaba muy bueno.
—Y seguro que es mucho más barato que el Pacific Dining Car. ¿Qué te ha contado para que estés tan furioso?
—¿De qué estás hablando?
—Tú me interpretas y yo te interpreto. Sé que te ha contado algo que te ha cabreado.
Bosch asintió. Sin duda no parecía que habían pasado tres años desde la última vez que trabajaron juntos.
—Irving. O al menos yo creo que era Irving.
—Dime.
Bosch le explicó la historia que Verloren le había relatado hacía menos de una hora. Terminó con la descripción del padre de Becky, por limitada que fuera, de los dos hombres con placas que fueron a su restaurante y lo amenazaron para que se olvidara del enfoque racial.
—A mí también me suena a Irving —dijo Rider.
—Y uno de sus perritos falderos. Quizá fuera McClellan.
—Puede ser. Entonces ¿crees que Verloren tiene razón? Ha estado mucho en el Nickel.
—Eso creo. Asegura que lleva tres años sobrio esta vez. Aunque claro, después de darle vueltas y más vueltas a algo durante diecisiete años, las percepciones no tardan en convertirse en hechos. Aun así, me parece que todo lo que dice encaja con cómo está hilvanado el caso. Creo que lo desviaron, Kiz. Iba en una dirección y lo desviaron en la contraria. Quizá sabían lo que se avecinaba, que la ciudad iba a arder. Rodney King no fue la gasolina, sólo fue la cerilla. El ambiente se había ido enrareciendo, y quizá los mandamases vieron este caso y dijeron que por el bien público teníamos que ir en la otra dirección. Sacrificaron la justicia por Rebecca Verloren.
Estaban cruzando la autovía 101 por el paso elevado de Los Ángeles Street. Ocho carriles de tráfico lento humeaban debajo de ellos. El sol brillante se reflejaba en los parabrisas y en los edificios y el hormigón. Bosch se puso las Ray-Ban. El tráfico era denso, y Rider tuvo que levantar la voz.
—No es propio de ti, Harry.
—¿El qué?
—Buscar una buena razón para que ellos hubieran hecho algo mal. Normalmente buscas el ángulo siniestro.
—¿Me estás diciendo que has encontrado el ángulo siniestro en ese archivo de la UOP?
Rider asintió con tristeza.
—Eso creo —dijo ella.
—¿Y te dejaron entrar allí y conseguirlo?
—Subí a ver al jefe a primera hora de la mañana. Le llevé un café de Starbucks; odia el de la cafetería. Eso me valió la entrada. Luego le expliqué lo que teníamos y lo que quería hacer, y el resumen es que confía en mí. Así que, más o menos, me dejó echar un vistazo por Archivos Especiales.
—La Unidad de Orden Público se creó y se desmanteló mucho antes de que él estuviera aquí. ¿Lo sabía?
—Estoy seguro de que después de aceptar el puesto le informaron. Quizás incluso antes de que lo aceptara.
—¿Le hablaste específicamente de Mackey y de los Ochos de Chatsworth?
—No específicamente. Sólo le dije que el caso que nos asignaron estaba relacionado con una antigua investigación de la UOP y que necesitaba acceder a Archivos Especiales para consultar un expediente. Envió a Hohman conmigo. Entramos, encontramos el archivo y tuve que mirarlo mientras Hohman estaba sentado conmigo al otro lado de la mesa. ¿Sabes qué, Harry? Hay un montón de expedientes en Archivos Especiales.
—Donde están enterrados todos los cadáveres…
Bosch quería decir algo más, pero no estaba seguro de cómo decirlo. Rider lo miró y lo interpretó.
—¿Qué, Harry?
Al principio no dijo nada, pero ella esperó.
—Kiz, dijiste que el hombre de la sexta confía en ti. ¿Tú confías en él?
Ella lo miró a los ojos antes de responder.
—Como confío en ti, Harry. ¿De acuerdo?
Bosch la miró.
—Con eso me basta.
Rider hizo amago de ir a girar por Arcadia, pero Bosch le señaló hacia el pueblo viejo, el lugar donde se había fundado la Ciudad de Los Ángeles. Quería ir por el camino largo y atravesarlo.
—No he estado aquí desde hace tiempo. Echemos un vistazo.
Atravesaron el patio circular donde los padres fundadores bendecían a los animales cada Pascua y después pasaron el Instituto Cultural Mexicano. Siguieron la galería comercial en forma de curva formada por quioscos de recuerdos y puestos de churros. Sonaba música grabada de mariachis procedente de altavoces que no se veían, pero como contrapunto se oía el sonido en directo de una guitarra.
Encontraron al músico sentado delante de la casa más antigua de la ciudad, la de Francisco Ávila. Se detuvieron y escucharon mientras el guitarrista entrado en años interpretaba una melodía mexicana que Bosch creía haber escuchado con anterioridad, pero que no podía identificar.
Bosch examinó la estructura de adobe que había detrás del músico y se preguntó si don Francisco Ávila tenía alguna idea de lo que estaba ayudando a poner en movimiento cuando reclamó el lugar en 1818. Desde ese lugar una ciudad crecería a lo alto y a lo ancho. Una ciudad tan grande como cualquier otra. Y tan peligrosa. Una ciudad de destino, una ciudad de invención y reinvención. Un lugar donde el sueño parecía tan sencillo de alcanzar como la señal que pusieron en una colina, pero también un lugar donde la realidad era siempre algo diferente. La carretera a esa señal en la colina tenía una verja cerrada delante.
Era una ciudad llena de gente que tenía y de gente que no tenía, de estrellas de cine y extras, de los que conducían y los que eran conducidos, de depredadores y presas. Los gordos y los hambrientos sin apenas espacio entre unos y otros. Una ciudad donde, a pesar de todo, cada día había colas de gente que esperaba detrás de barreras contra coches bomba para entrar y quedarse.
Bosch sacó el fajo de billetes del bolsillo y echó cinco dólares a la cesta del viejo músico. Él y Rider cortaron después a través de la vieja Cucamonga Winery, cuyas salas en forma de tonel habían sido convertidas en galerías y puestos de artistas, y salieron a Alameda. Cruzaron la calle hacia la estación de tren, cuya torre del reloj se alzaba delante de ellos. En la pasarela de delante pasaron un reloj de sol con una inscripción tallada en su pedestal de granito.
Visión para ver
Fe para creer
Valor para actuar
La Union Station estaba diseñada para ser espejo de la ciudad a la que servía y de la forma en la que se suponía que tenía que funcionar. Era un crisol de estilos arquitectónicos, donde entre otros se mezclaban el colonial español, el estilo misión, el art déco, el californiano, el morisco o el moderno. Pero a diferencia del resto de la ciudad, donde el crisol con mucha frecuencia se desbordaba, los estilos de la estación de tren estaban mezclados con suavidad en algo único y hermoso. A Bosch le gustaba.
A través de las puertas de cristal entraron en el oscuro vestíbulo, desde donde un alto pasadizo abovedado conducía a una inmensa sala de espera. Al recorrerlo, Bosch recordó que solía caminar por ahí no sólo por los cigarrillos, sino también para renovarse un poquito. Ir a la Union Station era como hacer una visita a la iglesia, una catedral donde las líneas elegantes de diseño, funcionalidad y orgullo cívico se entrecruzaban. En la sala de espera central las voces de los viajeros se elevaban en sus altos espacios y se transformaban en un coro de suspiros lánguidos.
—Me encanta este sitio —dijo Rider—. ¿Has visto la película Blade Runner?
Bosch asintió. La había visto.
—Era la comisaría de policía, ¿no? —preguntó.
—Sí.
—¿Has visto Confesiones verdaderas? —preguntó él.
—No, ¿era buena?
—Sí, deberías verla. Otra visión del caso de la Dalia Negra y la conspiración del departamento.
Ella gruñó.
—Gracias, pero creo que no es lo que necesito ahora mismo.
Compraron dos cafés en Union Bagel y accedieron a la sala de espera, donde había filas de asientos de cuero marrón que se alineaban como lujosos bancos de iglesia. Bosch levantó la mirada de la manera en que solía hacerlo. Doce metros por encima de sus cabezas colgaban seis enormes arañas en dos filas. Rider también levantó la mirada.
Bosch señaló entonces dos asientos libres que había cerca del quiosco de periódicos. Se sentaron en el suave cuero acolchado y dejaron sus tazas en los gruesos reposa brazos de madera.
—¿Ya estás preparado para hablar de esto? —preguntó Rider.
—Si tú lo estás —respondió—. ¿Qué había en el archivo que viste en Archivos Especiales? ¿Qué era tan siniestro?
—Para empezar, allí está Mackey.
—¿Como sospechoso del caso Verloren?
—No, el expediente no tiene nada que ver con Verloren. Verloren ni siquiera era un «bip» en el radar en aquel expediente. Todo se refiere a una investigación que se llevó a cabo y se finiquitó antes de que Rebecca Verloren estuviera ni siquiera embarazada.
—Muy bien, entonces ¿qué tiene que ver con nosotros?
—Puede que nada y puede que todo. ¿Sabes el tipo que vive con Mackey, William Burkhart?
—Sí.
—También está ahí. Sólo que entonces se le conocía como Billy Blitzkrieg. Era su apodo en la banda, los Ochos.
—Entendido.
—En marzo de mil novecientos ochenta y ocho, Billy Blitzkrieg fue condenado a un año por vandalismo en una sinagoga de North Hollywood. Daños a la propiedad, pintadas, defecación, todo.
—El delito de odio. ¿Fue el único acusado?
Rider asintió con la cabeza.
—Tenían una huella dactilar que encontraron en un spray hallado en una alcantarilla, a una manzana de la sinagoga. Aceptó un trato porque de lo contrario habrían hecho de él un ejemplo y lo sabía.
Bosch se limitó a decir que sí con la cabeza. No quería preguntar nada que interrumpiera la narración.
—En los informes y en la prensa, Burkhart (o Blitzkrieg o como quieras llamarlo) está representado como el líder de los Ochos. Decían que hacían un llamamiento para que el ochenta y ocho fuera un año de levantamiento racial y étnico en honor de su estimado Adolf Hitler. Ya conoces la cantinela. Guerra santa racial, venganza de la basura blanca y todo eso. Todos iban con sus jerséis de los Vikingos de Minnesota, porque aparentemente los vikingos eran una raza pura. Todos se habían tatuado el número ochenta y ocho.
—Me hago a la idea.
—El caso es que tenían mucho contra Burkhart. Lo habían pillado bien con lo de la sinagoga, y tenían a los federales mascando la idea de hacer un baile de derechos civiles en su cabeza puntiaguda. Había muchos delitos, empezando a principios de año, cuando brindaron por el Año Nuevo quemando una cruz en el jardín de una familia negra en Chatsworth. Después hubo más cruces quemadas, llamadas de teléfono amenazadoras y avisos de bomba. El asalto de la sinagoga. Incluso arrasaron una guardería judía en Encina. Todo eso fue a primeros de enero. También empezaron a coger trabajadores mexicanos en las esquinas y llevarlos al desierto, donde los asaltaban o los abandonaban, o ambas cosas, normalmente ambas cosas. Usando su terminología estaban fomentando la desarmonía, porque creían que eso conduciría a la separación de las razas.
—Sí, he oído esa canción.
—Muy bien, como he dicho, estaban preparados para hacer de Burkhart el chico del póster de todo esto y, si acudían al Departamento de Justicia, podría haber terminado con una condena mínima de diez años en un penal federal.
—Así que aceptó un trato.
Rider asintió con la cabeza.
—Cumplió un año en Wayside y una condicional de cinco años, y el resto se olvidó. Y los Ochos cayeron con él. Se disolvieron y fue el final de la amenaza. Todo pasó a finales de marzo, mucho antes de Verloren.
Al pensar en ello, Bosch observó a una mujer con prisa mientras llevaba de la mano a una niña hacia el acceso a las vías de Metroline. La mujer también cargaba con una maleta pesada y su foco estaba sólo en la puerta de delante. La niña era arrastrada con la cara hacia arriba mientras miraba al techo. Estaba sonriendo a algo. Bosch levantó la mirada y miró un globo infantil enganchado en uno de los cuadrados del techo. El desastre de un niño era una sonrisa secreta para otro. El globo era naranja y blanco y tenía forma de pez, y Bosch sabía por su hija que era un personaje animado llamado Nemo. Tuvo un flash de su hija, pero lo apartó rápidamente para poder concentrarse. Miró a Rider.
—Entonces ¿qué pintaba Mackey en todo esto? —preguntó.
—Era carne de cañón —respondió Rider—. Uno de los peces pequeños. Lo consideraban el recluta perfecto. Un fracasado del instituto sin expectativas en la vida. Estaba en condicional por robo, y su historial juvenil estaba plagado de robos de coches, atracos y drogas. Así que era justo el tipo que estaban buscando. Un perdedor que podían moldear como un guerrero blanco. Pero una vez que lo metieron en el grupo se dieron cuenta de que era (en palabras de Burkhart) más inútil que un negro en el agua. Aparentemente era tan estúpido que tuvieron que sacarlo del grupo de grafiteros porque ni siquiera sabía escribir su vocabulario racista básico. De hecho, su apodo en el grupo era Dujío, porque fue así como escribió «judío» con spray en el muro de una sinagoga.
—¿Disléxico?
—Diría que sí.
Bosch negó con la cabeza.
—Incluso con el regalo del ADN en la escena de Verloren, no veo a este tipo.
—Estoy de acuerdo. Creo que tuvo un papel, pero no el protagonista. Es un cabeza hueca.
Bosch decidió aparcar a Mackey y concentrarse en el principio del informe.
—Si tenían toda esta información confidencial sobre estos tipos, ¿cómo es que sólo cayó Burkhart?
—Estoy llegando a eso.
—¿Aquí es donde empieza el high jingo?
—Exacto. Verás, Burkhart era un líder de los Ochos, pero no era «el» líder.
—Ah.
—El líder se identificó como un tipo llamado Richard Ross. Era mayor que los demás. Un verdadero creyente. Tenía veintiún años y era el labia que reclutó a Burkhart y luego a la mayoría de los Ochos y el que puso todo en marcha.
Bosch asintió. Richard Ross era un nombre corriente, pero sabía adónde iban a ir a parar.
—¿Este Richard Ross, era como Richard Ross junior?
—Exactamente. El hijo pródigo del capitán Ross.
El capitán Richard Ross había sido largo tiempo el jefe de la División de Asuntos Internos durante la primera parte de la carrera de Bosch en el departamento. Ya estaba retirado.
Para Bosch el resto de la historia encajó.
—Así que no tocaron al hijo y salvaron del bochorno al padre y a todo el departamento —dijo—. Se lo cargaron todo a Burkhart, el segundo al mando de Ross. Burkhart fue a Wayside, y el grupo se separó. Achácalo todo a un error de juventud.
—Eso es.
—Y deja que lo adivine: toda la información secreta procedía de Richard Ross junior.
—Muy bien. Era parte del trato. Richard junior delató a todo el mundo, y eso era lo único que la UOP necesitaba para disgregar tranquilamente al grupo. Junior después salió airoso.
—Todo en una jornada de trabajo para Irving.
—¿Y sabes lo que es gracioso? Creo que Irving es un apellido judío.
Bosch negó con la cabeza.
—Tanto si lo es como si no, no tiene gracia —dijo.
—Sí, ya lo sé.
—No si Irving vio una ocasión.
—Leyendo entre líneas el informe, diría que vio todas las ocasiones.
—Este acuerdo le dio el control de Asuntos Internos. Me refiero al control real y absoluto sobre quién era investigado y cómo se conducía la investigación. Le puso a Ross en el bolsillo. Explica mucho acerca de lo que estaba pasando entonces.
—Fue antes de que yo llegara.
—Así que se ocuparon de los Ochos e Irving consiguió un buen premio al tener a Richard Ross padre de perrito faldero —dijo Bosch, pensando en voz alta—. Pero entonces mataron a Rebecca Verloren con una pistola robada a un tipo al que los Ochos habían estado acosando, una pistola probablemente robada por uno de los mequetrefes que quedaron impunes. Todo el acuerdo podía derrumbarse si el asesinato se volvía contra los Ochos y luego contra ellos.
—Exacto. Así que se entrometieron y desviaron la investigación. La confundieron y nadie cayó por eso.
—Hijos de puta —susurró Bosch.
—Pobre Harry. Todavía estás oxidado de tu retiro. Pensaste que podían haber enterrado el caso porque estaban tratando de evitar que la ciudad ardiera. No era nada tan noble.
—No, sólo estaban tratando de salvar el cuello y la posición que el acuerdo con Ross les había proporcionado. A Irving.
—Todo eso es suposición —le advirtió Rider.
—Claro, sólo leyendo entre líneas.
Bosch sintió el ansia de fumar más grande que había experimentado en al menos un año. Miró el quiosco y vio los paquetes en el estante, detrás del mostrador. Apartó la mirada y se fijó en el globo del techo. Pensó que sabía cómo se sentía Nemo atrapado allí arriba.
—¿Cuándo se retiró Ross? —preguntó.
—En el noventa y uno. Siguió hasta que cumplió veinticinco años (le permitieron eso) y se retiró. Lo comprobé, se trasladó a Idaho. También investigué a Junior, y ya se había trasladado allí antes que él. Probablemente es uno de esos enclaves blancos donde se siente a gusto.
—Y probablemente estaba allí partiéndose el culo de risa cuando esta ciudad saltó por los aires después de lo de Rodney King en el noventa y dos.
—Probablemente, pero no demasiado tiempo. Murió en un accidente en el noventa y tres. Volvía de una concentración antigubernamental en el culo del mundo. Supongo que lo que va viene.
Bosch sintió un golpe sordo en el estómago. Había empezado a gustarle Richard Ross junior para el asesinato de Becky Verloren. Podría haberse servido de Mackey para que le consiguiera la pistola y quizá para ayudarle a subir a la víctima por la colina. Pero ahora estaba muerto. ¿La investigación podía llevarle a un callejón sin salida? ¿Terminarían acudiendo a los padres de Rebecca para decirles que su hija muerta hacía tanto tiempo había sido asesinada por alguien que también llevaba mucho tiempo muerto? ¿Qué clase de justicia sería esa?
—Ya sé qué estás pensando —dijo Rider—. Podría haber sido nuestro tipo. Pero no lo creo. Según el ordenador, se sacó su licencia de conducir en Idaho en mayo del ochenta y ocho. Supuestamente ya estaba allí cuando cayó Verloren.
—Sí, supuestamente.
Bosch no estaba convencido por una simple búsqueda en Tráfico. Recapituló otra vez toda la información para ver si se le ocurría algo más.
—De acuerdo, revisémoslo un minuto, quiero asegurarme de que lo he entendido todo. En el ochenta y ocho teníamos a un puñado de esos chicos del valle que se llamaban los Ochos y que corrían con sus jerséis de los Vikingos tratando de iniciar una guerra santa racial. El departamento les echa el ojo y enseguida descubre que el cerebro que hay detrás de ese grupo es el hijo de nuestro propio capitán Ross, del Departamento de Asuntos Internos. El inspector Irving, mira por dónde sopla el viento y piensa: «Hum, creo que puedo usar esto en mi beneficio». Así que pone coto a la búsqueda de Richard hijo y sacrifican a William Billy Blitz Burkhart al dios de la justicia. Los Ochos se disgregan y los chicos buenos se apuntan un tanto. Y Richard hijo se escabulle, un tanto para Irving, porque tiene a Richard padre en el bolsillo. Desde entonces todos viven felices. ¿Me he perdido algo?
—En realidad es Billy Blitzkrieg.
—Pues Blitzkrieg. El caso es que todo quedó empaquetado a principios de la primavera, ¿sí?
—A finales de marzo. Y a principios de mayo Richard Ross junior se trasladó a Idaho.
—De acuerdo, así que en junio alguien entra en la casa de Sam Weiss y roba su pistola. Luego en julio, el día después de nuestra fiesta nacional, nada menos, una chica mestiza es raptada de su casa y asesinada. No violada, pero asesinada, lo cual es importante recordar. El asesinato se hace pasar como un suicidio. Pero lo hacen mal, y todo apunta a alguien nuevo en esto. El caso se asigna a García y Green, que finalmente se dan cuenta de que se trata de un asesinato y conducen una investigación que no les lleva a ninguna parte, porque, consciente o inconscientemente, los empujan en esa dirección. Ahora, diecisiete años después, el arma del crimen se relaciona de manera incontrovertible con alguien que sólo unos meses antes del asesinato formaba parte de los Ochos. ¿Qué me he perdido?
—Creo que lo tienes todo.
—Entonces la pregunta es: ¿cabe la posibilidad de que los Ochos no hubieran terminado? ¿Que continuaran fomentando sus ideas, sólo que trataban de ocultar su firma. Y que subieran la apuesta inicial para incluir el asesinato?
Rider negó lentamente con la cabeza.
—Cualquier cosa es posible, pero eso no tiene mucho sentido. El objetivo de los Ochos eran las afirmaciones, afirmaciones públicas. Quemaban cruces y pintaban sinagogas. Pero asesinar a alguien y después intentar camuflado como suicidio no es una gran afirmación.
Bosch asintió con la cabeza. Rider tenía razón. El razonamiento carecía de fluidez lógica.
—Ahora bien, sabían que tenían al departamento tras sus pasos —dijo Bosch—. Quizás algunos de ellos continuaban operando, pero como un movimiento subterráneo.
—Como he dicho, cualquier cosa es posible.
—De acuerdo, así que tenemos a Ross junior supuestamente en Idaho y tenemos a Burkhart en Wayside. Los dos líderes. ¿Quién quedaba además de Mackey?
—Hay otros cinco nombres en el archivo. Ninguno de los nombres me decía nada.
—Por ahora es nuestra lista de sospechosos. Hemos de investigarlos y ver de dónde vinieron… Espera un momento, espera un momento. ¿Burkhart estaba todavía en Wayside? Dijiste que le cayó un año, ¿no? Eso significa que habría salido en cinco o seis meses a no ser que se metiera en problemas allí. ¿Cuándo ingresó exactamente?
Rider negó con la cabeza.
—No, tuvo que ser a finales de marzo o primeros de abril cuando ingresó en Wayside. No podría haber…
—No importa cuándo ingresó en Wayside. ¿Cuándo lo detuvieron? ¿Cuándo fue el asunto de la sinagoga?
—Fue en enero. Primeros de enero. Tengo la fecha exacta en el archivo.
—De acuerdo, primeros de enero. Dijiste que las huellas en una lata de spray lo vinculaban con Burkhart. ¿Cuánto tardarían en el ochenta y ocho, cuando probablemente todavía lo hacían a mano, una semana si era un caso caliente como este? Si detuvieron a Burkhart a finales de enero y no presentó fianza…
Levantó las manos en alto, permitiendo que Rider terminara.
—Febrero, marzo, abril, mayo, junio —dijo ella con excitación—. Cinco meses. Si ganó créditos de tiempo podría fácilmente haber salido ¡en julio!
Bosch asintió. El sistema penitenciario del condado albergaba a internos que esperaban juicio o cumplían sentencias de un año o menos. Durante décadas el sistema había estado superpoblado y la población reclusa limitada a un máximo dictado por el juez. Esto resultó en la rutinaria liberación de internos a través de las ratios de reducción de condena que fluctuaban según la población penitenciaria de cada cárcel, pero que a veces llegaban hasta los tres días de reducción por cada uno cumplido.
—Esto tiene buen aspecto, Harry.
—Quizá demasiado bueno. Hemos de atarlo.
—Cuando volvamos, me meteré en el ordenador y descubriré cuándo salió de Wayside. ¿Qué tiene esto que ver con la escucha?
Bosch pensó un momento acerca de si deberían ralentizar las cosas.
—Creo que seguimos adelante con el pinchazo. Si la fecha de Wayside encaja, vigilaremos a Mackey y a Burkhart. De todos modos, asustaremos a Mackey porque es el débil. Lo haremos cuando esté en el trabajo y lejos de Burkhart. Si estamos en lo cierto, le llamará. —Se levantó—. Pero aún hemos de investigar los otros nombres, los otros miembros de los Ochos —añadió.
Rider no se levantó. Lo miró.
—¿Crees que va a funcionar?
Bosch se encogió de hombros.
—Ha de funcionar.
Miró en torno a la oscura estación de tren. Comprobó caras y ojos, buscando a alguien que apartara rápidamente la mirada. En parte había esperado ver a Irving entre la multitud de viajeros. Don Limpio en escena. Eso era lo que Bosch solía pensar cuando Irving aparecía en la escena de un Crimen.
Rider se levantó. Tiraron las tazas vacías en una papelera y caminaron hacia las puertas principales de la estación. Cuando llegaron allí, Bosch miró detrás de ellos, buscando de nuevo a alguien que los estuviera siguiendo. Sabía que ahora tenía que considerar esas posibilidades. El lugar que veinte minutos antes le había parecido cálido y acogedor ahora le parecía sospechoso y ominoso. Las voces del interior ya no eran alegres susurros. Había un filo agudo en ellas. Sonaban enfadadas.
Cuando salieron, se fijó en que el sol se había desplazado detrás de las nubes. No iba a necesitar las gafas de sol en su paseo de vuelta.
—Lo siento, Harry —dijo Rider.
—¿Por qué?
—Pensaba que tu vuelta sería diferente. Aquí estamos, es tu primer caso y el high jingo está por todas partes.
Bosch asintió cuando franquearon la puerta principal. Vio el reloj de sol y las palabras grabadas en granito debajo. Sus ojos se fijaron en la última línea:
Valor para actuar
—No tengo miedo —dijo—, pero ellos sí deberían tenerlo.