A las 7.50 de la mañana siguiente Bosch volvía a estar en el Nickel. Estaba observando la cola para desayunar en el albergue Metropolitano y tenía la mirada fija en Robert Verloren, que se hallaba en la cocina, detrás de las mesas de vapor. Bosch había tenido suerte. A primera hora de la mañana daba la sensación de que se había producido un cambio de turno entre los sin techo. La gente que patrullaba las calles en la oscuridad estaba durmiendo la borrachera de sus fracasos nocturnos y había sido sustituida por los sin techo del primer turno, aquellos que eran lo bastante listos para ocultarse de la calle durante la noche. La intención de Bosch había sido empezar otra vez por los centros grandes, pero ya antes de llegar, y tras aparcar otra vez en Japantown, empezó a mostrar la foto de Verloren a la gente de la calle más lúcida que encontró y casi de inmediato empezó a obtener respuestas. La población diurna reconocía a Verloren. Algunos dijeron que habían visto al tipo de la foto, pero que era mucho más viejo. Finalmente, Bosch se encontró con un hombre que de manera natural dijo «Sí, es Chef», y le señaló a Bosch hacia el albergue Metropolitano.
El Metropolitano era uno de los albergues satélite más pequeños que se agolpaban en torno al Ejército de Salvación y a La Misión de Los Ángeles y su función era aliviar el flujo excesivo de gente de la calle, particularmente en los meses de invierno, cuando, el clima más benigno de Los Ángeles atraía hacia la ciudad una migración desde lugares más fríos del norte. Estos centros más pequeños carecían de medios para proporcionar tres comidas al día y por acuerdo se especializaban en un servicio. En el Metropolitano, el servicio era un desayuno que empezaba todos los días a las siete de la mañana. Cuando Bosch llegó allí, la fila de hombres y mujeres temblorosos y mal arreglados se extendía hasta más allá de la puerta del centro de comidas, y las largas filas de mesas estilo picnic del interior estaban repletas. En la calle había corrido la voz de que el Metropolitano servía el mejor desayuno del Nickel.
Bosch se había abierto camino mostrando la placa y muy pronto localizó a Verloren en la cocina, detrás de las mesas de servir. No parecía que Verloren estuviera haciendo una labor en particular, sino que daba la sensación de estar supervisando la preparación de varias cosas, de estar al mando. Iba pulcramente vestido con una camisa cruzada blanca encima de pantalones oscuros, un delantal blanco inmaculado que le llegaba por debajo de las rodillas y un sombrero alto de chef.
El desayuno consistía en huevos revueltos con pimientos rojos y verdes, patatas y cebollas doradas en la sartén, sémola de maíz y salchichas. Tenía buen aspecto y olía apetecible para Bosch, que había salido de casa sin comer nada porque quería ponerse en marcha deprisa. A la derecha de la cola había una mesa con dos grandes termos de café para autoservicio y estantes con tazas hechas de porcelana gruesa que se habían astillado y se habían tornado amarillentas con el tiempo. Bosch cogió una taza y la llenó de café muy caliente. Dio un traguito y esperó. Cuando Verloren caminó hacia la mesa de servir utilizando la camisa de su delantal para sostener una pesada bandeja caliente de huevos, Bosch hizo su movimiento.
—Eh, Chef —llamó por encima del tintineo de cucharas de servir y voces.
Verloren miró, y Bosch notó que su interlocutor inmediatamente determinó que Bosch no era un «cliente». Como la noche anterior, Bosch se había vestido de manera informal, pero pensó que Verloren podría haber sido capaz de adivinar que era poli. Este se alejó de la mesa de servir y se acercó, aunque sin llegar hasta donde estaba Bosch. Parecía existir una línea invisible en el suelo que representaba la demarcación entre la cocina y el espacio para comer. Verloren no la cruzó. Se quedó allí de pie, utilizando su delantal para sostener la bandeja de servir casi vacía que había cogido de la mesa de vapor.
—¿Puedo ayudarle?
—Sí, ¿tiene un minuto? Me gustaría hablar con usted.
—No, no tengo un minuto, estoy en medio del desayuno.
—Es sobre su hija.
Bosch vio un ligero temblor en los ojos de Verloren. Cayeron durante un segundo y después volvieron a levantarse de nuevo.
—¿Es de la policía?
Bosch asintió.
—¿Me deja que termine? Ahora estamos sacando las últimas bandejas. No hay problema. ¿Quiere comer? Parece que tiene hambre.
—Eh…
Bosch se fijó en que las mesas de la sala estaban repletas. No sabía dónde iba a poder sentarse. Ese tipo de comedores tenían las mismas normas no escritas y protocolos que las prisiones. Si se añadía un alto grado de enfermedad mental entre la población de los sin techo, el resultado era que uno podía cruzar algún tipo de frontera con sólo elegir un asiento determinado.
—Venga conmigo —dijo Verloren—. Tenemos una mesa en la parte de atrás.
Bosch se volvió hacia Verloren, pero el chef del desayuno ya se estaba dirigiendo hacia la cocina. Lo siguió y este lo condujo a través de las zonas de cocina y preparación hasta una sala trasera donde había una mesa vacía de acero inoxidable con un cenicero lleno.
—Siéntese.
Verloren sacó el cenicero y lo ocultó a su espalda. No lo hizo como si lo estuviera escondiendo, sino como el camarero o el maître que quiere que la mesa esté en perfectas condiciones para el cliente. Bosch le dio las gracias y se sentó.
—Volveré enseguida —dijo Verloren.
En menos de un minuto, Verloren trajo un plato lleno de todas las cosas que Bosch había visto en la mesa de servir. Cuando puso los cubiertos, Bosch advirtió el temblor en su mano.
—Gracias, pero estaba pensando… ¿Habrá suficiente? Para la gente de la cola.
—No vamos a decirle que no a nadie, siempre que lleguen a tiempo. ¿Qué tal el café?
—Bien, gracias. ¿Sabe?, no es que no quisiera quedarme allí con ellos, sino que no sabía dónde sentarme.
—Lo entiendo. No hace falta que dé explicaciones. Déjeme que saque esas bandejas y podremos hablar. ¿Han detenido a alguien?
Bosch lo miró. Había una expresión de esperanza, casi de súplica en los ojos de Verloren.
—Todavía no —dijo Bosch—, pero nos estamos acercando a algo.
—Volveré lo antes posible. Coma. Yo lo llamo «Revuelto de Malibú».
Bosch miró su plato. Verloren volvió a la cocina.
Los huevos estaban buenos, y el desayuno en su conjunto. No había tostadas, pero eso habría sido pedir demasiado. La zona de separación en la que estaba sentado se hallaba entre el área de preparación de la cocina y la amplia sala: donde dos hombres iban llenando un lavaplatos industrial. Había mucho bullicio, el ruido de ambas direcciones rebotaba en las paredes de baldosas grises. Una puerta de doble batiente daba acceso al callejón de la parte de atrás. Una de las hojas estaba abierta, y el aire frío que entraba hacía soportables el vapor del lavavajillas y el calor que emanaba de la cocina.
Después de que Bosch se acabara el desayuno y terminara de bajarlo con lo que le quedaba del café, se levantó y salió al callejón para hacer una llamada telefónica lejos del ruido. Inmediatamente vio que el callejón era un campamento. Las paredes traseras de las misiones que había a un lado y de los almacenes de juguetes del otro estaban recubiertas casi de extremo a extremo con refugios de cartón y lona. Reinaba el silencio. Probablemente aquellos eran los refugios hechos a mano de los habitantes de la noche. No era que no hubiera sitio para ellos en los albergues de las misiones, sino que esas camas comportaban unas reglas básicas a las que la gente del callejón no quería someterse.
Harry Bosch llamó al móvil de Kiz Rider, quien respondió enseguida. Ya estaba en la sala 503 y acababa de terminar de repartir la solicitud de escucha. Bosch habló en voz baja.
—He encontrado al padre.
—Buen trabajo, Harry. Todavía lo tienes. ¿Qué dice? ¿Reconoce a Mackey?
—Aún no he hablado con él.
Explicó la situación y preguntó si había alguna novedad por su parte.
—La orden está en el escritorio del capitán. Abel va a meterle prisa si no tenemos noticias a las diez, después sube por la cadena.
—¿A qué hora has entrado?
—Pronto. Quería terminar con esto.
—¿Tuviste ocasión de leer el diario de la chica anoche?
—Sí, lo leí en la cama. No ayuda mucho. Son secretos de escuela. Amor no correspondido, enamoramientos semanales, cosas así. Se menciona a MVA, pero no hay ninguna pista respecto a su identidad. Incluso podría ser un personaje de fantasía por la manera en que habla de lo especial que es. Creo que García no se equivocó al devolvérselo a la madre. No va a ayudarnos.
—¿En el diario de refiere a MVA en masculino?
—Humm, Harry, eso es inteligente. No me he fijado. Lo tengo aquí y lo comprobaré. ¿Sabes algo que yo no sepa?
—No, sólo trataba de cubrir las posibilidades. ¿Danny Kotchof? ¿Aparece?
—Al principio. Lo menciona por el nombre después desaparece y el misterioso MVA ocupa su lugar.
—El señor X…
—Escucha, voy a subir a la sexta enseguida. Intentaré conseguir acceso a aquellos viejos archivos de los que estábamos hablando.
Bosch se fijó en que ella no había mencionado que eran archivos de la UOP. Se preguntó si Pratt o algún otro andaban cerca y ella estaba tomando precauciones para que no la oyeran.
—¿Hay alguien ahí, Kiz?
—Exacto.
—Tomas todas las precauciones, ¿no?
—Exacto.
—Bien. Buena suerte. Por cierto, ¿encontraste un teléfono en Mariano?
—Sí —dijo ella—. Hay un teléfono y está el nombre de William Burkhart. Debe de ser un compañero de piso. Este tipo es sólo unos años mayor que Mackey y tiene un historial que incluye un delito de odio. No hay nada en años recientes, pero hay un delito de odio en el ochenta y ocho.
—¿Y sabes qué? —dijo Bosch—. También era vecino de Sam Weiss. Creo que olvidé mencionarlo cuando hablamos anoche.
—Demasiada información nueva.
—Sí. Me estaba preguntando una cosa. ¿Cómo es que los móviles de Mackey no aparecieron en Auto Track?
—Te llevo ventaja en eso. Busqué el número y no es suyo. Está a nombre de Belinda Messier. Su dirección está en Melba, también en las colinas de Woodland. No tiene antecedentes, salvo infracciones de tráfico. Quizás es su novia.
—Quizás.
—Cuando tenga tiempo intentaré investigarla. Estoy sintiendo algo aquí, Harry. Todo empieza a cuadrar. Todo este material del ochenta y ocho. Intenté sacar el archivo sobre el delito de odio, pero…
—¿Orden Público?
—Exacto. Y por eso voy a subir a la sexta.
—De acuerdo. ¿Algo más?
—He llamado a la DAP antes que nada. Todavía no han encontrado la caja de pruebas. Aún no tenemos la pistola. Me estoy preguntando si la guardaron mal o se la llevaron.
—Sí —dijo Bosch, pensando en lo mismo. Si el caso se volvía hacia el interior del departamento, las pruebas podrían haberse perdido a propósito y de manera permanente—. Bueno, antes de que haga esta entrevista volvamos un minuto al diario. ¿Hay algo relacionado con el embarazo?
—No, no hablaba de eso. Las entradas están fechadas y dejó de escribir a finales de abril. Quizá fue cuando lo descubrió. Creo que quizá dejó de escribirlo por si sus padres lo estaban leyendo secretamente.
—¿No menciona ningún sitio al que pudiera haber ido?
—Menciona muchas películas —dijo Rider—. No con quién fue a verlas, sino las películas específicas que vio y lo que pensaba de ellas. ¿Qué estás pensando, adquisición de objetivo?
Necesitaban saber dónde se habían cruzado los caminos de Mackey y Rebecca Verloren. Era un agujero en el caso al margen de cuál fuera la motivación. ¿Dónde había establecido contacto Mackey con Verloren para adquirirla como objetivo?
—Cines —dijo él—. Podría ser el sitio en el que se cruzaron.
—Exactamente. Y creo que todos los cines del valle de San Fernando están en centros comerciales. Eso amplía todavía más la zona de cruce.
—Es algo en lo que pensar.
Bosch dijo que iría a la oficina después de hablar con Robert Verloren, y ambos colgaron. Cuando Bosch volvió a entrar, el ruido del lavaplatos parecía incluso mayor. El servicio de desayuno casi había terminado y el personal cerraba con fuerza los lavaplatos. Bosch se sentó a la mesa otra vez y se fijó en que alguien se había llevado su plato vacío. Trató de pensar en la conversación con Rider. Sabía que un centro comercial era un lugar descomunal para el cruce de caminos, un lugar donde resultaba fácil imaginar que alguien como Mackey se cruzara con alguien como Rebecca Verloren. Se preguntó si el crimen podría haberse reducido a un encuentro casual: Mackey viendo a una chica con la obvia mezcla de razas en la cara, el pelo y los ojos. ¿Podía haberlo irritado hasta el extremo de haberla seguido hasta su casa y después volver solo o con otros para secuestrarla y matarla?
Parecía una posibilidad remota, pero la mayoría de las teorías empezaban como posibilidades remotas. Pensó en la investigación original y la posibilidad de que hubiera sido empañada por el departamento. No había nada en el expediente que indicara hacia el ángulo racial: Sin embargo, en 1988, el departamento habría ido hasta el extremo para no representarlo. El departamento y la ciudad tenían un punto ciego. Una infección de animosidades raciales estaba pudriéndose bajo la superficie en 1988, pero ambos miraron hacia otro lado. La piel que cubría la herida purulenta se abrió por fin unos años después, y la ciudad fue destrozada durante tres días de disturbios, los peores en el país en un cuarto de siglo. Bosch tenía que considerar que la investigación del asesinato de Rebecca Verloren podía haber quedado atrofiada a fin de mantener la enfermedad bajo la superficie.
—¿Está preparado?
Bosch levantó la mirada y vio a Robert Verloren de pie ante él. Estaba sudando por el esfuerzo y tenía el sombrero del chef en la mano. Todavía se percibía un ligero temblor en el brazo.
—Sí, claro. ¿Quiere sentarse?
Verloren se sentó enfrente de Bosch.
—¿Siempre es así? —preguntó Bosch—. ¿Tan repleto?
—Cada mañana. Hoy hemos servido ciento sesenta y dos platos. Mucha gente cuenta con nosotros. No, espere, digamos ciento sesenta y tres platos. Me olvidé de usted. ¿Qué tal estaba?
—Francamente bien. Gracias, necesitaba el combustible.
—Es mi especialidad.
—Es un poco distinto a cocinar para Johnny Carson y la gente de Malibú, ¿eh?
—Sí, pero no lo echo de menos. En absoluto. Fue sólo una parada en el camino para descubrir el lugar al que pertenezco. Pero ahora estoy aquí, gracias a Jesucristo Nuestro Señor, y es aquí adonde quiero pertenecer.
Bosch asintió con la cabeza. Tanto si lo hacía de manera intencional como si no, Verloren estaba comunicando a Bosch que debía su nueva vida a la intervención de la fe. Bosch había descubierto con frecuencia que aquellos que más hablaban de la fe eran los que tenían menos.
—¿Cómo me ha encontrado? —preguntó Verloren.
—Mi compañera y yo hablamos con su mujer ayer, y ella nos dijo que la última vez que supo de usted estaba aquí abajo. Empecé a buscar anoche.
—Yo en su caso no iría por esas calles por la noche. Había un ligero dejo caribeño en su voz, pero que sin duda había disminuido con el curso del tiempo.
—Pensaba que iba a encontrarlo en la cola, no dando de comer a la gente de la cola.
—Bueno, no hace tanto tiempo que estaba en la cola. Tuve que estar allí para estar donde estoy hoy.
Bosch asintió otra vez. Había oído esos mantras del ir día a día con anterioridad.
—¿Cuánto tiempo lleva sobrio?
Verloren sonrió.
—¿Esta vez? Más de tres años.
—Mire, no quiero forzarle a revivir el trauma de diecisiete años atrás, pero hemos reabierto el caso.
—No importa, detective. Yo reabro el caso todas las noches cuando cierro los ojos y cada mañana cuando rezo mis plegarias a Jesús.
Bosch asintió otra vez.
—¿Quiere hacer esta entrevista aquí o prefiere dar un paseo hasta el Parker Center para que podamos sentamos en una sala tranquila?
—Aquí está bien. Aquí estoy cómodo.
—De acuerdo, deje que le cuente un poco lo que está ocurriendo. Trabajo para la unidad de Casos Abiertos. Actualmente estamos investigando de nuevo el asesinato de su hija porque tenemos cierta información nueva.
—¿Qué información?
Bosch decidió adoptar un enfoque distinto con él. Donde se había guardado información con la madre, decidió contárselo todo al padre.
—Tenemos una coincidencia entre la sangre que encontraron en el arma utilizada en el crimen y un individuo del que estamos prácticamente seguros de que vivía en Chatsworth en el momento del crimen. Es una coincidencia de ADN. ¿Sabe lo que es eso?
Verloren asintió.
—Lo sé. Como con OJ.
—Esta es sólida. No significa que sea quien mató a Rebecca, sino que significa que estuvo cerca del crimen, y eso nos acerca a nosotros.
—¿Quién es?
—Llegaré a eso en un minuto. Pero antes, señor Verloren, quisiera hacerle unas preguntas relacionadas con usted y con el caso.
—¿Conmigo?
Bosch sintió que la tensión aumentaba. La piel bajo los ojos de Verloren se tensó. Se dio cuenta de que podría haber sido descuidado con este hombre, equivocando su posición en la cocina como una señal de salud mental y olvidando la advertencia que Rider había planteado sobre la población sin hogar.
—Bueno —dijo—, me gustaría saber algo más acerca de lo que le ha ocurrido a usted en los años transcurridos desde la desaparición de Rebecca.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Quizá nada, pero quiero saberlo.
—Lo que me ocurrió a mí es que tropecé y caí en un agujero negro. Tardé mucho tiempo en ver la luz y encontrar una salida. ¿Tiene hijos?
—Una hija.
—Entonces ya sabe a qué me refiero. Si pierdes a un hijo del modo en que yo perdí a mi hija, se terminó, amigo. Fin. Eres como una botella vacía arrojada por la ventana. Los coches siguen pasando, pero tú estás en el arcén, roto.
Bosch asintió. Eso lo sabía. Vivía una vida de apabullante vulnerabilidad, consciente de que lo que pudiera ocurrir en una ciudad lejana podía causar que viviera o muriera, o que cayera en el mismo agujero negro que Verloren.
—¿Después de la muerte de su hija perdió el restaurante?
—Exacto. Era lo mejor que podía ocurrirme. Necesitaba que me ocurriera eso para descubrir quién era yo en realidad. Y para abrirme camino hasta aquí.
Bosch sabía que esas defensas emocionales eran frágiles. Siguiendo la lógica de Verloren, cabía argumentar que la muerte de su hija era lo mejor que podía haber le ocurrido, porque le condujo a la pérdida del restaurante, lo cual desencadenó todos los maravillosos descubrimientos personales que había hecho. Era mentira y los dos hombres que estaban sentados a la mesa lo sabían; uno simplemente no podía admitirlo.
—Señor Verloren, hable conmigo —dijo Bosch—. Deje todas las lecciones de autoayuda para sus reuniones y para los desarrapados de la cola. Dígame cómo tropezó. Dígame cómo cayó en ese agujero negro.
—Simplemente pasó.
—No todo el mundo que pierde un hijo cae tan a fondo en el agujero. No es la única persona a la que le ha ocurrido, señor Verloren. Algunas personas terminan en la tele, otros se presentan al Congreso. ¿Qué le sucedió a usted? ¿Por qué usted es diferente? Y no me diga que es porque quería más a su hija. Todos amamos a nuestros hijos.
Verloren se quedó un momento en silencio. Apretó con fuerza los labios mientras se recomponía. Bosch sabía que lo había enfurecido. Pero eso estaba bien. Necesitaba forzar la situación.
—Muy bien —dijo Verloren—. Muy bien.
Pero eso fue todo. Bosch veía los músculos de la mandíbula trabajando. El dolor de los últimos diecisiete años estaba en su rostro. Bosch podía leerlo como un menú. Aperitivos, entrantes, postres. Frustración, rabia, pérdida irreparable.
—¿Muy bien qué, señor Verloren?
Verloren asintió con la cabeza. Había eliminado la última barricada.
—Podría culparles a ustedes, pero debo culparme a mí. Abandoné a mi hija en su muerte, detective. Y después el único lugar en el que podía esconderme de mi traición era la botella. La botella abre el agujero negro. ¿Entiende?
Bosch asintió.
—Lo estoy intentando. Dígame qué quiere decir con «culparles a ustedes». ¿Se refiere a los polis? ¿Se refiere a los blancos?
—Me refiero a todo eso.
Verloren se volvió en su silla de manera que su espalda quedó contra la pared de azulejos que había junto a la mesa. Miró hacia la puerta que daba al callejón. No estaba mirando a Bosch. Bosch deseaba el contacto visual, pero estaba dispuesto a dejar que las cosas siguieran su curso siempre y cuando Verloren continuara hablando.
—Entonces empecemos con los polis —dijo Bosch—. ¿Por qué culpa a los polis? ¿Qué hicieron los polis?
—Espera que hable con usted de lo que ustedes hicieron.
Bosch pensó cuidadosamente antes de responder. Sintió que era el punto de inflexión de la entrevista y sentía que aquel hombre tenía algo importante que contarle.
—Empezamos con el hecho de que amaba a su hija, ¿verdad? —dijo Bosch.
—Por supuesto.
—Bueno, señor Verloren, lo que le ocurrió nunca tendría que haber ocurrido. No puedo hacer nada al respecto. Pero intento hablar por ella. Por eso estoy aquí. Lo que los polis hicieron diecisiete años atrás no es lo que vaya hacer yo. De todas formas, la mayoría de ellos están muertos ahora. Si todavía ama a su hija, si ama su recuerdo, entonces me contará la historia. Me ayudará a hablar por ella. Es la única forma que tiene de compensar lo que hizo entonces.
Verloren empezó a asentir a mitad de la petición de Bosch. Bosch sabía que lo tenía, que se abriría. Era una cuestión de redención. No importaba cuántos años habían pasado. La redención siempre era la clave del éxito.
Una única lágrima resbaló por la mejilla izquierda de Verloren, casi imperceptible con el fondo de la piel oscura. Un hombre con un delantal de cocina sucio entró en la zona de separación con una tablilla en la mano, pero Bosch rápidamente le hizo una señal para que se alejara de Verloren.
Bosch esperó y finalmente Verloren habló.
—Me puse a mí por delante de ella y al final yo me perdí de todas formas —dijo.
—¿Cómo ocurrió eso?
Verloren se tapó la boca con la mano, como si quisiera evitar que los secretos se difundieran. Finalmente la bajó y habló.
—Un día leí en el periódico que mi hija había sido asesinada con una pistola que había surgido de un robo. Green y García no me lo habían dicho. Así que le pregunté al detective Green al respecto y me dijo que el hombre de la pistola la tenía porque estaba asustado. Era un judío que había recibido amenazas. Pensé…
Se detuvo allí y Bosch tuvo que animarlo a seguir.
—¿Pensó que quizá Rebecca había sido un objetivo por su mezcla de razas? ¿Porque su padre era negro?
Verloren asintió.
—Lo pensé, sí, porque de vez en cuando había algún comentario. No todo el mundo veía la belleza en ella. No como nosotros. Yo quería vivir en el Westside, pero Muriel, ella era de allí. Para ella era su hogar.
—¿Qué le dijo Green?
—Me dijo que no, que no iba por ahí. Lo habían investigado y no era una posibilidad. No era… No me parecía correcto. Me daba la sensación de que estaban volviendo la espalda. Seguí llamando y preguntando. Continué insistiendo. Finalmente, acudí a un cliente del restaurante que era miembro de la comisión policial. Le hablé de esto y me dijo que lo verificaría.
Verloren asintió, más para sí mismo que para Bosch. Estaba reforzando su fe en sus acciones como padre que busca justicia para su hija.
—¿Y entonces qué ocurrió? —le incitó Bosch.
—Entonces recibí la visita de dos policías.
—¿No eran Green y García?
—No, no eran ellos. Otros policías. Vinieron a mi restaurante.
—¿Cuáles eran sus nombres?
Verloren negó con la cabeza.
—Nunca me dijeron sus nombres. Sólo me enseñaron sus placas. Creo que eran detectives. Me dijeron que estaba equivocado con aquello con lo que estaba presionando a Green. Me dijeron que me retirara, porque estaba echando leña al fuego. Así fue como lo dijeron. Como si se tratara de mí y no de mi hija.
Negó con la cabeza, con la rabia todavía a flor de piel después de tantos años. Bosch formuló una pregunta obvia, obvia porque sabía muy bien cómo funcionaba el departamento entonces.
—¿Le amenazaron?
Verloren soltó una risotada.
—Sí, me amenazaron —dijo con calma—. Me dijeron que sabían que mi hija había estado embarazada, pero que no habían podido encontrar la clínica a la que había ido a abortar. Así que no había tejido que pudieran utilizar para identificar al padre. No había forma de decir quién fue o no fue. Dijeron que les bastaría con hacer algunas preguntas sobre mí y ella, como con mi cliente en la comisión de la policía, y que los rumores empezarían a extenderse. Dijeron que sólo harían falta unas pocas preguntas en los lugares adecuados para que la gente empezara a pensar que había sido yo.
Bosch no le interrumpió. Sentía que su propia rabia le cerraba la garganta. Verloren continuó.
—Dijeron que para mí sería difícil mantener mi negocio si todo el mundo pensaba que había… que había hecho eso a mi hija…
Ahora cayeron más lágrimas por su rostro oscuro. No hizo nada para contenerlas.
—Y yo hice lo que querían. Me retiré y lo dejé estar. Dejé de echar leña al fuego. Me dije a mí mismo que no importaba, que no nos devolvería a Becky. Así que no volví a llamar al detective Green… y ellos nunca resolvieron el caso. Al cabo de un tiempo empecé a beber para olvidar lo que había perdido y lo que había hecho, para olvidar que había puesto mi orgullo y mi reputación y mi negocio por delante de mi hija. Y muy pronto, antes de darme cuenta, llegué a ese agujero negro del que le estaba hablando. Caí en su interior y todavía estoy escalando para salir.
Al cabo de un momento se volvió y miró a Bosch.
—¿Qué tal es la historia, detective?
—Lo siento, señor Verloren. Lamento que ocurriera eso. Todo eso.
—¿Era la historia que quería oír, detective?
—Sólo quería saber la verdad. Lo crea o no, va a ayudarme. Me ayudará a hablar por ella. ¿Puede describirme a los dos hombres que acudieron a usted?
Verloren negó con la cabeza.
—Ha pasado mucho tiempo. Probablemente no los reconocería si los tuviera delante. Sólo recuerdo que los dos eran blancos. Uno de ellos se parecía a Don Limpio porque tenía la cabeza afeitada y estaba de pie con los brazos cruzados como el del dibujo de la botella.
Bosch sintió que la rabia le tensaba los músculos de los hombros. Sabía quién era Don Limpio.
—¿Qué parte de todo esto conoce su esposa? —preguntó con voz calmada. Verloren negó con la cabeza.
—Muriel no sabía nada de esto. Se lo oculté. Era mi carga.
Verloren se secó las mejillas. Daba la impresión de que había obtenido cierto alivio al contar finalmente la historia.
Bosch buscó en el bolsillo de atrás y sacó la vieja fotografía de Roland Mackey. La puso en la mesa delante de Verloren.
—¿Reconoce a este chico?
Verloren lo miró un buen rato antes de sacudir la cabeza para decir que no.
—¿Debería? ¿Quién es?
—Se llama Roland Mackey. Tenía un par de años más que su hija en el ochenta y ocho. No fue a la escuela de Hillside, pero vivía en Chatsworth.
Bosch esperó respuesta, pero no la obtuvo. Verloren sólo miró la foto que había sobre la mesa.
—Es una foto policial. ¿Qué hizo?
—Robó un coche. Pero tiene antecedentes por asociarse con extremistas del poder blanco. Dentro y fuera de la cárcel. ¿El nombre significa algo para usted?
—No. ¿Debería?
—No lo sé. Sólo estoy preguntando. ¿Puede recordar si su hija alguna vez mencionó su nombre o quizás a alguien llamado Ro?
Verloren negó con la cabeza.
—Lo que intentamos es averiguar si podían haberse cruzado en alguna parte. El valle de San Fernando es un sitio muy grande. Podrían…
—¿A qué escuela fue?
—Fue a Chatsworth High, pero no terminó. Luego se sacó el graduado escolar.
—Rebecca fue a Chatsworth High para sacarse el carné de conducir el año anterior a su muerte.
—¿En el ochenta y siete?
Verloren asintió.
—Lo comprobaré.
No obstante, a Bosch no le parecía una buena pista. Mackey lo había dejado antes del verano de 1987 y no había vuelto para sacarse el graduado escolar hasta 1988. Aun así, merecía una mirada concienzuda.
—¿Y las películas? ¿A Becky le gustaba ir al cine y al centro comercial?
Verloren se encogió de hombros.
—Era una chica de dieciséis años. Por supuesto que le gustaban las películas. La mayoría de sus amigas tenían coche. En cuanto cumplían dieciséis y tenían movilidad iban a todas partes.
—¿Qué centros comerciales? ¿Qué cines?
—Iban al Northridge Mall, porque estaba cerca, claro. También les gustaba el drive-in de Winnetka. Así podían quedarse sentadas en el coche y hablar durante la peli. Una de las chicas tenía un descapotable y les gustaba ir en él.
Bosch se centró en el drive-in. Lo había olvidado cuando había hablado de cines antes con Rider, pero Roland Mackey había sido detenido en una ocasión por robar en ese mismo drive-in de Winnetka. Eso lo convertía en una posibilidad clave como punto de intersección.
—¿Con qué frecuencia iban al drive-in Rebecca y sus amigas?
—Creo que les gustaba ir los viernes por la noche, cuando estrenaban las películas.
—¿Se encontraban con chicos allí?
—Supongo que sí. Verá, todo esto es a posteriori. No había nada raro ni antinatural en que nuestra hija fuera al cine con sus amigas y se encontraran allí con chicos y qué sé yo qué más. Sólo después de que se cumpla el peor escenario la gente piensa: «¿Por qué no sabías con quién estaba?». Pensábamos que todo iba bien. La enviamos a la mejor escuela que encontramos. Sus amigas eran de buenas familias. No podíamos verla todos los minutos del día. Los viernes por la noche (cielos, casi todas las noches) yo trabajaba hasta tarde en el restaurante.
—Entiendo. No le estoy juzgando como padre, señor Verloren. No veo nada malo en ello, ¿de acuerdo? Sólo estoy lanzando una red. Estoy recopilando la máxima información posible porque uno nunca sabe lo que puede ser importante.
—Sí, bueno, esa red se enganchó y se desgarró en las rocas hace mucho tiempo.
—Quizá no.
—¿Cree que fue este Mackey el que lo hizo?
—Está relacionado de algún modo, es lo único que sabemos a ciencia cierta. Muy pronto sabremos más, se lo prometo.
Verloren se volvió y miró directamente a los ojos de Bosch por primera vez durante la entrevista.
—Cuando llegue ese punto, responderá por ella, ¿verdad, detective?
Bosch asintió lentamente. Creía que sabía lo que Verloren le estaba preguntando.
—Sí, señor, lo haré.