Rider era la encargada de escribir. Tenía facilidad con el ordenador y con la jerga legal. Bosch había visto que ponía en práctica esas cualidades en anteriores investigaciones. Así que fue una decisión tácita. Ella escribiría las órdenes a fin de obtener las autorizaciones del tribunal para rastrear y escuchar las llamadas que Roland Mackey hiciera o recibiera en su móvil, el teléfono de la oficina en la estación de servicio donde él trabajaba y su casa, si existía allí un teléfono adicional. Se trataba de un trabajo meticuloso; tenía que presentar la acusación contra Mackey, asegurándose de que la cadena lógica de causas probables no tenía eslabones débiles. La documentación que preparara Rider tenía que convencer primero a Pratt, después al capitán Norona, luego a un ayudante del fiscal del distrito encargado de asegurarse de que el cuerpo de orden local tenía en consideración los derechos civiles y, finalmente, a un juez con las mismas responsabilidades pero que también respondía ante el electorado si cometía un error que le estallaba en la cara. Disponían de una única oportunidad y tenían que hacerlo bien. Mejor dicho, Rider tenía que hacerlo bien.
Claro que todo eso vendría después de superar el obstáculo inicial de conseguir los diversos números de Mackey sin advertir al sospechoso de la investigación que se formaba en torno a él.
Empezaron con Tampa Towing, que hacía constar dos números de veinticuatro horas en el anuncio de media plana que publicaba en las páginas amarillas. A continuación, una llamada al servicio de información estableció que Mackey no disponía de ningún teléfono fijo privado, al menos a su nombre. Eso significaba que o bien no tenía teléfono en casa o que estaba viviendo en un lugar donde el teléfono estaba registrado a nombre de otra persona. Tendrían que ocuparse de ello después de establecer la residencia de Mackey.
La última parte, y la más difícil, era obtener el número de móvil de Mackey. El servicio de información telefónica no disponía de listas de móviles. Tardarían días, si no semanas, en comprobar todos los proveedores de servicios de móviles en busca de esa información, porque la mayoría exigían un orden judicial antes de revelar el número de un cliente. Por ese motivo, los detectives de los diferentes cuerpos policiales planeaban rutinariamente trucos para conseguir los números que necesitaban. Con frecuencia recurrían a dejar mensajes inocuos en lugares de trabajo para poder capturar el número de móvil después de una llamada de respuesta. El ardid más popular era el mensaje estándar de «llame, para recoger su premio», prometiendo un televisor o un DVD a las cien primeras personas que contestaran la llamada. Sin embargo, este proceso implicaba preparar una línea no policial y podía resultar también en largos periodos de espera sin ninguna garantía de éxito si el objetivo había enmascarado el número de su móvil. Rider y Bosch no sentían que dispusieran del lujo del tiempo. Ya habían divulgado el nombre de Mackey en el curso de su investigación y tenían que moverse con rapidez hacia su objetivo.
—No te preocupes —le dijo Bosch a Rider—. Tengo un plan.
—Entonces yo sólo me siento y observo al maestro.
Puesto que sabía que Mackey estaba trabajando, Bosch simplemente llamó a la estación de servicio y explicó que necesitaba una grúa. Le dijeron que esperara y poco después se puso al aparato alguien con una voz que Bosch creyó que pertenecía a Roland Mackey.
—¿Necesita una grúa?
—Una grúa o que me arranquen el motor. Me he quedado sin batería.
—¿Dónde está?
—En el aparcamiento de Albertson, en Topanga, cerca de Devonshire.
—Estamos al otro lado, en Tampa. Puede encontrar a alguien más cerca.
—Ya lo sé, pero vivo al lado de ustedes. Al lado de Roscoe y detrás del hospital.
—De acuerdo. ¿Qué coche lleva?
Bosch pensó en el coche en el que había visto a Mackey antes. Decidió usarlo para que Mackey se definiera.
—Un Camaro del setenta y dos.
—¿Restaurado?
—Estoy trabajando en ello.
—Tardaré unos quince minutos.
—Vale, de acuerdo. ¿Cómo se llama?
—Ro.
—¿Ro?
—Roland, tío. Voy para allá.
Colgó. Bosch y Rider esperaron cinco minutos, durante los cuales Bosch le contó a su compañera el resto del plan y la parte que tenía que desempeñar ella. Su objetivo era conseguir dos cosas: el número del móvil de Mackey y su proveedor de servicio, a fin de poder entregar a la compañía apropiada la orden de escucha autorizada por el juez.
Siguiendo instrucciones de Bosch, Rider llamó a la estación de servicio Chevron y empezó a solicitar una reparación, describiendo con todo detalle el chirrido de los frenos del coche. Mientras Rider hablaba, Bosch llamó a la estación en la segunda línea que aparecía en la guía. Como esperaba pusieron a Rider en espera. Atendieron la llamada de Bosch, y este dijo: «¿Tiene algún número en el que pueda localizar a Ro? Viene hacia aquí para arrancarme el coche, pero ya lo he puesto en marcha».
La ocupada compañera de trabajo de Mackey dijo:
—Pruebe con el móvil.
Le dio el número y Bosch levantó los pulgares a Rider, quien concluyó con la llamada sin romper la actuación y colgó.
—Uno listo y otro en marcha —dijo Bosch.
—A ti te ha tocado el fácil —dijo Rider.
Contando ya con el número de Mackey, Rider se ocupó de la segunda parte, mientras Bosch escuchaba desde un supletorio. Poniendo un dejo de desinterés burocrático en la voz, Rider llamó al número recién obtenido y cuando Mackey respondió, dijo:
—Presumiblemente mientras buscaba un Camaro del 72 parado en el aparcamiento de un centro comercial, le anunció que trabajaba para AT & T Wireless y que tenía una extraordinaria noticia para que ahorrara con su plan de llamadas de larga distancia.
—Sandeces —dijo Mackey, interrumpiéndola en medio de su discurso.
—Disculpe, señor —replicó Rider.
—He dicho que son sandeces. Esto es algún tipo de truco para hacerme cambiar de compañía.
—No entiendo, señor. Lo tengo en la lista como cliente de AT & T. ¿No es ese el caso?
—No, no es el caso. Estoy con Sprint y me gusta, y ni tengo ni quiero un servicio de larga distancia. Que les den por culo. ¿Eso lo ha oído bien?
Colgó y Rider empezó a reír.
—Estamos tratando con un tipo enfadado —dijo ella.
—Bueno, acaba de atravesar Chatsworth para nada —dijo Bosch—. Yo también estaría enfadado.
—Es de Sprint —dijo ella—. Ya lo tengo todo para meterme con el papeleo, pero quizá deberías llamarlo, así no sospechará cuando el tipo del taller le diga que le ha dado el número.
Bosch asintió y llamó a Mackey al móvil. Afortunadamente, salió el buzón de voz; Mackey probablemente estaba hecho una furia al teléfono, diciéndole al tipo del taller que no podía encontrar el coche que se suponía que tenía que remolcar. Bosch dejó un mensaje explicando que lo lamentaba, pero que había conseguido arrancar el coche y estaba intentando llegar a casa. Cerró el teléfono y miró a Rider.
Hablaron un poco más acerca de la organización y decidieron que ella trabajaría en exclusiva en la orden esa noche y al día siguiente, y luego se ocuparía del seguimiento a través de las distintas etapas de la aprobación. Rider dijo que quería que Bosch le acompañara en el momento de la autorización final. La presencia de los dos componentes del equipo de investigación en el despacho del juez ayudaría a consolidar la solicitud. Hasta entonces, Bosch continuaría con el trabajo de campo, buscando los nombres que quedaban en la lista de gente que debía ser entrevistada y poniendo en marcha el artículo de periódico. La sincronización sería el factor clave. No querían que el artículo sobre el caso se publicara hasta que tuvieran las escuchas preparadas en los teléfonos que usaba Mackey.
—Me voy a casa, Harry —dijo Rider—. Puedo poner esto en marcha en mi portátil.
—Suerte.
—¿Qué harás tú?
—Quiero acabar con unas cuantas cosas esta noche. Quizá vaya al Toy District.
—¿Solo?
—No hay más que vagabundos.
—Sí, y el ochenta por ciento de ellos son vagabundos porque no les funcionan los cables, ni los plomos, ni nada. Ten cuidado. Quizá deberías llamar a la División Central y ver si pueden enviar un coche contigo. Quizá puedan prestarte el submarino.
El submarino era un coche de un solo agente que se usaba como mil usos para el jefe de patrullas. Pero Bosch no creía que necesitara un acompañante. Le dijo a Rider que no se preocupara y que podía irse en cuanto le enseñara a usar AutoTrack.
—Bueno, Harry, en primer lugar has de tener ordenador. Yo lo hago desde mi portátil.
Él rodeó la mesa para colocarse a su lado y observó cómo ella se conectaba al sitio web de AutoTrack, introducía la información de usuario y contraseña y accedía a un formulario de búsqueda.
—¿Con quién quieres empezar? —preguntó ella.
—¿Qué tal Robert Verloren?
Ella escribió el nombre y estableció los parámetros de la búsqueda.
—¿Funciona deprisa? —preguntó Bosch.
—Sí.
Al cabo de un momento Rider localizó una dirección del padre de Rebecca Verloren, pero se detuvo en seco al ver que era la de la casa de Chatsworth. Robert Verloren no había actualizado su licencia de conducir ni comprado propiedades ni se había registrado para votar ni había solicitado una tarjeta de crédito ni figuraba como titular de ningún servicio público en más de diez años. Había desaparecido, al menos de la rejilla electrónica.
—Todavía estará en la calle —dijo Rider.
—Si es que sigue vivo.
Rider introdujo los nombres de Tara Wood y Daniel Kotchof en el sistema AutoTrack y obtuvo múltiples resultados con ambos. Luego, al introducir sus edades aproximadas y centrarse en Hawai y California, redujeron los resultados a dos direcciones que aparentemente correspondían a los correctos Tara Wood y Daniel Kotchof. Wood no había ido a la reunión de la escuela, pero no era porque se hubiera marchado muy lejos. Sólo se había trasladado desde el valle de San Fernando hasta Santa Mónica, al otro lado de las colinas. Entretanto, aparentemente, Daniel Kotchof había regresado de Hawai muchos años antes, había vivido en Venice unos pocos años y después había vuelto a Maui, donde estaba localizada su dirección actual.
El último nombre que Bosch dio a Rider para que buscara en el ordenador era Sam Weiss, la víctima del robo cuya pistola se utilizó para asesinar a Rebecca Verloren. Aunque había cientos de resultados con ese nombre, fue fácil encontrar al Sam Weiss correcto. Seguía viviendo en el mismo domicilio en que se había producido el robo e incluso tenía el mismo número de teléfono.
Rider imprimió los datos para Bosch y también le dio el número de teléfono de Grace Tanaka que les había proporcionado antes Bailey Sable. Hecho esto, recogió lo que necesitaría para trabajar en la orden de búsqueda en casa.
—Si me necesitas llámame al busca —dijo Rider al poner su ordenador en un estuche acolchado.
Después de que se hubiera ido, Bosch miró el reloj que había encima de la puerta de Pratt y vio que acababan de dar las seis. Decidió que pasaría alrededor de una hora buscando nombres antes de dirigirse al Toy District para encontrar a Robert Verloren. Sabía que sólo estaba demorando su visita a la zona de los desclasados, una visita que ciertamente iba a deprimirle, de manera que consultó el reloj otra vez y se prometió a sí mismo que no pasaría más de una hora al teléfono.
Decidió empezar por los locales, pero no tuvo fortuna. Sus llamadas a Tara Wood y Sam Weiss quedaron sin respuesta y le conectaron con contestadores automáticos. Dejó un mensaje para Wood, identificándose, dándole su número y mencionando que la llamada era en relación con Rebecca Verloren. Esperaba que mencionar el nombre de su amiga bastaría para intrigarla y obtener una respuesta. Con Weiss sólo dejó su nombre, pues no quiso avisarle de que la llamada era acerca de lo que podía ser una fuente de culpa para el hombre que indirectamente proporcionó el arma que mató a una chica de dieciséis años.
Después llamó al número de Grace Tanaka en Hayward y esta le contestó al cabo de seis tonos. Desde el principio pareció enfadada por la llamada, como si hubiera interrumpido algo importante, pero sus modales y voz bronca se suavizaron en cuanto Bosch dijo que llamaba por Rebecca Verloren.
—Oh, Dios mío, ¿ha ocurrido algo? —preguntó.
—El departamento ha tomado un ávido interés en reinvestigar el caso —dijo Bosch—. Ha surgido un nombre nuevo. Es un individuo que pudo estar implicado en el crimen en mil novecientos ochenta y ocho, y estamos tratando de averiguar si encaja con Becky o con sus amigas de algún modo.
—¿Cómo se llama? —preguntó Tanaka con rapidez.
—Roland Mackey. Era un par de años mayor que Becky. No fue a Hillside, pero vivía en Chatsworth. ¿El nombre significa algo para usted?
—La verdad es que no. No lo recuerdo. ¿Cómo estaba conectado? ¿Era el padre?
—¿El padre?
—La policía dijo que estaba embarazada. O sea, que había estado embarazada.
—No, no sabemos si estaba relacionado de ese modo o no. ¿Así pues, no reconoce el nombre?
—No.
—Se hace llamar Ro.
—Tampoco.
—Y está diciendo que no sabía que ella estuvo embarazada, ¿no?
—No lo sabía. Ninguna de sus amigas lo sabíamos.
Bosch asintió con la cabeza, aunque sabía que su interlocutora no podía verlo. No dijo nada, esperando que pudiera sentirse incómoda con el silencio y aportara algo que pudiera resultar de valor.
—Hum, ¿tiene una foto de ese hombre? —preguntó ella finalmente.
No era lo que Bosch estaba buscando.
—Sí —dijo—. He de averiguar una forma de acercarme allí para que la vea, y ver si desencadena el recuerdo.
—¿No puede escanearla y enviármela por mail?
Bosch sabía lo que le estaba pidiendo, y aunque él no sabía hacerlo suponía que Kiz Rider probablemente no tendría ningún problema.
—Creo que podríamos hacerlo. Mi compañera es la que maneja el ordenador y no está aquí en este momento.
—Le daré mi dirección de correo y ella puede enviármela cuando llegue.
Bosch anotó en su libretita la dirección que Grace Tanaka le recitó. Le dijo que recibiría el mensaje de correo a la mañana siguiente.
—¿Alguna cosa más, detective?
Bosch sabía que podía colgar y dejar que Rider lo intentara con Grace Tanaka después de que le enviara la foto. Pero decidió no dejar pasar la oportunidad de remover antiguas emociones y recuerdos. Quizá tuviera más suerte.
—Sólo tengo unas pocas preguntas. Eh, ese verano, ¿cómo definiría su relación con Becky?
—¿Qué quiere decir? Éramos amigas. La conocía desde primer curso.
—De acuerdo, bueno, ¿cree que era su mejor amiga?
—No, creo que su mejor amiga era Tara.
Otra confirmación de que Tara Wood había sido la más cercana a Becky al final.
—Así que ella no se confió a usted cuando descubrió que estaba embarazada.
—No, ya se lo he dicho, no lo supe hasta después de que estuvo muerta.
—¿Y usted? ¿Confiaba en ella?
—Por supuesto.
—¿Del todo?
—Detective, ¿qué quiere decir?
—¿Sabía que es usted homosexual?
—¿Qué tiene eso que ver?
—Sólo intento formarme una idea del grupo. El Kitty Kat Club, creo que se llamaban ustedes cuatro…
—No —dijo ella abruptamente—. Ella, no lo sabía. Ninguna de ellas lo sabía. No creo que ni siquiera yo misma lo supiera entonces. ¿De acuerdo, detective? ¿Cree que es suficiente?
—Lo siento, señorita Tanaka. Como le digo, sólo intento formarme una imagen lo más amplia posible. Aprecio su franqueza. Una última pregunta. Si Becky estuvo en una clínica y necesitaba que la llevaran a casa después del aborto porque no creía que pudiera conducir, ¿a quién habría llamado?
Hubo un largo silencio antes de que Grace Tanaka contestara.
—No lo sé, detective. Me habría gustado que fuera a mí. Que yo fuera ese tipo de amiga. Pero obviamente era otra persona.
—¿Tara Wood?
—Tendrá que preguntárselo a ella. Buenas noches, detective Bosch.
Tanaka colgó, y Bosch sacó el anuario para mirar su foto. En la imagen —de hacía muchos años— era una chica menuda de origen asiático. No coincidía con la bronca expresión de la voz que acababa de escuchar en el teléfono.
Bosch escribió una nota para Rider que contenía la dirección de correo electrónico e instrucciones para escanear y enviar la foto de Mackey. También anotó una pequeña advertencia acerca de haber encontrado resistencia de Tanaka cuando sacó a relucir su sexualidad. Colocó la nota encima de la mesa de Rider para que fuera lo primero que viera por la mañana.
Eso dejaba una última llamada, esta a Daniel Kotchof, que vivía, según AutoTrack, en Maui, donde era dos horas más temprano.
Llamó al número que había obtenido de AutoTrack y contestó una mujer. Dijo que era la esposa de Daniel Kotchof y que su marido estaba trabajando en el hotel Four Seasons, donde estaba empleado como «director de hospitalidad». Bosch llamó al número que ella le dio y le pasaron a Daniel Kotchof. Este argumentó que sólo podía hablar unos minutos y puso a Bosch en espera durante cinco de ellos mientras iba a un lugar más privado del hotel para mantener la conversación, que inicialmente fue improductiva. Como Grace Tanaka, no reconoció el nombre de Roland Mackey. Además, a Bosch le dio la sensación de que para Kotchof la llamada suponía un incordio o una intromisión. Explicó que estaba casado y que tenía tres hijos, y que ya rara vez pensaba en Becky Verloren. Le recordó a Bosch que él y toda su familia se habían trasladado desde el continente un año antes de la muerte de Rebecca.
—Según me han contado, después de que se trasladara a Hawai, los dos continuaron llamándose con bastante frecuencia —dijo Bosch.
—No sé quién se lo ha contado —dijo Kotchof—. O sea, hablamos. Sobre todo al principio. Tenía que llamar yo porque ella decía que sus padres le dijeron que costaba mucho dinero llamarme. Me pareció un cuento. Querían perderme de vista. Así que tenía que llamar yo, pero era como, bueno, ¿para qué? Yo estaba en Hawai y ella estaba en Los Ángeles. Se había terminado. Y enseguida tuve una novia aquí, de hecho, ahora es mi mujer, y dejé de llamar a Beck. Eso fue todo, hasta que, bueno, hasta que me enteré de lo ocurrido y el detective me llamó.
—¿Se enteró antes de que llamara el detective?
—Sí, lo había oído. La señora Verloren llamó a mi padre y él me dio la noticia.
También me llamaron algunos de mis amigos de allí. Sabían que querría saber de ello. Era raro, joder, esta chica a la que conocía y la liquidan así.
—Sí.
Bosch pensó en qué más podía preguntar. La historia de Kotchof entraba en conflicto en pequeños detalles con el relato de Muriel Verloren. Sabía que tendría que cuadrar las historias en algún punto. La coartada de Kotchof continuaba molestándole.
—Eh, mire, detective, he de colgar —dijo Kotchof—. Estoy trabajando. ¿Hay algo más?
—Sólo unas pocas preguntas. ¿Recuerda cuánto tiempo antes de la muerte de Rebecca Verloren dejó de llamarla?
—Hum, no lo sé. Hacia el final del primer verano. Algo así. Había pasado un tiempo, casi un año.
Bosch decidió asustar a Kotchof y ver qué pasaba. Era algo que habría preferido hacer en persona, pero no había tiempo ni dinero para un viaje a Hawai.
—¿Así que su relación había terminado definitivamente cuando ella murió?
—Sí, definitivamente.
Bosch pensó que las oportunidades de recuperar los registros de llamadas de entonces eran escasas.
—¿Cuando llamaba era siempre en un momento determinado? ¿Sabe?, como una cita.
—Más o menos. Hay dos horas de diferencia, así que no llamaba muy tarde. Normalmente llamaba justo después de cenar, y eso era justo antes de que ella se fuera a acostar. Pero como le he dicho no duró mucho.
—De acuerdo. Ahora he de preguntarle algo bastante personal. ¿Tuvo relaciones sexuales con Rebecca Verloren?
Hubo una pausa.
—¿Qué tiene que ver con esto?
—No puedo explicárselo, Dan, pero forma parte de la investigación y tiene relación con el caso. ¿Le importa responder?
—No.
Bosch esperó, pero Kotchof no dijo nada más.
—¿Es esa su respuesta? —preguntó finalmente Bosch—. ¿Ustedes dos nunca tuvieron relaciones?
—Nunca lo hicimos. Ella decía que no estaba preparada y yo no forcé la situación. Mire, he de irme.
—De acuerdo, Dan, sólo un par de cosas más. Estoy convencido de que quiere que detengamos al tipo que hizo esto, ¿verdad?
—Sí, por supuesto, pero estoy trabajando.
—Sí, ya me lo ha dicho. Deje que le pregunte cuándo fue la última vez que vio a Rebecca.
—No, recuerdo la fecha exacta, pero fue el día que me fui. Cuando nos despedimos. Esa mañana.
—¿Entonces nunca regresó de Hawai después de que su familia se trasladara?
—No, al principio no. O sea, he vuelto desde entonces. Viví un par de años en Venice después de terminar los estudios, pero luego volví aquí.
—Pero no entre la vez en que su familia se trasladó y el momento del asesinato de Rebecca. ¿Es lo que está diciendo?
—Sí, exacto.
—Entonces si otra testigo con la que he hablado dice que lo vio en la ciudad el fin de semana del Cuatro de Julio, justo antes de la desaparición de Rebecca, ¿se equivoca?
—Sí, se equivoca. Oiga, ¿qué es esto? Le he dicho que no volví nunca. Tenía otra novia. O sea, ni siquiera fui al funeral. ¿Quién le dijo que me vio? ¿Fue Grace? Ella nunca me tragó, esa tortillera. Siempre estaba tratando de buscarme problemas con Beck.
—No puedo decirle quién es, Dan. Igual que si usted quiere decirme algo confidencial yo lo respetaré.
—Quien sea, es una puta mentirosa —dijo Kotchof, con voz estridente—. ¡Es una puta mentira! Compruebe sus registros, tío. Tengo coartada. Estuve trabajando el día que la raptaron y también al día siguiente. ¿Cómo podía haber ido y vuelto? ¡Quien se lo haya dicho es una cuentista!
—Su coartada es lo que es falso, Dan. Su padre podría habérselo pedido a su supervisor. Eso era fácil.
Pasó un momento de silencio antes de que llegara la respuesta.
—No sé de qué está hablando. Mi padre no le pidió nada a nadie y eso es un hecho. Tenemos tarjetas de fichar, joder, y mi jefe habló con los polis y punto. ¿Ahora me viene con esta mierda después de diecisiete años? ¿Está de broma, joder?
—Vale, Dan, tranquilo. A veces la gente comete errores. Especialmente cuando uno se remonta tantos años.
—Lo que me faltaba, que me meta en esto. Tío, tengo una familia aquí.
—Le he dicho que se calme. No le estoy metiendo en nada. Es sólo una llamada telefónica. Sólo una conversación, ¿vale? Ahora, ¿hay algo más que pueda decirme o que quiera decirme para ayudar en esto?
—No. Le he dicho todo lo que sabía, que es nada. Y he de colgar. Esta vez lo digo en serio.
—O sea que estaba cabreado cuando Rebecca le dijo que estaba embarazada y era obvio que lo estaba de otro tipo.
Al principio no hubo respuesta, y Bosch trató de hurgar más en la herida.
—Sobre todo porque ella nunca tuvo relaciones con usted cuando estuvieron juntos.
Bosch se dio cuenta de que había ido demasiado lejos y había enseñado las cartas. Kotchof comprendió que Bosch estaba jugando con él al poli bueno y al poli malo al mismo tiempo. Cuando respondió, su voz era calmada y modulada.
—Nunca me lo contó —dijo—. Nunca lo supe hasta que surgió después.
—¿De verdad? ¿Quién se lo dijo?
—No me acuerdo, alguno de mis amigos, supongo.
—¿En serio? Porque Rebecca tenía un diario. Y usted sale en todas las páginas. Y dice que se lo dijo y que no le hizo ninguna gracia.
Esta vez Kotchof se rio, y Bosch comprendió que había metido la pata.
—Detective, no cuela. Es usted quien está mintiendo. Esto es muy débil, tío. Oiga, veo La ley y el orden, ¿sabe?
—¿Ve CSI?
—Sí, ¿y?
—Tenemos el ADN del asesino. Si lo relacionamos con alguien, van a caer en picado. El ADN es definitivo.
—Bien. Compruebe el mío y quizás esto termine para mí.
Bosch sabía que ahora era él quien estaba retrocediendo. Tenía que terminar la llamada.
—Vale, Dan, se lo haremos saber. Entretanto, gracias por su ayuda. Una última pregunta. ¿Qué es un director de hospitalidad?
—¿Se refiere a aquí en el hotel? Me ocupo de los grupos grandes y de bodas, conferencias y cosas así. Me aseguro de que todo funciona a la perfección cuando llegan aquí estos grupos grandes.
—Vale, bien, dejaré que vuelva a ocuparse de eso. Que pase un buen día.
Bosch colgó y se quedó sentado ante su escritorio, pensando en la llamada. Estaba avergonzado por la forma en que había dejado que la mejor mano se escurriera por la línea hasta Kotchof. Sabía que sus habilidades interrogatorias se habían adormecido a lo largo de los últimos tres años, pero eso no le ahorraba el escozor. Necesitaba mejorar, y tenía que hacerlo pronto.
Aparte de eso, había mucho contenido de la llamada que considerar. No interpretó gran cosa en la reacción airada de Kotchof al hecho de haber sido supuestamente visto en Los Ángeles justo antes del asesinato. Al fin y al cabo, Bosch se había inventado la testigo y el enfado de Kotchof estaba ciertamente justificado. Lo que era notable era cómo la rabia de Kotchof se había concentrado en Grace Tanaka. Merecía la pena seguir explorando esa relación, quizás a través de Kiz Rider.
También consideró la afirmación de Kotchof de que no sabía nada del embarazo de Rebecca Verloren. Bosch instintivamente le creía. En resumen, la conversación no eliminaba a Kotchof de la lista de sospechosos, pero al menos lo aparcó. Discutiría todas las respuestas de Kotchof con Rider para ver si coincidían en la apreciación.
La información más interesante cosechada de la llamada estaba en los conflictos entre los recuerdos de Kotchof y aquellos de Muriel Verloren, la madre de la víctima. Muriel Verloren había dicho que Kotchof había llamado a su hija religiosamente, justo hasta el momento de su muerte. Kotchof aseguraba que no había hecho nada parecido. Bosch no veía ninguna razón para que Kotchof le mintiera al respecto. Si no lo había hecho, entonces el recuerdo de Muriel Verloren era equivocado. O fue su hija la que le había mentido acerca de quién la llamaba cada noche antes de irse a acostar. Puesto que la chica estaba ocultando una relación y el embarazo resultante, parecía probable que ella recibiera todas las noches llamadas de teléfono, sólo que no eran de Kotchof. Eran de otra persona, alguien a quien Bosch empezó a llamar «el señor X».
Después de buscar el número de teléfono en el expediente, Bosch llamó a la casa de Muriel Verloren. Se disculpó por entrometerse y dijo que tenía unas pocas preguntas de seguimiento. Muriel dijo que no le molestaba la llamada.
—¿Cuáles son sus preguntas?
—Vi el teléfono en la mesilla de al lado de la cama de su hija. ¿Era una extensión del número de la casa o tenía su propio número?
—Tenía su propio número. Era una línea privada.
—Así que cuando Daniel Kotchof la llamaba por la noche era ella la que respondía al teléfono, ¿no?
—Sí, en su habitación. Era la única extensión.
—Entonces la única forma que usted tenía de saber que estaba llamando Danny era porque ella se lo decía.
—No, a veces oía sonar el teléfono. Él llamaba.
—Lo que quiero decir, señora Verloren, es que usted nunca contestó esas llamadas y nunca habló con Danny Kotchof, ¿verdad?
—Exacto. Era su línea privada.
—Así que cuando ese teléfono sonaba y ella hablaba con alguien, la única forma que tenía de saber quién estaba en la línea era que ella se lo dijera. ¿Correcto?
—Eh, sí, creo que es correcto. ¿Está diciendo que no era Danny quien llamó todas esas veces?
—Todavía no estoy seguro. Pero he hablado con Danny en Hawai y dijo que dejó de llamar a su hija mucho antes de su desaparición. Tenía otra novia, ¿sabe? En Hawai.
La información fue recibida con una larga pausa. Finalmente, Bosch habló en el vacío.
—¿Tiene alguna idea de con quién podría haber estado hablando Becky, señora Verloren?
Después de otra pausa, Muriel Verloren ofreció débilmente una respuesta.
—Quizá con una de sus amigas.
—Es posible —dijo Bosch—. ¿Se le ocurre alguien más?
—No me gusta esto —respondió rápidamente—. Me da la sensación de que continuamente me estoy enterando de cosas.
—Lo siento, señora Verloren. Tratare de no sacudirla con estas cosas a no ser que sea necesario. Pero me temo que es necesario. ¿Su marido llegó alguna vez a alguna conclusión acerca del embarazo?
—¿A qué se refiere? No lo supimos hasta después.
—Eso lo entiendo. Lo que quiero decir es si creen que fue resultado de una relación oculta o fue simplemente un error que ella cometió un día, bueno, con alguien con quien en realidad no tenía una relación.
—¿Se refiere a una aventura de una noche? ¿Es eso lo que está diciendo de mi hija?
—No, señora, no estoy diciendo eso de su hija. Simplemente estoy haciendo preguntas. No quiero alterarla, lo único que quiero es encontrar a la persona que mató a Rebecca. Y necesito saber todo lo que haya que saber.
—Nunca pudimos explicarlo, detective —respondió ella con frialdad—. Ella se había ido y decidimos no hurgar en la herida. Se lo dejamos todo a la policía y tratamos de recordar a la hija que conocíamos y amábamos. Me dijo que tiene una hija. Espero que lo entienda.
—Creo que lo hago. Gracias por sus respuestas. Una última pregunta, y no hay presión en esto, pero ¿estaría dispuesta a hablar con un periodista acerca de su hija y el caso?
—¿Por qué iba a hacer eso? No lo hice antes. No creo en ventilar mi dolor delante del público.
—Admiro eso. Pero esta vez quiero que lo haga porque podría ayudarnos a levantar la liebre.
—¿Quiere decir que podría hacer que la persona que hizo esto saliera al descubierto?
—Exactamente.
—Entonces lo haré sin dudado.
—Gracias, señora Verloren, ya la avisaré.