Abel Pratt estaba detrás de su escritorio, dando cuenta de una tarrina de plástico de yogur con cereales. Hacía sonidos de succión y crujidos mientras comía y estaba acabando con los nervios de Bosch. Llevaban veinte minutos sentados con él, poniéndole al día de los progresos del caso.
—Mierda, todavía tengo hambre —dijo Pratt después de terminar la última cucharada.
—¿Qué es eso, la dieta de South Beach? —preguntó Rider.
—No, sólo mi propia dieta. Aunque lo que necesito es la dieta de South Bureau.
—¿En serio? ¿Y qué es la dieta de South Bureau?
Bosch sintió que Rider se ponía tensa. En la jurisdicción del South Bureau vivía la mayor comunidad negra de la ciudad. Rider tenía que preguntarse si lo que Pratt acababa de decir era algún tipo de comentario racial de esos que uno no sabe por dónde tomarlos. Bosch había visto con frecuencia en el departamento que la ética del nosotros contra ellos se elevaba hasta el punto de que polis blancos hacían comentarios teñidos de sarcasmo racial delante de los polis negros o latinos, simplemente porque consideraban que entre las filas policiales el color azul estaba por encima del color de la piel. Rider estaba a punto de descubrir si Pratt era uno de esos polis.
—Baja la antena —dijo Pratt—. Lo único que estoy diciendo es que trabajé en South diez años y nunca tuve que preocuparme por el peso. Allí siempre estás corriendo. Después me trasladaron a Robos y Homicidios y aumenté siete kilos en dos años. Es triste.
Rider se relajó y Bosch también.
—Levanta el trasero y sal a la calle —dijo Bosch—. Esa era la norma en Hollywood.
—Buena regla —asintió Pratt—. Salvo que es duro cuando te ponen de jefe. Tengo que sentarme aquí y oír cómo vosotros llamáis a las puertas.
—Pero se lleva unos buenos billetes —añadió Rider.
—Sí, claro.
Era una broma porque como supervisor Pratt no podía cobrar horas extras. En cambio, los que estaban en su brigada sí podían, lo cual abría la posibilidad de que algunos de sus detectives ganaran más que él, aunque él fuera el jefe de la unidad.
Pratt se volvió en su silla y abrió una nevera que tenía junto a él en el suelo.
Sacó otra tarrina de yogur.
—A la mierda —dijo al tiempo que se enderezaba y la abría.
Esta vez no le añadió cereales. Bosch sólo tuvo que soportar el sorbeteo cuando el jefe empezó a meterse cucharadas de aquella inmunda crema blanca en la boca.
—Bueno, a lo que íbamos —continuó Pratt, con la boca llena—. Lo que me estáis diciendo es que al final del día podéis relacionar la pistola con este inútil Mackey. Disparó la pistola, pero no tenemos a nadie que lo conecte con la víctima, y por consiguiente no podemos relacionarlo con el disparo fatal.
—Eso y otras cosas —dijo Rider.
—Entonces si yo fuera abogado defensor —continuó Pratt— le diría a Mackey que se declarara culpable del robo de la pistola, porque el delito ha prescrito. Diría que la pistola le mordió cuando la probó, así que se deshizo del maldito chisme mucho antes del asesinato. Diría: «No, señor, yo no maté a esa niña, y usted no puede probado. No puede probar que le pusiera nunca un ojo encima».
Rider y Bosch asintieron.
—O sea que no tenéis nada.
Asintieron otra vez.
—No está mal para un día de trabajo. ¿Qué queréis?
—Queremos un pinchazo —dijo Bosch—. Dos, quizá tres localizaciones. Una en su móvil, otra en el teléfono de la gasolinera. Y una en su casa, una vez que la encontremos y si es que tiene línea fija allí. Colamos un artículo en el diario que diga que estamos trabajando otra vez en el caso y nos aseguramos de que lo lea. Luego esperamos a ver si lo comenta con alguien.
—¿Y qué os hace pensar que vaya a hablar con alguien de un asesinato que él pudo haber cometido o no hace diecisiete años?
—Bueno, como hemos dicho, por el momento no podemos conectar a este tipo con la chica de ningún modo. Así que estamos pensando que hay alguien más metido en esto. Mackey o bien lo hizo para alguien o consiguió la pistola para que ese alguien cometiera el crimen.
—Hay una tercera posibilidad —agregó Rider—. Que colaborara. Esa chica fue llevada por una colina empinada. O bien fue alguien grande o alguien con ayuda.
Antes de responder, Pratt tomó dos cucharadas de yogur, enarcando las cejas al mirar en la tarrina.
—Vale, ¿y el periódico? ¿Podréis colar un artículo?
—Creemos que sí —dijo Rider—. Vamos a usar al inspector García de la comandancia del valle. Investigó el caso. Atormentado por un criminal que se escapó, esa clase de charla. Dice que tiene un contacto con el Daily News.
—De acuerdo, suena a plan. Escribid las órdenes y pasádmelas. El capitán ha de dar su visto bueno, y después han de ir a la oficina del fiscal para que las apruebe antes de acudir al juez. Llevará su tiempo. Una vez que encontremos a un juez que las firme sacaremos a los otros equipos de lo que estén haciendo y los pondré en la vigilancia.
Bosch y Rider se levantaron al mismo tiempo. Bosch sintió una pequeña descarga de adrenalina en la sangre.
—¿No hay posibilidad de que este tipo Mackey esté metido en algo ahora mismo? —preguntó Pratt.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Bosch.
—Si podemos argumentar que está a punto de cometer un crimen podríamos acelerar las órdenes.
Bosch pensó en ello.
—No tenemos nada ahora —dijo—, pero podemos trabajar en ello.
—Bien, eso ayudará.