Al cabo de diez minutos estaban delante de la casa de los Verloren. El barrio en el que había vivido Becky Verloren todavía parecía agradable y seguro. Red Mesa Way era una avenida amplia, con aceras a ambos lados y no pocos árboles de copa frondosa. La mayoría de las casas eran bungalows con extensas parcelas de terreno. En los años sesenta, las propiedades más grandes atrajeron a la gente a establecerse en la esquina noroeste de la ciudad. Cuarenta años después, los árboles habían alcanzado la madurez y el barrio daba sensación de cohesión.
La casa de los Verloren era una de las pocas que tenía una segunda planta. Era de estilo bungalow, pero el tejado asomaba por encima de un garaje de dos plazas.
Bosch sabía por el expediente del caso que el dormitorio de Becky se encontraba en el piso de arriba, encima del garaje y en la parte de atrás.
La puerta del garaje estaba cerrada. No había signo aparente de que hubiera alguien en la vivienda. Aparcaron en el sendero de entrada y caminaron hasta el portal. Al pulsar el timbre, Bosch oyó un repique, un único tono que parecía muy distante y solitario.
Salió a abrir una mujer que llevaba un vestido sin forma que la ayudaba a ocultar su cuerpo sin forma. Llevaba sandalias. Tenía el cabello teñido de un rojo demasiado anaranjado. Parecía un trabajo casero que no había ido según lo planeado, pero o bien la mujer no se había fijado o no le importaba. En cuanto abrió la puerta, un gato gris salió al patio delantero.
—Smoke, ¡ten cuidado! —gritó primero. Después dijo—: ¿Puedo ayudarles?
—¿Señora Verloren? —preguntó Rider.
—Sí, ¿qué desean?
—Somos de la policía. Nos gustaría hablar con usted de su hija.
En cuanto Rider dijo la palabra «policía» y antes de llegar a «hija», Muriel Verloren se llevó ambas manos a la boca y reaccionó como si se repitiera el momento en que descubrió que su hija había muerto.
—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! Díganme que lo han detenido. Díganme que han detenido al mal nacido que me arrebató a mi niña.
Rider puso una mano en el hombro de la mujer para reconfortarla.
—No es tan sencillo, señora —dijo—. ¿Podemos entrar y hablar?
Muriel Verloren retrocedió y les dejó entrar. Parecía estar susurrando algo y Bosch pensó que quizás era una oración. Una vez que estuvieron en el interior de la casa, la señora Verloren cerró la puerta después de gritar una vez más una advertencia al gato que se había escapado.
La casa olía como si el animal no se escapara con la frecuencia precisa. La sala de estar a la que los llevó estaba ordenada, pero los muebles tenían un aspecto viejo y gastado. En el lugar se percibía el característico olor de orín de gato. Bosch de repente lamentó no haber invitado a Muriel Verloren al Parker Center para el interrogatorio, aunque sabía que eso habría sido un error. Necesitaban ver la casa.
Los dos detectives se sentaron uno junto al otro en el sofá, y Muriel se colocó en una de las sillas que había al otro lado de la mesa baja de cristal. Bosch se fijó en las huellas de pezuñas gatunas en el cristal.
—¿De qué se trata? —preguntó desesperadamente—. ¿Hay noticias?
—Bueno, supongo que la noticia es que estamos investigando el caso otra vez —dijo Rider—. Soy la detective Rider y él es el detective Bosch. Trabajamos en la unidad de Casos Abiertos del Parker Center.
Mientras se dirigían a la casa, Bosch y Rider habían acordado ser cautelosos con la información que proporcionaban a los Verloren. Hasta que conocieran la situación de la familia sería preferible recibir antes que dar.
—¿Hay novedades? —preguntó Muriel con urgencia.
—Bueno, estamos empezando —replicó Rider—. Estamos revisando la investigación, tratando de ponernos al día. Sólo queríamos venir y decirle que estamos trabajando otra vez en el caso.
Muriel se mostró un poco alicaída. Aparentemente había pensado que tenía que haber algo nuevo para que la policía se presentara después de tantos años. Bosch sintió una punzada de culpa por reservarse el hecho de que el análisis de ADN les había proporcionado una pista sólida como una roca con la que trabajar, pero en ese momento sintió que era lo mejor.
—Hay un par de cosas —dijo, hablando por primera vez—. En primer lugar, al mirar en los archivos del caso, nos encontramos con esta foto.
Sacó del bolsillo la foto de Roland Mackey a sus dieciocho años y la puso en la mesa de centro, delante de Muriel. Ella inmediatamente se inclinó a mirarla.
—No estamos seguros de cuál es la conexión —continuó Bosch—. Pensamos que quizá podría reconocer a este hombre y decirnos si lo recuerda de entonces.
La mujer continuó mirando sin responder.
—Es una foto de mil novecientos ochenta y ocho —aclaró Bosch con la intención de animarla a hablar.
—¿Quién es? —preguntó ella finalmente.
—No estamos seguros. Se llama Roland Mackey. Tiene un historial de pequeños delitos cometidos después de la muerte de su hija. No estamos seguros de por qué estaba su foto en el expediente. ¿Lo reconoce?
—¿Le han preguntado a Art o a Ron?
Bosch iba a preguntarle quiénes eran Art y Ron cuando cayó en la cuenta.
—De hecho, el detective Green se retiró y falleció hace mucho tiempo. El detective García es ahora inspector García. Hablamos con él, pero no pudo ayudarnos con Mackey. ¿Y usted? ¿Podría haber sido uno de los conocidos de su hija? ¿Lo reconoce?
—Podría haber sido. Hay algo en él que reconozco. Bosch asintió.
—¿Sabe cómo lo reconoce y de dónde?
—No, no lo recuerdo. ¿Por qué no me lo dice y quizás ayude a refrescarme la memoria?
Bosch cruzó una mirada fugaz con Rider. No era algo completamente inesperado, pero siempre complicaba las cosas que el progenitor de una víctima estuviera tan ansioso de ayudar que simplemente preguntara a la policía qué querían que dijera. Muriel Verloren había esperado diecisiete años a que el asesino de su hija fuera puesto a disposición del sistema judicial. Estaba muy claro que iba a elegir respuestas que en modo alguno entorpecieran la posibilidad de que eso ocurriera. En ese punto tal vez ni siquiera le importaba que se tratara de una pista falsa. Los años transcurridos habían sido crueles con ella y el recuerdo de su hija. Alguien tenía que pagar todavía.
—No podemos decírselo porque no lo sabemos, señora Verloren —explicó Bosch—. Piense en ello y díganoslo si lo recuerda.
Ella asintió con tristeza, como si considerara que era otra oportunidad perdida más.
—Señora Verloren, ¿cómo se gana la vida? —dijo Rider.
La pregunta pareció poner de nuevo a la mujer delante de ellos, sacándola de sus recuerdos y anhelos.
—Vendo cosas —respondió como si tal cosa—. En Internet.
Esperaron una explicación más profunda, pero no la consiguieron.
—¿De veras? —preguntó Rider—. ¿Qué cosas vende?
—Lo que encuentro. Voy a ventas de garaje. Encuentro cosas. Libros, juguetes, ropa. La gente compra lo más inimaginable. Y pagan lo que sea. Esta mañana he vendido dos servilleteros por cincuenta dólares. Eran muy viejos.
—Queremos preguntarle a su marido por la foto —dijo Bosch en ese momento—. ¿Sabe dónde podemos encontrarlo?
Muriel Verloren negó con la cabeza.
—En algún rincón de Toyland. No he tenido noticias suyas en mucho, mucho tiempo.
Pasaron unos segundos de sombrío silencio. La mayoría de las misiones de vagabundos del centro de Los Ángeles estaban apiñadas en el borde del llamado Toy District: varias manzanas donde se alineaban fabricantes y mayoristas de juguetes, e incluso unos pocos vendedores al por menor. No era inusual encontrar vagabundos durmiendo en la puerta de las jugueterías.
Lo que Muriel Verloren les estaba diciendo era que el marido se había perdido en aquel mundo de despojos humanos a la deriva. El restaurador de las estrellas había caído hasta una existencia sin hogar en las calles. Pero había una contradicción. Todavía tenía casa. Simplemente no podía estar en ella por lo que había ocurrido. En cambio, su mujer no iba a dejarla nunca.
—¿Cuándo se divorciaron? —preguntó Rider.
—No estamos divorciados. Supongo que siempre pensé que Robert se despertaría y se daría cuenta de que por más que se alejara no podría huir de lo que había ocurrido. Pensé que un día lo comprendería y volvería a casa, pero ese día todavía no ha llegado.
—¿Cree que conocía a todos los amigos de su hija? —preguntó Bosch.
Muriel pensó en ello durante un buen rato.
—Hasta la mañana en que desapareció lo creía. Pero después descubrí cosas. Tenía secretos. Creo que esa es una de las cosas que más me molestaron. No el hecho en sí de que mantuviera secretos, sino que pensara que tenía que hacerlo. Creo que quizá si hubiera acudido a nosotros las cosas habrían sido diferentes.
—¿Se refiere al embarazo?
Muriel asintió con la cabeza.
—¿Qué le hace creer que eso está relacionado con lo que le ocurrió?
—Sólo el instinto materno. No tengo pruebas, pero creo que empezó con eso.
Bosch asintió con la cabeza, pero no podía culpar a la hija por mantener secretos. Cuando Bosch tenía la edad en la que murió Becky Verloren vivía solo, sin padres reales. No tenía idea de cómo habría sido esa relación.
—Hablamos con el inspector García —explicó Rider—. Nos dijo que hace varios años le devolvió el diario de su hija. ¿Todavía, lo tiene?
Muriel pareció alarmada.
—Leo un trozo cada noche. No me lo van a quitar, ¿verdad? ¡Es mi biblia!
—Necesitamos que nos lo preste y hacer una copia. El inspector García debería haberla hecho entonces, pero no la hizo.
—No quiero perderlo.
—No lo perderá, señora Verloren, se lo prometo. Lo fotocopiaremos y se lo devolveremos enseguida.
—¿Lo quiere ahora? Está junto a mi cama.
—Sí, si puede conseguirlo.
Muriel Verloren los dejó y desapareció por un pasillo que conducía hacia el lado izquierdo de la casa. Bosch miró a Rider y levantó las cejas para preguntarle su opinión. Rider se encogió de hombros, dando a entender que hablarían de eso después.
—Una vez mi hija quería otro gato —susurró Bosch—. Mi ex dijo que con uno era suficiente. Ahora sé por qué.
Rider estaba sonriendo de manera inapropiada cuando Muriel volvió a entrar, cargada con un pequeño volumen con una cubierta de flores y las palabras «Mi diario» estampadas en relieve dorado. El dorado empezaba a descascararse. Habían manejado mucho el libro. Se lo dio a Rider, que se esforzó al máximo para cogerlo con reverencia.
—Si no le importa, señora Verloren, nos gustaría echar un vistazo —dijo Bosch—. Para relacionar lo que hemos visto y leído en el expediente con la distribución real de la casa. ¿Le importa que echemos un vistazo? Me gustaría ver la puerta de atrás y también echar un vistazo detrás de la casa.
La señora Verloren señaló con un brazo levantado el camino que tenían que seguir. Bosch y Rider se levantaron.
—Ha cambiado —dijo Muriel—. Antes había terreno sin edificar allí arriba. Salías por nuestra puerta y ya estabas en la montaña. Pero construyeron terrazas. Ahora hay casas de millones de dólares. Construyeron una mansión en el sitio donde encontraron a mi niña. La odio.
No había nada que decir a eso. Bosch se limitó a asentir y la siguió a la cocina a través de un pasillo. Muriel abrió una puerta cristalera que conducía al patio de atrás, y todos salieron. El patio estaba en una empinada pendiente que conducía a unos eucaliptos. A través de los árboles, Bosch distinguió el tejado de estilo colonial de una casa grande y lujosa.
—Antes sólo había árboles —dijo Muriel—, ahora hay casas. Pusieron una verja. No me dejan subir como hacía antes. Creen que soy una vieja loca porque me gustaba subir allí en ocasiones a hacer picnic en el lugar donde encontraron a Becky.
Bosch asintió y pensó por un momento en una madre que hace picnic en el sitio donde su hija fue asesinada. Trató de descartar la idea y concentrarse en el estudio de la ladera. Según el informe de la autopsia, Becky Verloren sólo pesaba cuarenta y cuatro kilos. No obstante, subirla por esa pendiente tuvo que ser toda una pugna. Se preguntó por la posibilidad de que hubiera habido más de un asesino. Pensó en Bailey Sable diciendo «los».
Miró a Muriel Verloren, que permanecía quieta y en silencio, con los ojos cerrados. Había inclinado la cabeza de manera que el sol de última hora de la tarde le calentara la cara. Bosch se preguntó si se trataba de algún tipo de comunión con su hija perdida. Como si sintiera que la estaban mirando, Muriel habló, pero mantuvo los ojos cerrados.
—Me encanta este sitio. Nunca me iré.
—¿Podemos ver la habitación de su hija? —preguntó Bosch.
Muriel abrió los ojos.
—Sólo sacúdanse los pies al volver a entrar en casa.
Ella los condujo de nuevo al pasillo a través de la cocina. La escalera empezaba junto a la puerta que daba al garaje. La puerta estaba abierta, y Bosch atisbó una furgoneta abollada rodeada de pilas de cajas y cosas que aparentemente Muriel Verloren había recogido en sus rondas. También se fijó en lo cerca que estaba la puerta del garaje de la escalera. No sabía si este hecho tenía algún significado, pero recordó que en el expediente se sugería que el asesino se había escondido en algún lugar del interior de la casa y había esperado a que la familia se fuera a dormir. El garaje era el lugar más probable.
El paso de la escalera era estrecho, porque en uno de los lados, y hasta arriba, se alineaban cajas de objetos comprados por Muriel. Rider subió delante. Muriel indicó a Bosch que la siguiera, y cuando este pasó a su lado le susurró:
—¿Tiene hijos?
Bosch asintió, sabiendo que su respuesta le haría daño.
—Una hija.
Ella repitió el mismo gesto con la cabeza.
—Nunca la pierda de vista.
Bosch no le dijo que vivía con su madre muy lejos de su vista. Simplemente asintió y empezó a subir la escalera.
En el segundo piso había un rellano y dos habitaciones con un cuarto de baño entre ellas. El dormitorio de Becky Verloren estaba en la parte de atrás y tenía ventanas que daban a la ladera de la colina.
La puerta estaba cerrada, y Muriel la abrió. Entrar en el dormitorio fue como dar un salto en el tiempo. Bosch vio las mismas fotos de diecisiete años atrás que había estudiado en el expediente. El resto de la casa estaba lleno de basura y detritos de una vida desintegrada, pero la habitación donde Becky Verloren había dormido, hablado por teléfono y escrito su diario secreto no había cambiado. De hecho, la habían preservado más tiempo del que había vivido la chica.
Bosch se adentró en el dormitorio y lo observó en silencio. Ni siquiera el gato entraba allí. El aire olía fresco y limpio.
—Está exactamente como el día en que se fue —dijo Muriel—. Salvo que hice la cama.
Bosch miró la colcha de los gatos que se extendía pulcramente hasta el suelo.
—Usted y su marido estaban durmiendo en el otro lado de la casa, ¿verdad? —preguntó Bosch.
—Sí. Rebecca estaba en esa edad en que quería su intimidad. Hay dos habitaciones abajo, una a cada lado de la casa. Su primera habitación estaba allí, pero a los catorce años se trasladó aquí.
Bosch asintió y miró a su alrededor antes de preguntar nada más.
—¿Con cuánta frecuencia sube aquí, señora Verloren? —preguntó Rider.
—Todos los días. A veces cuando no puedo dormir (y me pasa muchas veces) vengo y me tumbo aquí. Aunque no me meto debajo de las sábanas. Quiero que sea su cama.
Bosch se dio cuenta de que otra vez estaba asintiendo con la cabeza, como si lo que la mujer decía tuviera sentido para él. Se acercó a una de las paredes. Había fotos que se aguantaban en el marco del espejo. Bosch reconoció a una joven Bailey Sable en una de ellas. También había una foto en la que Becky aparecía sola delante de la torre Eiffel. Llevaba una boina negra. Ninguno de los otros chicos del club de arte estaba presente.
En el espejo había asimismo una foto de un chico con Becky. Parecía que estuvieran en Disneylandia, o quizás allí mismo, en el muelle de Santa Mónica.
—¿Quién es? —preguntó Bosch.
Muriel se acercó y miró.
—¿El chico? Es Danny Kotchof. Su primer novio.
Bosch asintió. El chico que se había trasladado a Hawai.
—Cuando se fue le rompió el corazón —agregó Muriel.
—¿Cuándo fue eso exactamente?
—El verano anterior, en junio. Justo después de que ella terminara primero, y él segundo. Él era un año mayor.
—¿Sabe por qué se trasladó la familia?
—El padre de Danny trabajaba en una empresa de alquiler de coches y lo destinaron a una nueva franquicia en Maui. Era un ascenso.
Bosch miró a Rider para ver si ella había captado el significado de la información que Muriel acababa de darles. Rider sutilmente negó con la cabeza. No lo entendía, pero Bosch quería insistir por esa línea.
—¿Danny fue a Hillside Prep?
—Sí, allí se conocieron.
Bosch miró el corcho de fotos y se fijó en un souvenir barato de un globo de nieve con la torre Eiffel. Parte del agua se había evaporado, dejando una burbuja en la parte superior del globo y la punta de la torre asomándose a la bolsa de aire.
—¿Danny iba al club de arte? —preguntó—. ¿Hizo el viaje a París con ella?
—No, ellos se mudaron antes —dijo Muriel—. Él se fue en junio y el club fue a París la última semana de agosto.
—¿Becky volvió a tener noticias de Danny?
—Ah, sí, se enviaban cartas y había llamadas de teléfono. Al principio llamaban los dos, pero era demasiado caro. Después llamaba siempre Danny. Todas las noches, justo antes de que Becky se fuera a acostar. Eso duró casi hasta… hasta que ella nos dejó.
Bosch se estiró y cogió la foto del borde del espejo. Miró de cerca a Danny Kotchof.
—¿Qué pasó cuando falleció su hija? ¿Cómo se enteró Danny? ¿Cómo reaccionó?
—Bueno… Llamamos y se lo dijimos a su padre para que pudiera sentar a Danny y darle la mala noticia. Nos dijo que no lo aceptó bien. ¿Y quién podía hacerlo?
—El padre se lo dijo a Danny. ¿Usted o su marido hablaron directamente con Danny?
—No, pero Danny me escribió una carta larga que hablaba de Becky y de lo mucho que significaba para él. Era muy triste y muy dulce.
—Estoy seguro de que lo era. ¿Vino al funeral?
—No, no vino. Sus… mmm… sus padres pensaron que era mejor para él que se quedara en la isla. El trauma, ¿sabe? El señor Kotchof llamó y nos avisó que no iba a venir.
Bosch asintió. Se volvió del espejo, deslizando la foto en su bolsillo. Muriel no se fijó.
—¿Y después? —preguntó Bosch—. Me refiero a después de la carta. ¿Contactó con ustedes en alguna ocasión? ¿Quizá llamó y habló con ustedes?
—No, creo que nunca tuvimos noticias suyas. No después de la carta.
—¿Todavía guarda esa carta? —preguntó Rider.
—Por supuesto. Lo conservo todo. Tengo un cajón lleno de cartas que recibimos sobre Rebecca. Era una niña muy querida.
—Necesitamos que nos preste esa carta, señora Verloren —dijo Bosch—. Quizá también podríamos necesitar revisar todo el cajón en algún momento.
—¿Por qué?
—Porque nunca se sabe —dijo Bosch.
—Porque no queremos dejar piedra sin mover —añadió Rider—. Sabemos que es duro, pero por favor recuerde lo que estamos haciendo. Queremos encontrar a la persona que le hizo esto a su hija. Ha pasado mucho tiempo, pero eso no significa que el crimen vaya a quedar impune.
Muriel Verloren asintió. Sin reparar en ello, había cogido una pequeña almohada decorativa de la cama y estaba agarrándola con ambas manos delante del pecho. Parecía como si la hubiera hecho su hija muchos años atrás. Era un cuadradito azul con un corazón rojo de fieltro en medio. Sosteniendo la almohada, Muriel Verloren parecía una diana.