Hillside Preparatory School era una construcción de diseño español enclavada en las colinas de Porter Ranch. Su campus se distinguía por magníficos parterres verdes y la sobrecogedora estampa de las montañas que se alzaban detrás. Las montañas casi parecían acunar la escuela y protegerla. Bosch pensó que tenía el aspecto de un lugar al que cualquier padre querría llevar a sus hijos. Pensó en su propia hija, justo a un año de empezar la escuela, y se dijo que le gustaría que fuera a un colegio con ese aspecto, al menos por fuera.
Él y Rider siguieron los carteles indicadores hasta las oficinas de administración. En el mostrador de la entrada Bosch mostró la placa y explicó que querían averiguar si un estudiante llamado Roland Mackey había asistido alguna vez a Hillside. La secretaria desapareció en una oficina posterior y enseguida salió un hombre. Sus rasgos más notables eran una barriga del tamaño de un balón de baloncesto y gruesas gafas ensombrecidas por cejas pobladas. En su frente, el pelo dibujaba la línea bien definida de un tupé.
—Soy Gordon Stoddard, director de Hillside. La señora Atkins me ha dicho que son ustedes detectives. Le he pedido que busque ese nombre para ustedes. No me suena y llevo aquí casi veinticinco años. ¿Saben exactamente cuándo asistió? Podría ayudar en la búsqueda.
Bosch estaba sorprendido. Stoddard tenía aspecto de tener cuarenta y cinco años. Debía de haber llegado a Hillside al terminar sus propios estudios y nunca se había ido. Bosch desconocía si eso daba fe de lo que pagaban allí a los profesores o de la dedicación de Stoddard al lugar, pero, por lo que sabía de los maestros de escuelas públicas o privadas, dudaba de que fuera por la paga.
—Estaríamos hablando de los años ochenta, si es que estudió aquí. Hace mucho tiempo para que lo recuerde.
—Sí, pero recuerdo a los alumnos que han pasado por aquí. A la mayoría de ellos. No he sido director veinticinco años. Primero era profesor. Enseñaba ciencias y después fui jefe del departamento de ciencias.
—¿Recuerda a Rebecca Verloren? —preguntó Rider.
Stoddard palideció.
—Sí, claro que la recuerdo. Le di clase de ciencias. ¿De eso se trata? ¿Han detenido a ese chico, Mackey? O sea, supongo que ahora será un hombre. ¿Fue él?
—Eso no lo sabemos aún, señor —dijo rápidamente Bosch—. Estamos revisando el caso y ha surgido su nombre y hemos de comprobarlo. Eso es todo.
—¿Han visto la placa? —preguntó Stoddard.
—¿Disculpe?
—Fuera, en la pared del vestíbulo principal. Hay una placa dedicada a Rebecca.
Los estudiantes de su curso recogieron fondos y mandaron hacerla. Es bonita, aunque por supuesto también es muy triste. La cuestión es que cumple su propósito. La gente de aquí recuerda a Rebecca Verloren.
—No la hemos visto. La miraremos al salir.
—Hay mucha gente que todavía la recuerda. Puede que esta escuela no pague demasiado bien, a decir verdad, la mayor parte del profesorado tiene dos trabajos para llegar a fin de mes, pero de todos modos tenemos un profesorado muy leal. Aún quedan aquí varios profesores que dieron clases a Rebecca. Tenemos una, la señora Sable, que de hecho iba a su clase y después regresó aquí como maestra. En realidad, creo que Bailey era una de sus mejores amigas.
Bosch miró a Rider, que alzó las cejas, Tenían un plan para contactar con las amigas de Becky Verloren, pero de pronto se les presentaba una oportunidad. Bosch había reconocido el nombre de Bailey. Una de las tres amigas con las que Becky Verloren había pasado la tarde dos noches antes de su desaparición se llamaba Bailey Koster.
Bosch se dio cuenta de que era más que una oportunidad para interrogar a uno de los testigos del caso. Si no accedían a ella ya, probablemente Sable tendría noticias de Roland Mackey a través de Stoddard. A Bosch esa posibilidad no le interesaba. Quería controlar la información que se daba del caso a los implicados en él.
—¿Está aquí hoy? —preguntó Bosch—. ¿Podemos hablar con ella?
Stoddard miró el reloj que había en la pared, junto al mostrador.
—Bueno, ahora está en clase, pero termina la jornada dentro de veinte minutos. Si no les importa esperar estoy seguro de que podrán hablar con ella entonces. —No hay problema.
—Bien, le enviaré un mensaje a su clase para que venga a la oficina después de la lección.
La señora Atkins, la secretaria, apareció detrás de Stoddard.
—De hecho, si no le importa —dijo Rider— preferiríamos ir a su aula a hablar con ella. No queremos que se sienta incómoda.
Bosch asintió. Rider iba en la misma frecuencia. No querían que la señora Sable recibiera ningún tipo de mensaje. No querían que pensara en Becky Verloren hasta que ellos estuvieran allí mirando y escuchando.
—Como ustedes prefieran —dijo Stoddard.
Se fijó en la señora Atkins, que se encontraba tras él y le pidió que explicara sus hallazgos.
—No tenemos ficha de ningún Roland Mackey que haya estudiado aquí —dijo esta.
—¿Han encontrado a alguien con ese apellido? —preguntó Rider.
—Sí, un Mackey, de nombre Gregory, asistió dos años en mil novecientos noventa y seis y noventa y siete.
Existía una posibilidad lejana de que se tratara de un hermano menor o de un primo. Podría ser necesario cotejar ese nombre.
—¿Puede ver si dispone de alguna dirección o número de contacto de este Gregory Mackey? —preguntó Rider.
La señora Atkins miró a Stoddard en busca de aprobación y este asintió con la cabeza. La secretaria desapareció para ir a buscar la información. Bosch miró el reloj de la pared. Les sobraban casi veinte minutos.
—Señor Stoddard, ¿tienen anuarios de finales de los años ochenta a los que podamos echar un vistazo mientras esperamos para entrevistar a la señora Sable? —preguntó.
—Sí, por supuesto, les acompañaré a la biblioteca.
De camino a la biblioteca, Stoddard los hizo pasar junto a la placa que los compañeros de clase de Rebecca Verloren habían instalado en la pared del vestíbulo principal. Era una simple dedicatoria con su nombre, los años de nacimiento y defunción y la juvenil promesa de «Siempre te recordaremos».
—Era una chica muy dulce —dijo Stoddard—. Siempre participativa. Y su familia también. ¡Qué tragedia!
Stoddard limpió con la manga de la camisa el polvo de una fotografía laminada de la sonriente Becky Verloren en la placa.
La biblioteca estaba al doblar la esquina. Había pocos estudiantes en las mesas o revisando los estantes cuando se acercaba el final de la jornada. Stoddard les dijo en un susurro que se sentaran a una mesa y él fue hacia una estantería. Al cabo de menos de un minuto volvió con tres anuarios y los puso en la mesa. Bosch vio que cada libro tenía la leyenda «Veritas» y el año en la cubierta. Stoddard les entregó anuarios de 1986, 1987 y 1988.
—Estos son los últimos tres años —susurró Stoddard—. Recuerdo que ella asistió desde primer curso, así que si quieren ver los anteriores, díganmelo. Están en el estante. Bosch negó con la cabeza.
—Gracias. Con esto bastará por ahora. Volveremos a pasar por la oficina antes de irnos. De todos modos necesitamos la información de la señora Atkins.
—De acuerdo, entonces les dejo.
—Ah, ¿podría decirnos dónde está el aula de la señora Sable?
Stoddard les dio el número de aula y les explicó cómo llegar hasta allí desde la biblioteca. Después se excusó, diciendo que tenía que volver a su despacho. Antes de irse, susurró unas palabras a unos chicos que ocupaban una mesa cercana a la puerta. Los chicos cogieron las mochilas que habían dejado en el suelo y las pusieron debajo de la mesa para no impedir el paso. Algo en el modo en que habían dejado las mochilas de cualquier manera le recordó a Bosch la forma en que lo hacían los chicos de Vietnam: allí donde estaban, sin preocuparse de nada que no fuera quitarse el peso de los hombros.
Después de que Stoddard se hubiera ido, los chicos hicieron muecas en la puerta cuando él pasó.
Rider cogió el anuario de 1988 antes que Bosch, y este se quedó con la edición de 1986. No esperaba encontrar nada de valor una vez que la señora Atkins había acabado con su teoría de que Roland Mackey había asistido a la escuela pero la había abandonado antes del asesinato. Ya estaba resignado a la idea de que la conexión entre Mackey y Becky Verloren —si es que existía— habría que encontrarla en otro sitio.
Hizo los cálculos mentalmente y pasó el anuario hasta que encontró las fotos de octavo curso. Rápidamente descubrió la foto de Becky Verloren. Llevaba coletas y aparatos en los dientes. Sonreía, pero daba la impresión de que estaba empezando ese periodo de incomodidad prepubescente. Revisó las fotos de grupo que mostraban diferentes clubes y organizaciones de alumnos a fin de determinar sus actividades extracurriculares. Becky jugaba al fútbol y también aparecía en las fotos de los clubes de arte y ciencia, así como en las de los representantes del alumnado en el consejo escolar. En todas las fotografías estaba siempre en la fila de atrás y hacia un lado. Bosch se preguntó si era el lugar donde la colocaba el fotógrafo o bien se sentía cómoda allí.
Rider se estaba tomando su tiempo con la edición de 1988. Iba pasando página por página, y en un momento dado sostuvo el volumen para que Bosch lo viera cuando estaba mirando la sección del claustro. Señaló la foto de un joven Gordon Stoddard, con el pelo mucho más largo y sin gafas. También era más delgado y parecía más fuerte.
—Míralo —dijo Kiz—. Nadie debería hacerse mayor.
—Y todo el mundo tendría que tener la oportunidad de hacerlo.
Bosch pasó al anuario de 1987 y vio fotos de Becky Verloren como una jovencita que parecía estar floreciendo. Su sonrisa era más plena, más confiada. Si todavía llevaba aparatos en los dientes ya no resultaban visibles. En las fotos de grupo se había situado delante y en el centro. En las fotos del consejo escolar todavía no era una delegada de clase, pero tenía los brazos cruzados en ademán de quien se sabe importante. Su pose y su mirada sin pestañear a la cámara le decían a Bosch que iba a llegar lejos. Sólo que alguien la había parado.
Bosch hojeó unas cuantas páginas más y cerró el anuario. Estaba esperando que sonara la campana para poder ir a entrevistar a Bailey Koster Sable.
—¿Nada? —preguntó Rider.
—Nada de valor —dijo—, pero está bien verla en aquellos momentos. En su sitio. En su elemento.
—Sí, mira esto.
Estaban sentados uno enfrente del otro. Ella giró el anuario de 1988 en la mesa para que él pudiera verlo. Finalmente Kiz había llegado a la clase de segundo curso. La mitad superior de la página mostraba a la derecha a un chico y cuatro chicas posando en una pared que Bosch reconoció como la de la entrada del aparcamiento de estudiantes. Una de las chicas era Becky Verloren. El pie de foto decía «líderes de estudiantes». Debajo de la foto se identificaba a los alumnos y se mencionaban sus posiciones. Becky Verloren era representante en el consejo de estudiantes. Bailey Koster era la delegada de curso.
Rider trató de girar de nuevo el anuario, pero Bosch lo aguantó un momento para examinar la fotografía. Podía decir por su pose y su estilo que Becky Verloren había dejado atrás su incomodidad adolescente. No describiría a la estudiante de la foto como una niña. Estaba en camino de convertirse en una mujer atractiva y segura de sí misma. Dejó el volumen y Rider lo cogió.
—Iba a ser una rompecorazones —dijo Bosch.
—Quizá ya lo era, quizás eligió el corazón equivocado para romper.
—¿Algo más ahí?
—Echa un vistazo.
Ella abrió otra vez el libro. Las fotos del viaje del club de arte a Francia el verano anterior ocupaban la doble página. Había fotos de una veintena de estudiantes, chicos y chicas, y varios padres o profesores delante de Notre Dame, en el patio del Louvre y en un barco turístico en el Sena. Rider señaló a Rebecca Verloren en una de las fotos.
—Fue a Francia —dijo Bosch—. ¿Y?
—Podría haber conocido a alguien allí. Este asunto podría tener una conexión internacional. Quizá tendríamos que ir allí y comprobarlo. —Estaba tratando de contener una sonrisa.
—Sí —dijo Bosch—. Haz una petición y envíala a la sexta planta.
—Vaya, Harry, me parece que tu sentido del humor sigue retirado.
—Sí, supongo que sí.
El sonido de la campana de la escuela terminó con la discusión y con las clases del día. Bosch y Rider se levantaron, dejaron los anuarios en la mesa y salieron de la biblioteca. Ambos siguieron las indicaciones que les había dado Stoddard hasta el aula de Bailey Sable, esquivando por el camino a estudiantes que se apresuraban a salir de la escuela. Las chicas llevaban faldas lisas y blusas blancas, los chicos pantalones holgados y polos blancos.
Miraron por la puerta abierta del aula B-6 y vieron a una mujer sentada ante su mesa, en el centro de la parte delantera de la sala. No levantó la cabeza de los papeles que aparentemente estaba clasificando. Bailey Sable apenas se parecía a la delegada de la clase de segundo curso cuya foto Bosch y Rider habían estudiado en el anuario. Tenía el pelo más oscuro y corto, y el cuerpo más ancho y pesado. Como Stoddard, llevaba gafas. Bosch sabía que sólo tendría treinta y dos o treinta y tres años, pero parecía mayor.
Había una última estudiante en el aula, una chica guapa y rubia que estaba metiendo libros en una mochila. Cuando terminó, la joven cerró la cremallera de la mochila y se dirigió a la puerta.
—Hasta mañana, señora Sable.
—Adiós, Kaitlyn.
La estudiante miró a Bosch y Rider con curiosidad al pasar junto a ellos. Los detectives entraron en el aula y Bosch cerró la puerta. El sonido provocó que Bailey levantara la vista de sus papeles.
—¿Puedo ayudarles? —preguntó.
—Quizá pueda —dijo Bosch, tomando la iniciativa—. El señor Stoddard dijo que podíamos venir a su aula. —Se aproximó al escritorio.
La profesora lo miró con cautela.
—¿Son ustedes padres?
—No, somos detectives, señora Sable. Mi nombre es Harry Bosch, y ella es Kizmin Rider. Queremos hacerle unas preguntas sobre Becky Verloren.
Ella reaccionó como si acabaran de darle un puñetazo en el estómago. Después de todos los años transcurridos la herida seguía a flor de piel.
—Oh, Dios mío, oh, Dios mío —dijo.
—Lamentamos sobresaltarla con esto de repente —dijo Bosch.
—¿Ha ocurrido algo? ¿Han encontrado a…? —Sable no terminó.
—Bueno, estamos investigando otra vez —dijo Bosch—. Y podría ayudarnos.
—¿Cómo?
Bosch hurgó en el bolsillo y extrajo la foto de ficha policial que había sacado del archivo del Departamento Correccional. Era un retrato de Mackey de cuando era un ladrón de coches de dieciocho años. Bosch la puso encima de los papeles que la profesora había estado clasificando. Ella la miró.
—¿Reconoce a esta persona? —preguntó Bosch.
—Fue sacada hace diecisiete años —añadió Rider—. Alrededor del momento de la muerte de Becky.
La maestra observó la expresión desafiante de Mackey ante la cámara policial. No dijo nada durante un buen rato. Bosch miró a Rider y asintió, una señal de que quizás ella debería tomar la iniciativa.
—¿Se parece a alguien que usted o Becky o alguno de sus amigos pudieran haber conocido entonces? —pregunto, Rider.
—¿Vino a esta escuela? —preguntó Sable.
—No, creemos que no. Pero sabemos que vivía en esta zona.
—¿Es el asesino?
—No lo sabemos. Sólo intentamos determinar si hay una conexión entre Becky y él.
—¿Cómo se llama?
Rider miró a Bosch y este asintió de nuevo.
—Se llama Roland Mackey. ¿Le resulta familiar?
—En realidad no. Me cuesta acordarme de entonces.
Recordar las caras de desconocidos, quiero decir.
—Entonces definitivamente no era alguien al que conociera, ¿cierto?
—Definitivamente.
—¿Cree que Becky podría haberlo conocido sin que usted lo supiera?
Ella pensó un largo momento antes de responder.
—Bueno, es posible. Verá, resultó que había estado embarazada. No sabía eso, así que supongo que podría no haber sabido nada de él. ¿Era el padre?
—No lo sabemos.
Por sí misma, Bailey Sable había propulsado la conversación hacia la siguiente línea de interrogatorio de Bosch.
—Señora Sable, ¿sabe?, han pasado muchos años desde entonces —dijo este—. Si entonces estaba sacando la cara por una amiga, lo entendemos. Pero si sabe algo más, puede decírnoslo ahora. Probablemente es la última oportunidad que nadie va a tener para resolver este caso.
—¿Se refiere a su embarazo? De verdad no lo sabía. Lo siento. Me quedé tan impresionada como todos los demás cuando la policía empezó a hacer preguntas sobre eso.
—Si Becky iba a confiarse a alguien, ¿habría sido a usted? De nuevo tardó en responder. Lo pensó un poco.
—No lo sé —dijo ella—. Éramos muy amigas, pero también tenía una relación de amistad con unas pocas chicas más. Cuatro de nosotras nos conocíamos desde primer grado. En primer grado nos llamábamos el club Kiuy Cat porque todas teníamos gatos. En diferentes momentos y en diferentes años una de nosotras era más íntima de una de las otras. Cambiaba constantemente, pero como grupo nos mantuvimos siempre unidas.
Bosch asintió.
—El verano en que murió Becky, ¿quién diría que era la más cercana a ella?
—Probablemente Tara, fue la que peor se lo tomó.
Bosch miró a Rider, tratando de recordar los nombres de las chicas con las que Becky había estado dos noches antes de su muerte.
—¿Tara Wood? —preguntó Rider.
—Sí. Pasaron mucho tiempo juntas ese verano, porque el padre de Becky tenía un restaurante en Malibú y las dos estaban trabajando allí. Se partían un turno. Ese verano parecía que no hacían otra cosa más que hablar de eso.
—¿Qué decían? —preguntó Rider.
—Oh, ya sabe, qué estrellas iban, ese tipo de cosas. Decían que iba gente como Sean Penn y Charlie Sheen. Y a veces hablaban de los chicos que trabajaban allí y de quién era guapo. No era demasiado interesante para mí porque no trabajaba allí.
—¿Había algún chico del que hablaran en particular? La profesora pensó un momento antes de responder.
—La verdad es que no. Al menos que yo recuerde. Sólo les gustaba hablar de ellos porque eran muy diferentes. Eran surfistas y aspirantes a actores. Tara y Becky eran chicas del valle. Para ellas era un impacto cultural.
—¿Salía con alguien del restaurante? —preguntó Bosch.
—No que yo supiera. Pero como le he dicho, no sabía nada del embarazo, así que obviamente había alguien en su vida del que yo no tenía noticia. Lo mantuvo en secreto.
—¿Estaba celosa de ellas porque trabajaban allí? —preguntó Rider.
—En absoluto. Yo no tenía necesidad de trabajar y estaba bastante satisfecha con eso.
Rider iba hacia alguna parte, de manera que Bosch la dejó seguir.
—¿Qué hacían para divertirse cuando estaban juntas? —preguntó ella.
—No lo sé, lo habitual —dijo Sable—. Íbamos a comprar y a ver películas, cosas así.
—¿Quién tenía coche?
—Tara, y yo también. Tara tenía un descapotable. Solíamos subir… —Se cortó cuando recordó algo.
—¿Qué? —preguntó Rider.
—Recuerdo que íbamos mucho a Limekiln Canyon después de clase. Tara tenía una nevera en el maletero y su padre nunca se enteraba si ella se llevaba unas cervezas de la nevera. Una vez nos paró un coche de policía. Escondimos las cervezas debajo de las faldas del uniforme. Funcionó perfectamente. El policía no se dio cuenta. —Sonrió al recordado—. Por supuesto, ahora que doy clases aquí estoy atenta a cosas así. Todavía tenemos los mismos uniformes.
—¿Y antes de que empezara a trabajar en el restaurante? —preguntó Bosch, llevando la entrevista de nuevo hacia Rebecca Verloren—. Estuvo enferma una semana, justo después de que terminara la escuela. ¿La visitó o habló con ella entonces?
—Estoy segura de que sí. Dijeron que fue entonces cuando ella probablemente puso fin al embarazo. Así que en realidad no estaba enferma. Se estaba recuperando. Pero yo no lo sabía. Yo me creí que estaba enferma, eso es todo. No puedo recordar si hablamos esa semana o no.
—¿Los detectives de entonces le hicieron todas estas preguntas?
—Sí, estoy convencida de que sí.
—¿Adónde iría una chica de Hillside Prep que estuviera embarazada? —preguntó Rider—. Entonces, me refiero.
—¿Se refiere a una clínica o un doctor?
—Sí.
El cuello de Bailey Sable se puso colorado. Se sentía incómoda por la pregunta. Negó con la cabeza.
—No lo sé. Eso fue tan impresionante como el hecho de que mataran a Becky. Nos hizo pensar a todas nosotras que en realidad no conocíamos a nuestra amiga. Fue realmente triste, porque me di cuenta de que no había confiado en mí lo suficiente para contarme esas cosas. ¿Sabe?, todavía pienso en eso cuando recuerdo cosas de entonces.
—¿Tenía algún novio que usted conociera? —preguntó Bosch.
—Entonces no. O sea, en ese momento. Tuvo un novio en primer año, pero se fue a vivir a Hawai con su familia. Eso fue el verano anterior. Después todo el año escolar pensé que estaba sola. No fue con nadie a ninguno de los bailes ni a los partidos. Aunque supongo que me equivocaba.
—Por el embarazo —dijo Rider.
—Bueno, sí. Es bastante obvio, ¿no?
—¿Quién era el padre? —preguntó Bosch, esperando que la pregunta directa pudiera suscitar algún tipo de respuesta nueva.
Sin embargo, Sable se encogió de hombros.
—No tengo ni idea, y no crea que he dejado nunca de preguntármelo.
Bosch asintió. No había conseguido nada.
—¿Cómo asimiló ella la ruptura con el chico que se trasladó a Hawai? —preguntó.
—Bueno, pensé que le había roto el corazón. Se lo tomó mal. Eran como Romeo y Julieta.
—¿En qué sentido?
—Rompieron por culpa de los padres.
—¿Se refiere a que ellos no querían que estuvieran juntos?
—No, el padre de él consiguió un trabajo en Hawai. Tuvieron que trasladarse allí y eso los separó.
Bosch asintió otra vez. No sabía si alguna parte de la información que estaban obteniendo iba a resultar útil, pero sabía que era importante extender la red lo más posible.
—¿Sabe dónde vive Tara Wood actualmente? —preguntó. Sable negó con la cabeza.
—Hicimos una reunión de diez años y ella no vino. Perdí contacto con ella. Todavía hablo con Grace Tanaka de vez en cuando. Pero ella vive en la zona de la bahía, así que no la veo demasiado.
—¿Puede damos su número?
—Claro, lo tengo aquí.
La maestra se agachó, abrió un cajón del escritorio y sacó el bolso. Mientras ella estaba sacando una agenda, Bosch cogió la foto de Mackey del escritorio y se la guardó de nuevo en el bolsillo. Cuando Sable leyó en voz alta un número de teléfono, Rider lo anotó en una libretita.
—Quinientos diez —dijo Rider—. ¿De dónde es, de Oakland?
—Vive en Hayward. Quiere vivir en San Francisco, pero es demasiado caro para lo que gana.
—¿A qué se dedica?
—Es escultora en metal.
—¿Su apellido sigue siendo Tanaka?
—Sí. Nunca se casó. Ella…
—¿Qué?
—Resultó que es homosexual.
—¿Resultó?
—Bueno, lo que quiero decir es que nunca lo supimos. Nunca nos lo dijo. Se trasladó allí y hace unos ocho años fui a visitarla y entonces me enteré.
—¿Era obvio?
—Obvio.
—¿Fue a la reunión de diez años de la escuela?
—Sí, ella estuvo allí. Lo pasamos bien, aunque también fue bastante triste, porque la gente hablaba de Becky y de que el crimen nunca se resolvió. Creo que probablemente por eso no vino Tara. No quería que le recordaran lo que le ocurrió a Becky.
—Bueno, quizá nosotros cambiemos eso para la reunión de los veinte años —dijo Bosch, que inmediatamente lamentó el comentario frívolo—. Perdón, no ha sido un comentario agradable.
—Bueno, espero que lo cambien. Pienso en ella todo el tiempo. Siempre me pregunto quién lo hizo y por qué nunca los encontraron. Miro su foto en la placa todos los días al entrar en la escuela. Es raro. Ayudé a recoger el dinero para la placa como delegada de curso.
—¿Los? —preguntó Bosch.
—¿Qué?
—Ha dicho que nunca los encontraron. ¿Por qué ha dicho «los»?
—No lo sé, «lo», «la», lo que sea.
Bosch asintió.
—Señora Sable, gracias por su tiempo —dijo—. ¿Puede hacernos un favor y no hablar con nadie de esto? No queremos que la gente esté preparada para nosotros, ¿me entiende?
—¿Como conmigo?
—Exactamente. Y si piensa en algo más, cualquier cosa de la que quiera hablar, mi compañera le dará una tarjeta en la que constan todos nuestros números.
—De acuerdo.
Sable parecía sumida en un recuerdo lejano. Los detectives se despidieron y la dejaron con la pila de papeles para clasificar. Bosch pensó que probablemente estaba recordando un tiempo en el que cuatro chicas eran las mejores amigas y el futuro brillaba ante ellas como un océano.
Antes de salir de la escuela pasaron por la oficina para ver si la administración disponía de información de contacto actualizada de la exestudiante Tara Wood. Gordon Stoddard le pidió a la señora Atkins que lo comprobara, pero la respuesta fue negativa. Bosch preguntó si podía llevarse el anuario de 1988 para hacer copias de algunas de las fotos y el señor Stoddard dio su aprobación.
—Ya me iba —dijo el director—. Les acompañaré.
Charlaron por el camino de regreso a la biblioteca y Stoddard les dio el anuario, que ya había sido devuelto al estante. En el camino de salida hacia el aparcamiento, Stoddard se detuvo con ellos una vez más delante de la placa conmemorativa. Bosch pasó los dedos por encima de las letras en relieve del nombre de Becky Verloren. Se fijó en que los bordes se habían suavizado con el paso de los años porque muchos estudiantes habían hecho lo mismo.