Tocamos por lo que parecieron horas, días, años. O quizás fueran segundos. Ni siquiera puedo decirlo. Aceleramos, luego vamos más despacio, hacemos gritar a nuestros instrumentos. Nos ponemos serios. Reímos. Hablamos más despacio. Luego fuerte. Mi corazón está latiendo, mi sangre vibra, todo mi cuerpo está repiqueteando mientras recuerdo: un Concierto no significa pararse frente a miles de personas como un blanco. Significa unirse. Significa armonía. Cuando finalmente hicimos una pausa, estoy sudando y Mia está jadeando, como si hubiera estado corriendo por millas. Nos sentamos allí en silencio, con el sonido de nuestras rápidas respiraciones ralentizándose a la par, y los latidos de nuestros corazones estabilizándose. Miro el reloj. Son las cinco pasadas. Mia sigue mi mirada. Ella baja su arco del cello.
—¿Ahora qué? —pregunta ella.
—¿Schubert? ¿Ramones? —digo, aunque sé que no está tomando pedidos. Pero en lo único en lo que puedo pensar es en seguir tocando, porque, por primera vez en un largo tiempo, no hay nada más que quiera hacer. Y tengo miedo de lo que pase cuando la música termine.
Mia hace un gesto hacia el reloj digital parpadeando ominosamente desde el marco de la ventana.
—No creo que llegues a tu vuelo.
Me encogí de hombros. No me importa el hecho de que hay, por lo menos, otros diez vuelos a Londres esta noche.
—¿Tú puedes llegar al tuyo?
—No quiero llegar —dice tímidamente—. Tengo un día libre antes de que comiencen los recitales. Puedo irme mañana.
De repente, me imagino a Aldous paseando por la sala de partidas de Virgin, preguntándose dónde diablos estoy, llamando a un celular que sigue sobre la mesa de noche de algún hotel. Pienso en Bryn, en Los Ángeles, quien no sabe que un terremoto aquí en Nueva York enviaba un tsunami hacia allí. Y me doy cuenta de que antes de que haya un próximo, hay un ahora que necesito atender. —Necesito hacer algunas llamadas— le digo a Mia. —A mi manager, que me está esperando… y a Bryn.
—Oh, cierto, por supuesto, —dice ella, con su rostro fallando mientras se apresura a levantarse, casi tirando su cello en su confusión—. El teléfono está bajando las escaleras. Y yo debería llamar a Tokio, aunque estoy muy segura de que están en la mitad de la noche, así que solo enviaré un e-mail y llamaré más tarde. Y a mi agente de viajes…
—Mia —interrumpo.
—¿Qué?
—Resolveremos esto.
—¿En serio? —Ella no luce tan segura.
Asiento, aunque mi corazón está latiendo y las piezas del rompecabezas están girando mientras Mia deja el teléfono inalámbrico sobre mi mano. Voy hacia su jardín donde hay privacidad y paz en la luz de la tarde, con las cigarras de verano chirriando porque se acercaba una tormenta. Aldous atiende al primer timbre y en el minuto en que oigo su voz y empiezo a hablar, asegurándole que estoy bien, los planes empezaron a salir de mi boca como si los hubiera estado contemplando por un largo, largo tiempo. Le explico que no voy a ir a Londres ahora, que no voy a hacer ningún video musical, ni entrevistas, pero que estaría en Inglaterra para el inicio de nuestra gira europea y que tocaría en cada uno de esos shows.
El resto del plan que se está formulando en mi cabeza —parte de él ya se solidificó de una manera nebulosa en el puente la otra noche— no se lo digo, pero creo que Aldous lo percibe.
No puedo ver a Aldous, así que no puedo saber si pestañea, se acobarda o luce sorprendido, pero lo entiende.
—¿Respetarás todos tus compromisos de la gira? —repite él.
—Sí.
—¿Qué se supone que le diga a la banda?
—Pueden hacer el video sin mí si quieren. Los veré en el Festival Guildford —digo refiriéndome al gran festival de música en Inglaterra en el cual encabezamos para dar comienzo—. Y les explicaré todo allí.
—¿Dónde estarás mientras tanto? Por si alguien te necesita.
Diles que no me necesiten.
—Respondo.
La siguiente llamada es más dura. Deseo no haber elegido el día de hoy para dejar de fumar. En cambio, hago los ejercicios de respiraciones profundas que me enseñaron los doctores y marco el número. Un viaje de mil millas empieza con diez dígitos, ¿no es cierto?
—Pensé que quizás eras tú —dice Bryn al oír mi voz—. ¿Perdiste tu teléfono otra vez? ¿Dónde estás?
—Sigo en Nueva York. En Brooklyn. —Hago una pausa—, con Mia.
Un frío silencio llena la línea y yo lleno ese silencio con un monólogo ¿qué es qué? No lo sé: una rápida explicación de la noche que paso por accidente, reconociendo que las cosas nunca estuvieron bien entre nosotros, por lo menos, no tan bien como ella quería, y como resultado, he sido un pésimo novio. Le digo que espero que le vaya mejor con el próximo chico.
—Sí, yo no me preocuparía por eso —dice ella con un intento de una carcajada, pero no suena de esa forma. Hay una larga pausa. Espero su diatriba, sus recriminaciones, todas las cosas que veo venir. Pero no dice nada.
—¿Sigues allí? —pregunto.
—Sí, estoy pensando.
—¿En qué?
—En que sin importar lo que hubiera preferido, ella habría muerto.
—¡Jesús, Bryn!
—¡Oh, cállate! No te hagas el indignado. No ahora mismo. Y la respuesta es no. No deseo su muerte. —Hace una pausa—. Aunque no estoy tan segura con la tuya.
Luego, me corta.
Me quedo parado allí, sin mover el teléfono de mí oreja, tomando las últimas palabras de Bryn, preguntándome si había habido un rastro de absolución en su hostilidad. No sé si eso importa porque mientras siento él frio aire, me siento aliviado.
Después de un tiempo, levanto la vista. Mia está de pie en las puertas corredizas de vidrio, esperando que le diga que todo estaba bien. Hago una aturdida señal con la mano en su dirección y ella, lentamente, camina hacia el patio de ladrillos donde estoy parado, aún sosteniendo el teléfono.
Ella lo toma desde la parte superior, como si fuera un bastón de relevo, a punto de ser pasado.
—¿Está todo bien? —pregunta.
—Soy libre, por así decirlo, de mis compromisos anteriores.
—¿De la gira? —Ella suena sorprendida.
Sacudo mi cabeza.
—No de la gira. Sino de toda la basura que me lleva hasta ella. Y de mis otros, hum, enredos.
—Oh.
Ambos nos quedamos allí por un momento, sonriendo como tontos, sin soltar el teléfono inalámbrico. Finalmente, lo suelto y luego, gentilmente, lo saco de su mano y lo pongo sobre la mesa de hierro, sin soltar su mano.
Paso mi pulgar sobre las callosidades del suyo y subo y bajo sobre los huesos de sus nudillos y muñeca. Es tan natural y al mismo tiempo un privilegio. Esta es Mia, a la que estoy tocando. Y ella lo permite. No solo eso, también cierra sus ojos y se acerca.
—Esto es real. ¿Puedo sostener esta mano? —pregunto, acercándola hacia mi mejilla con barba de tres días.
La sonrisa de Mia es como chocolate derretido. Es como un magnifico solo de guitarra. Es todo lo bueno en este mundo. —Mmmm— responde.
La acerco hacia mí. Miles de soles se alzan en mi pecho. —¿Puedo hacer esto?— pregunto, tomando sus dos brazos entre los míos y bailando lentamente con ella alrededor del patio.
Todo su rostro está sonriendo ahora. —Puedes— murmura.
Paso mis manos por sus brazos desnudos, de arriba hacia abajo. La hago girar alrededor de las macetas, llenas de flores perfumadas. Entierro mi cabeza en su pelo y respiro su olor, el de las noches de la Ciudad de Nueva York que están grabadas a fuego en ella. Sigo su mirada hacia arriba, hacia el cielo.
—Así que, ¿crees que nos están mirando? —pregunto, mientras beso suavemente la cicatriz en su hombro y siento flechazos de calor disparados por todo mi cuerpo.
—¿Quién? —pregunta Mia, acercándose, y temblando levemente.
Tu familia. Pareces pensar que mantienen contacto contigo. ¿Crees que puedan ver esto?
—Coloqué mis brazos alrededor de su cintura y la bese detrás de la oreja, del modo en que solía enloquecerla, del modo en que, a juzgar por su rápida respiración y sus uñas enterrándose en mis costados, todavía lo hacía. No me pareció que hubiera nada aparentemente espeluznante en mi pregunta, pero no se sentía de esa manera.
Anoche, mientras pensaba en su familia y que pudieran saber o conocer mis acciones, me avergoncé. Pero ahora, no es que quisiera que vieran esto, pero si desearía que supieran sobre esto, sobre nosotros.
—Me gusta pensar que me dan un poco de privacidad —dice, abriéndose como un girasol a los besos que estaba plantando en su mandíbula—. Pero mis vecinos pueden vernos, sin duda. —Pasa una mano por mi cabello y es como si electrocutara mi cuero cabelludo.
—Hola, vecinos —digo, trazando círculos perezosos alrededor de la base de su clavícula con mi dedo.
Sus manos se adentran en mi camiseta. Su tacto ya no es tan sutil. Es penetrante, la punta de sus dedos empiezan a tocar el código Morse de emergencia. —Si esto sigue así mucho más tiempo, mis vecinos van a presenciar un espectáculo— susurra.
—Después de todo, somos artistas —le contesto, deslizando mis manos bajo su camiseta y subiendo a lo largo de su torso y luego bajando de nuevo. Nuestra piel es como imanes que han estado privados de su carga opuesta.
Rozo mis dedos por su cuello, su mandíbula, y luego sostengo su barbilla en mi mano. Y nos detenemos. Nos quedamos así por un instante, mirándonos el uno al otro, disfrutándonos. Y luego bruscamente nos juntamos. Las piernas de Mia ya no tocaban el suelo, estaban envueltas alrededor de mi cintura, sus manos clavadas en mi pelo y mis manos enredadas en ella. Y nuestros labios… No había suficiente piel, suficiente saliva, suficiente tiempo, nuestros labios estaban tratando de compensar todos estos años perdidos. Nos besamos. Se encendieron los interruptores de alta tensión.
—Entremos —dice, mitad orden, mitad suplica y con sus piernas aún envolviéndome, le llevo de vuelta a su pequeña casa, de nuevo al sofá, donde hacía sólo unas horas atrás nos dormimos separados. Esta vez estábamos bien despiertos. Y totalmente juntos.
Nos quedamos dormidos y despertamos en la noche, hambrientos. Pedimos comida a domicilio. Comimos arriba en su cuarto encima de la cama. Todo era como un sueño, y la parte más increíble fue despertar en la madrugada. Con Mia. Verla dormir allí y sentirla tan feliz como yo lo estaba. La abracé y me volví a dormir.
Pero cuando me desperté de nuevo, unas horas más tarde, Mia estaba sentada en una silla debajo de la ventana, con las piernas envueltas en una bola, su cuerpo cubierto con una antigua manta de punto. Y parecía miserable, y el temor se implantó como una granada en mi estómago, se sentía casi tan malo como cuando la perdí. Y eso es mucho decir. Todo lo que podía pensar era: no la puedo perder de nuevo. Eso realmente me mataría esta vez.
—¿Qué pasa? —le exigí, antes de perder el valor para preguntárselo y hacer algo tan tonto como no decirle nada y dejar que mi corazón se incinerara de nuevo.
—Estaba pensando en la escuela secundaria. —Mia dice con tristeza.
—Eso pondría a cualquiera de mal humor.
Mia no muerde el anzuelo. No se ríe. Se desploma en la silla. —Estaba pensando en cómo estamos en el mismo barco de nuevo. Cuando estaba preparándome para Juilliard y tú hacías tu camino, para llegar a dónde… bueno, dónde estás ahora—. Bajó la mirada, torciendo los hilos de la manta alrededor de su dedo hasta que la piel se le quedo en blanco. —Nunca nos preocupamos en como haríamos para que esto funcionara. Y ahora tenemos un día, o… hemos tenido un día. Lo de anoche fue increíble, pero ha sido sólo una noche. Realmente tengo que salir a Japón como en siete horas. Y tú tienes la banda. Tú gira—. Presionó las palmas de sus manos contra sus ojos.
—¡Mia, detente! —Mi voz rebotó en las paredes de su dormitorio—. ¡Ya no estamos en la secundaria!
Me miró, con incertidumbre.
—Mira, mi gira inicia en una semana.
Una pluma de la esperanza empieza a flotar entre nosotros.
—¿Y sabes?, estaba pensando que no me caería mal algo de sushi.
Su sonrisa es triste y lamentable, no es exactamente lo que estaba buscando. —¿Irías a Japón conmigo?— pregunta.
Ya estoy en eso.
—Eso me encantaría. Pero ¿Y luego qué? Es decir, no estaré allí por mucho tiempo y no es el único lugar al que debo ir…
—Seré tu acompañante —le digo—. Tu groupie. Tu utilero. Tú lo que sea. Dondequiera que vayas, iré. Si así lo deseas. Si no, lo comprenderé.
—No, lo deseo. Créeme, lo deseo. Pero ¿cómo funcionaria? ¿Tus compromisos? ¿La banda?
—No hay más banda. Para mí, al menos, ha terminado. Después de esta gira, se acabo.
—¡No! —Mia sacude la cabeza con tanta fuerza, que sus largos mechones de pelo rozan la pared detrás de ella. La expresión determinada en su rostro, que tanto conozco, hace que mi estomago se revuelva—. No puedes hacer eso por mí —añade, con voz débil—. No voy a aceptar más concesiones.
—¿Concesiones?
—Durante los últimos tres años, todo el mundo, excepto tal vez por la facultad de Julliard, han sido indulgentes conmigo. Peor aún, lo he sido conmigo misma, y eso no me ayuda en absoluto. No quiero ser esa persona, que sólo toma de los demás. He tomado suficiente de ti. No voy a dejar que abandones lo que tanto amas por convertirte en mi guardián.
—Es justo eso —murmuro—. He caído en una especie de desamor por la música.
—Por mi culpa —dice Mia con tristeza.
—Por culpa de la vida —le contesto—. Siempre podré componer y tocar. Incluso grabar de nuevo, pero ahora sólo necesito algo de tiempo a solas con mi guitarra para recordar por qué me metí en la música en primer lugar. Mevoy de la banda tanto si eres parte de la ecuación, o no. Y en cuanto a convertirme en tu guardián, en todo caso, yo soy el que lo necesita.
Trato de hacer que suene como una broma, pero Mia siempre puede ver a través de mi, las últimas veinticuatro horas lo han demostrado.
Me mira con esos ojos de rayo láser.
—¿Sabes? He pensado mucho en eso estos dos últimos años —dice con voz ahogada—. Acerca de quién estaría allí para ti. ¿Quién sostenía tu mano mientras estabas afligido por todo lo que habías perdido? —Las palabras de Mia removieron algo dentro de mí y de repente habían lágrimas por toda mi maldita cara de nuevo. No había llorado en tres años y ahora esta era como la segunda vez en dos días.
—Ahora es mi turno de velar por ti —susurra, acercándose a mí, sosteniéndome y envolviéndome en su manta, como si me estuviera desmoronando. Me sostiene hasta que puedo recuperar mi cromosoma Y. Luego se vuelve hacia mí, con una mirada un poco lejana en sus ojos—. El próximo sábado es tu festival, ¿cierto? —pregunta.
Asiento con la cabeza.
—Tengo dos recitales en Japón y uno en Corea el jueves, así que podría estar fuera de allí el viernes, y tú tendrías un día para viajar al oeste. Y no tendré mi próximo compromiso en Chicago hasta una semana después de eso. Así que podríamos volar directamente de Seúl a Londres.
—¿Qué quieres decir?
Se ve tan tímida cuando me lo pregunta, como si fuera más probable que cayera una bola de nieve en el infierno a que yo le dijera que si, como si esto no fuese lo que siempre he querido.
—¿Puedo ir al festival contigo?