Empecé a tocar en mi primera banda, Infinity 89, cuando tenía catorce años. Nuestra primera presentación fue en una fiesta en una casa cerca del campus de la universidad. Los tres en la banda —yo en la guitarra, mi amigo Nate en el bajo, y su hermano mayor, Jonah en la batería— apestamos. Ninguno de nosotros había estado tocando durante mucho tiempo, y después del concierto descubrimos que Jonah había sobornado al anfitrión de la fiesta para que nos dejara tocar. Es un hecho poco conocido que la primera incursión de Adam Wilde tocando música rock frente a una audiencia podría nunca haber sucedido si Jonah Hamilton no hubiera conseguido un barril de cerveza.
El barril resultó ser lo mejor de esa presentación. Estábamos tan nerviosos que pusimos los amplificadores demasiado alto, creando un frenesí de reverberación que hizo que los vecinos se quejaran, y luego lo contrabalanceamos en exceso tocando tan bajo que no podíamos oír nuestros instrumentos entre sí.
Lo que podía escuchar en las pausas entre canción y canción era el sonido de la fiesta: el ruido de botellas de cerveza tintineando, de la charla sin sentido, de gente riendo, y, lo juro, en el cuarto trasero de la casa, gente viendo American Idol. El punto es, que podía oír todo eso, porque nuestra banda era tan mala que nadie se molestó en reconocer que estábamos tocando. No éramos dignos de aplausos. Éramos tan malos que incluso nos abuchearon. Simplemente lo ignoramos. Cuando terminamos de tocar, la fiesta continuó como si nunca nos hubiéramos ido.
Mejoramos. Nunca a grandiosos, pero mejores. Y nunca lo suficientemente buenos para tocar en nada más que fiestas en casas. Entonces Jonah se fue a la universidad, y Nate y yo nos quedamos sin batería, y ese fue el final de Infinity 89.
Así comenzó mi breve experiencia como cantautor solitario por la ciudad, tocando mayormente en cafés. Hacer gira en cafés fue ligeramente mejor que las fiestas en casas. Con sólo yo y una guitarra, no tenía necesidad de subir mucho el volumen, y la gente en la audiencia fue en su mayoría respetuosa. Pero mientras tocaba, me seguía distrayendo con los sonidos de otras cosas aparte de la música: el pitido de la máquina de capuchino, las conversaciones en voz baja sobre Cosas Importantes de los estudiantes universitarios intelectuales, las risas de las chicas. Después de la presentación, las risas se hicieron más fuertes cuando las chicas se acercaron a mí para hablar, para preguntarme por mi inspiración, para ofrecerme mezclar CD’s que habían hecho, y en ocasiones para ofrecer otras cosas.
Una chica fue diferente. Ella tenía brazos fibrosos y musculosos y una mirada feroz en sus ojos. La primera vez que me habló sólo dijo.
—Estás desaprovechado.
—No. Sobrio como una piedra.
—No me refiero a eso —dijo, arqueando su ceja perforada—. Estás desaprovechado en lo acústico. Te he visto tocar antes en esa terrible banda tuya, pero eras muy bueno, incluso para un niño como tú.
—Gracias. Creo.
—No hay de qué. No estoy aquí para adular. Estoy aquí para reclutar.
—Lo siento. Soy pacifista.
—¡Gracioso! Soy lesbiana, una a la que le gusta preguntar e informar, por lo que también soy inadecuada para lo militar. No, yo estoy formando una banda. Creo que eres un guitarrista tremendamente talentoso, así que estoy aquí para asaltar tu cuna, artísticamente hablando.
Yo apenas tenía dieciséis años de edad y estaba un poco intimidado por esta chica agalluda, pero me dije por qué no.
—¿Quién más está en la banda?
—Yo en la batería. Tú en la guitarra.
—¿Y?
—Esas son las partes más importantes, ¿no te parece? Bateristas y guitarristas que toquen fantástico no crecen en árboles, ni siquiera en Oregón. No te preocupes, voy a llenar los espacios en blanco. Soy Liz por cierto. —Asomó su mano. Estaba cubierta de callos, siempre una buena señal en un baterista.
En el plazo de un mes, Liz había reclutado a Fitzy y Mike, y nos habíamos bautizado como Shooting Star y comenzado a escribir canciones juntos. Un mes después de eso, tuvimos nuestro primer concierto. Fue otra fiesta en casa, pero en nada como en la que había tocado con Infinity 89. Desde el primer momento, algo fue diferente. Cuando rasgué mi primer acorde, fue como apagar una luz. Todo simplemente se quedó en silencio. Tuvimos la atención del público y la mantuvimos. En el espacio vacío entre canciones, la gente aplaudió y luego se tranquilizó, anticipando nuestra siguiente canción. Con el tiempo, empezaron a gritar peticiones. Después, llegaron a saberse nuestras letras tan bien que las cantaban, lo que era muy útil cuando cantaba espaciada una letra.
Muy pronto, pasamos a tocar en grandes clubes. A veces podía distinguir los sonidos del bar en el fondo: el tintineo de los vasos, los gritos de órdenes al barman. También comencé a escuchar a personas gritar mi nombre por primera vez. «¡Adam!». «¡Por aquí!». Muchas de esas voces pertenecían a chicas.
Las chicas a las que en su mayoría ignoraba. En este punto, yo había empezado a obsesionarme con una chica que nunca venía a nuestras presentaciones, pero que yo había visto tocar el violonchelo en la escuela. Y cuando Mia se había convertido en mi novia, y luego empezó a venir a mis presentaciones —y para mi sorpresa, parecía realmente disfrutar, si no los conciertos, por lo menos nuestra música— a veces la trataba de escuchar a ella. Quería oír su voz gritando mi nombre, a pesar de que sabía que era algo que ella nunca haría. Era una asistente poco dispuesta. Que tendía a estar entre bastidores y mirarme con intensidad solemne. Incluso cuando se relajaba lo suficiente algunas veces al ver la presentación como una persona normal, desde la audiencia, se mantenía muy reservada. Pero aún así, estaba atento al sonido de su voz. Nunca pareció importar que no la escuchara. Tratar de escucharla era parte de la diversión.
Cuando la banda se hizo más grande y las presentaciones se hicieron más grandes, los aplausos se volvieron más fuertes. Y luego de un tiempo, todo quedó en silencio. No había música. No banda. No fans. No Mia.
Cuando regresaron —la música, los conciertos, las multitudes— todo parecía diferente. Incluso durante esa gira de dos semanas justo antes del estreno de Daño Colateral, me di cuenta de cuánto habían cambiado por la forma en que todo parecía diferente. El muro de sonido que tocábamos envolvía a la banda, casi como si estuviéramos tocando dentro de una burbuja hecha de nada más que nuestro propio ruido. Y entre las canciones, había gritos y chillidos. Pronto, mucho antes de lo que jamás podría haberme imaginado, estábamos tocando en lugares enormes: arenas y estadios, ante más de quince mil fans.
En estos lugares, hay tanta gente, y tanto sonido, que es casi imposible distinguir una voz específica. Todo lo que oigo, más allá de nuestros propios instrumentos ahora sonando a todo volumen de los más potentes altavoces disponibles, es ese grito salvaje de la multitud cuando estamos detrás del escenario y las luces se apagan justo antes de que salgamos. Y una vez que estamos en el escenario, los gritos constantes de la multitud se mezclan de modo que suenan como el aullido furioso de un huracán; algunas noches juro que puedo sentir el aliento de esos quince mil gritos.
No me gusta este sonido. Me parece la naturaleza monolítica de la desorientación. Para algunos conciertos, intercambiamos nuestros monitores de cuña por piezas para el oído. Era un sonido perfecto, como si estuviéramos en el estudio, con el rugido de la multitud bloqueado. Pero eso era aún peor en cierto modo. Me siento tan desconectado de la multitud como están las cosas, por la distancia entre ellos y nosotros, una distancia separada por una vasta extensión de escenario y un ejército de seguridad que impiden que los fans suban para tocarnos o saltar del escenario de la manera en que solían hacerlo. Pero más que eso, no me gusta que sea tan difícil escuchar una sola voz penetrando a través del ruido. No lo sé. Quizás todavía estoy tratando de escuchar esa única voz.
Sin embargo, de vez en cuando durante una presentación, cuando yo o Mike hacemos una pausa para volver a afinar nuestras guitarras o alguien toma un trago de una botella de agua, haré una pausa y me esforzaré en distinguir una voz entre la multitud. Y de vez en cuando, puedo. Puedo oír a alguien pidiendo a gritos una canción específica o gritando ¡Te amo! O coreando mi nombre.
Mientras estoy aquí en el Puente de Brooklyn estoy pensando en esas presentaciones en estadios, en sus huracanes de ruido blanco. Debido a que todo lo que puedo oír ahora es un rugido en mi cabeza, un grito mudo mientras Mia desaparece y trato de dejarla.
Pero hay algo más, también. Una pequeña voz tratando de abrirse paso, de penetrar a través del rugido de nada. Y la voz se hace más fuerte y más fuerte, y es mi voz esta vez y está haciendo una pregunta: ¿Cómo lo sabe ella?