Capítulo 14


El coco duerme en tu lado de la cama.

Susurra en mi oído: «Estás mejor muerto».

Llena mis sueños con sirenas y luces de arrepentimiento.

Me besa gentilmente cuando me despierto con un dulce.

¡Boo! Daño Colateral Pista 3


Voy con Mia al ferry de todas maneras. Porque, ¿qué más voy a hacer? Lanzar una rabieta porque ella no ha mantenido un catálogo actualizado de cada conversación que hayamos tenido.

Alguna vez. Se llama seguir adelante.

Y ella tiene razón con eso de que el ferry está muerto. A las cuatro y treinta de la mañana, no hay mucha demanda para Staten Island. Había, quizás, una docena de personas sentadas en el piso de las escaleras. Un trío de regazados está acostado en un banco, repitiendo la noche, pero mientras pasamos a su lado, una de las chicas levanta la cabeza y me mira fijamente.

Luego, le pregunta a su amigo:

—Amigo, ¿ese es Adam Wilde?

Al amigo ríe.

—Sí. Y a su lado está Britney Spears. ¿Por qué infiernos estaría Adam Wilde en el ferry de Staten Island?

Me estoy haciendo la misma pregunta.

Pero, aparentemente, esta es una de las cosas de Mia, y este es su paseo de «despedida de Nueva York aun cuando en realidad no me estoy yendo». Así que la sigo escaleras arriba hacia la proa del bote cerca del enrejado.

Mientras nos alejamos de Nueva York, el horizonte desaparece tras nosotros, el Río Hudson se ve a un lado, y el muelle se ve al otro. Es tranquilo aquí en el agua, calmo excepto por un par de esperanzadas gaviotas que siguen nuestra estela, en busca de comida supongo, o tal vez, simplemente acompañando la noche. Empiezo a relajarme a pesar de mí mismo.

Y después de unos cuantos minutos, estamos cerca de la Estatua de la Libertad. Está toda iluminada en la noche, y su antorcha también lo está, como si hubiera una verdadera llama allí, dando la bienvenida a las amontonadas masas. Hola, Señora, aquí estoy.

Nunca había visto la Estatua de la Libertad. Hay mucha gente. Aldous me invitó una vez a un tour en un helicóptero privado, pero yo no me monto en esos. Pero ahora que ella está justo aquí, puedo ver por qué está en la lista de Mia. En las fotografías, la estatua siempre luce un poco sombría, determinada, pero de cerca, es más suave. Pero tiene una mirada, como si supera algo que tú no.

—Estás sonriendo —me dice Mia.

Y me doy cuenta que lo estoy haciendo. Tal vez es por ser premiado con un pase especial para hacer algo que pensé que estaba fuera de límites. O tal vez la apariencia de la estatua es contagiosa.

—Es agradable —dice Mia—. No la he visto en un tiempo.

—Es gracioso —respondo—, porque justo estaba pensando en ella. —Señalo hacia la estatua—. Es como si tuviera algún tipo de secreto. El secreto para la vida.

Mia mira hacia arriba.

—Sí. Entiendo lo que dices.

Dejo salir aire por mis labios.

—Yo podría necesitar ese secreto.

Mia inclina la cabeza sobre el enrejado.

—¿Sí? Pues pídeselo.

—¿Qué se lo pida?

—Está justo aquí. No hay nadie aquí. No hay turistas rodeándole los pies como hormigas. Pídele que te diga el secreto.

—No voy a pedírselo.

—¿Quieres que lo haga yo? Lo haré, pero es tu pregunta, así que pienso que deberías hacer los honores.

—¿Tienes el hábito de hablar con las estatuas?

—Sí. Y con las palomas. Ahora, ¿vas a preguntarle?

Miro a Mia. Tiene los brazos cruzados sobre su pecho, un poco impacientemente. Me giro hacia el enrejado.

—Um, ¿estatua? Oh, Estatua de la Libertad —llamo calmadamente. Nadie está por ahí, pero esto es realmente embarazoso.

—Más fuerte —dice Mia, dándome un codazo.

Qué diablos.

—Oye, disculpa —llamo—, ¿cuál es tu secreto?

Ambos nos ahuecamos los oídos sobre el agua, como si esperáramos una respuesta que llegara rápidamente de vuelta.

—¿Qué dijo? —pregunta Mia.

—Libertad.

—Libertad —repite Mia, asintiendo en acuerdo—. No, espera, creo que hay más. Espera. —Se inclina sobre el enrejado, ampliando los ojos—. Mm… Mm… Ajá. —Se gira hacia mí—. Aparentemente, no está usando bragas bajo esas faldas, y con la brisa de la bahía, aquello le provee un cierto escalofrío.

—La Señora Libertad va lista para la acción —digo—. ¡Eso es tan Francés!

Mia se parte de risa con eso.

—¿Crees que alguna vez le dé un vistazo a los turistas?

—¡Imposible! ¿Por qué crees que tiene esa mirada privada en su cara? Todos esos puritanos de red-state que vienen en el barco, ni siquiera sospechan que la Vieja Lib no tiene ropa interior puesta. Probablemente luce un brasileño38.

—De acuerdo, tengo que olvidar esa imagen —gruñe Mia—. Y debo recordarte que venimos de un red-state; o algo así.

—Oregón es un estado dividido —respondo—. Campesinos blancos al este, los hippies al oeste.

—Hablando de hippies, y de ir sin ropa interior…

—Oh, no. Ahora, esa es una imagen que no necesito.

—¡Día de la Liberación Mamaria! —alardea Mia, refiriéndose a unas sesentonas de nuestra ciudad. Una vez al año, un puñado de mujeres pasan el día sin nada que cubra su parte superior, para protestar por la limusina de que sea legal que los hombres vayan sin camiseta pero las mujeres no.

Lo hacen en el verano, pero con Oregón siendo Oregón, la mitad del tiempo aún hace frío, así que hubo un montón de piel arrugada. La mamá de Mia siempre había amenazado con marchar; su papá siempre la sobornó con una cena en un restaurante elegante para que no lo hiciera.

Mantén tus delitos de clase B lejos de mi copa B —dice Mia, citando entre jadeos y risas, uno de los lemas más ridículos del movimiento—. Eso no tiene sentido. Si estás desnudando tus senos, ¿para qué un sostén?

—¿Sentido? Fue alguna idea hippie. ¿Y tú buscas lógica en esto?

—Día de Liberación Mamaria —dice Mia, limpiándose las lágrimas—. ¡Buen Oregón! Eso fue hace toda una vida.

Y así era. Así que el comentario no debería sentirse como una bofetada. Pero así se siente.

—¿Por qué nunca regresaste? —pregunto.

No es realmente el abandono a Oregón lo que quiero que me explique, pero parece más seguro esconderlo bajo la gran manta verde de nuestro estado.

—¿Por qué debería? —pregunta Mia, manteniendo su mirada fija en el agua.

—No lo sé. Por la gente de allí.

—Las personas de allí pueden venir aquí.

—Para visitarlos. A tu familia. Y a… —Oh, mierda, ¿qué estoy diciendo?

—¿Hablas de las tumbas?

Sólo asiento.

—De hecho, son la razón por la que no regreso.

Asiento con la cabeza.

—Demasiado doloroso.

Mia ríe. Es una risa verdadera y genuina, un sonido tan inesperado como la alarma de un auto en un bosque lluvioso.

—No, no es así, en absoluto. —Sacude la cabeza—. ¿Honestamente crees que el lugar dónde eres enterrado tiene alguna relación con el lugar dónde vive tu espíritu?

¿Dónde vive tu espíritu?

—¿Quieres saber en dónde viven los espíritus de tu familia?

Repentinamente, siento como si estuviera hablando con un espíritu. El fantasma de la Mia racional.

—Están aquí —dice ella, dándose un golpecito en el pecho—. Y aquí —dice, tocándose la frente—. Los escucho todo el tiempo.

No tengo idea de qué decir. ¿No estábamos simplemente burlándonos de todas las clases de hippies de la Nueva Era en nuestra ciudad hace sólo dos minutos?

Pero Mia ya no está bromeando. Frunce el ceño profundamente, gira la mirada hacia otra parte.

—Olvídalo.

—No. Lo lamento.

—No, entiéndelo. Sueno como una Guerrera Arcoiris. Como un fenómeno. Como un Looney Tune.

—De hecho, suenas como tu abuela.

Ella me mira fijamente.

—Si te lo digo, llamarás a los chicos con las camisas de fuerza.

—Dejé mi teléfono en el hotel.

—Cierto.

—Y además, estamos en un bote.

—Buen punto.

—Y si acaso aparecen, simplemente me ofreceré yo. Entonces, ¿qué? ¿Ellos te… persiguen?

Ella toma un profundo respiro, y sus hombros caen como si estuviera meditándolo mucho. Me hace señas hacia uno de los bancos. Me siento a su lado.

—Perseguir no es la palabra correcta para ello. Perseguir hace que suene malo, como que no es bienvenido. Pero sí los escucho. Todo el tiempo.

—Oh.

—No sólo escucho sus voces, el recuerdo de ellos —continúa ella—. Puedo escucharlos hablándome. Como ahora. En tiempo real. Sobre mi vida.

Debo de darle una mirada extraña, porque se sonroja.

—Lo sé. Escucho gente muerta. Pero no es así. Es como, ¿recuerdas esa graciosa mujer sin hogar que solía vagar por el campus universitario, clamando que oía voces que salían de su carrito de compras? —Asiento con la cabeza. Mia se detiene por un minuto.

—Al menos, no creo que sea así —dice—. Tal vez lo es. Tal vez estoy loca y simplemente no creo que lo esté, porque las personas locas nunca piensan que lo están, ¿verdad? Pero en serio, sí los escucho. Tanto si es algún tipo de fuerza angelical como en las que cree la Abuela, y ellos están en algún cielo en línea directa hacia mí, o si simplemente son el recuerdo que he guardado dentro de mí, no lo sé. Y no sé si incluso importa. Lo que importa es que están conmigo. Todo el tiempo. Y sé que sueno como una loca, murmurándome a mí misma algunas veces, pero simplemente estoy hablando con mamá sobre qué falda comprar, con papá, sobre el recital por el que estoy nerviosa, o con Teddy, sobre la película que he visto.

—Y puedo escucharlos responderme. Como si estuvieran justo allí, en la habitación, conmigo. Como si nunca se hubiesen ido. Y aquí está lo verdaderamente raro: no podía oírlos cuando estaba en Oregón. Después del accidente, era como si sus voces estuvieran desapareciendo. Pensé que iba a perder por completo la habilidad de recordar la forma en que sonaban. Pero una vez que me fui, pude escucharlos todo el tiempo. Es por eso que no quiero regresar. Bueno, es una de las razones. Tengo miedo de perder la conexión, por así decirlo.

—¿Puedes oírlos ahora?

Hace una pausa, escucha, y asiente.

—¿Qué están diciendo?

—Están diciendo es que es un placer verte, Adam.

Sé que está haciendo algún tipo de broma, pero el pensamiento de que ellos me puedan ver, que puedan vigilarme, saber lo que he hecho estos últimos tres años, me hace estremecer en la cálida noche.

Mia me ve temblar y mira hacia abajo.

—Lo sé, es una cosa loca. Es por lo que nunca le he dicho esto a nadie. Ni a Ernesto. Ni siquiera a Kim.

No, quiero decirle. Lo entendiste mal. No es algo loco, en absoluto. Pienso en todas las voces que hacen ruido en mi cabeza, voces que, estoy bastante segura, son versiones más viejas, más jóvenes o sólo mejores versiones de mí. Ha habido momentos —cuando las cosas han sido realmente inhóspitas— en que he intentado llamarla, obtener su respuesta, pero nunca funciona. Simplemente no. Si quiero su voz, tengo que apoyarme en recuerdos. Al menos tengo muchos de esos.

No puedo imaginar lo que se sentiría tener su compañía en mi cabeza, la comodidad que traería. El saber que ella los ha tenido a ellos consigo, todo este tiempo, me encanta. También me hace entender por qué, de los dos, ella parece ser la más cuerda.