Capítulo XXXIV

LA ÚLTIMA GRAN RUNA

Cuando Alveric volvía apresuradamente, conducido por los dos locos, a aquellas tierras de las que mucho tiempo atrás había sido señor, los cuernos del País de los Elfos habían sonado en Erl durante todo el día. Y aunque sólo Orión los oía, no por ello hacían estremecer menos el aire inundándolo con su curiosa música dorada y llenando el día de un asombro que los demás sentían; de modo que muchas jóvenes se asomaban por la ventana para ver qué era lo que encantaba la mañana. Pero a medida que el día avanzaba, el encantamiento de la música inaudible menguaba dando lugar a un sentimiento que pesaba sobre todas las almas de Erl y parecía pronosticar la inminencia de alguna desconocida región de maravilla. Toda su vida Orión había oído soplar esos cuernos al caer la tarde, con excepción de los días en que había cometido alguna falta: si oía los cuernos a la caída de la tarde, sabía que nada había de malo en él. Pero ahora habían soplado en la mañana, y soplado todo el día, como una fanfarria que conduce una marcha; y Orión miró por la ventana y no vio nada, y los cuernos soplaban todavía proclamando no sabía el qué. Lejos arrebataban sus pensamientos de las cosas de la Tierra que son las que conciernen a los hombres, lejos de todo lo que arroja sombras. No le habló a hombre alguno aquel día, sino que se movió entre tragos y otras criaturas feéricas que los habían seguido por sobre la frontera. Y todos los hombres que lo vieron, advirtieron una expresión en sus ojos que indicaba que sus pensamientos estaban distantes en las regiones que ellos temían. Y sus pensamientos estaban por cierto lejos de allí, una vez más con su madre. Y los de ésta estaban con él, prodigando la ternura que los años le habían negado en su veloz pasaje por nuestros campos que jamás ella había comprendido. Y de algún modo él sabía que ella estaba cerca.

Y durante toda esa extraña mañana los fuegos fatuos estuvieron inquietos y los trasgos saltaban frenéticos en torno a sus cobertizos porque los cuernos del País de los Elfos teñían el aire de magia y les excitaba la sangre aunque no eran capaces de oírlos. Pero a la caída de la tarde sintieron la inminencia de un gran cambio y todos quedaron silenciosos y graves. Y algo produjo en ellos la nostalgia de su distante patria mágica, como si una brisa les hubiera soplado de pronto en la cara desde los pequeños lagos entre las montañas del País de los Elfos: y recorrieron a la carrera la calle de un lado al otro en busca de algo mágico para consuelo de su soledad entre las cosas mundanas. Pero nada encontraron que se pareciera a los lirios nacidos por hechizo en el esplendor de su gloria sobre los lagos feéricos. Y la gente de la aldea los veía por todas partes y sentían nostalgias por la cordura de los viejos días terrenos en los que la magia no había llegado a Erl todavía. Y algunos acudieron de prisa a la casa del Libertador y se refugiaron con él, en medio de objetos sagrados, de todas las formas no consagradas que se paseaban por la calle y de toda la magia que teñía el aire y en él vibraba. Y él los protegió con sus maldiciones, que alejaban a los fuegos fatuos flotantes, ligeros y casi sin meta a una corta distancia y espantaban a los trasgos que se alejaban un trecho para ponerse a hacer piruetas nuevamente. Y mientras el pequeño grupo se apiñaba alrededor del Libertador en busca de consuelo de lo que estuviera amenazando que volvía más denso y más lóbrego el aire a medida que avanzaba el breve día, otros acudieron a Narl y a los afanados mayores para decirles:

—Ved en qué han ido a parar vuestros planes. Ved lo que habéis provocado en vuestra aldea.

Y ninguno de los mayores dio una respuesta inmediata, sino que dijeron que debían antes reunirse en consejo, pues mucho era lo que confiaban en las palabras pronunciadas en su parlamento. Y con este fin se reunieron otra vez en la herrería de Narl. Era ya el anochecer, pero el sol no se había puesto todavía, ni había abandonado Narl su trabajo pero su fuego empezaba a brillar con un color más profundo entre las sombras que habían entrado en su herrería. Y los mayores llegaron allí con paso lento y cara grave en parte por causa del misterio que necesitaban para ocultar su locura de los aldeanos, en parte porque tan densa era la magia que flotaba ahora en el aire que temían la inminencia de algún acontecimiento portentoso. Se reunieron en parlamento en la estancia interior mientras el sol bajaba y los cuernos feéricos que ellos ignoraban, soplaban claros y triunfales. Y allí se quedaron sentados en silencio, pues ¿qué podrían decir? Habían deseado magia y ahora la tenían. Los trasgos estaban en todas las calles, los duendes habían entrado en las casas y las noches con la presencia de los fuegos fatuos: y una magia desconocida volvía más denso el aire. ¿Qué podrían decir? Al cabo de un rato Narl dijo que les hacía falta un nuevo plan; porque habían sido gente sencilla temerosa de las campanas, pero ahora había criaturas mágicas sobre toda Erl, y más llegaban cada noche desde el País de los Elfos para sumárseles de modo que ¿qué sería de los viejos usos a no ser que concibieran un nuevo plan?

Y las palabras de Narl les dieron audacia, aunque sentían la ominosa amenaza de los cuernos aunque no les era posible oírlos, pues creían que eran capaces de trazar un plan en contra de la magia. Y uno por uno se pusieron en pie para hablar de un plan.

Pero al ponerse el sol las conversaciones cesaron. Y cierto conocimiento hizo que su temor de que había algo inminente en el aire aumentara aún. Oth y Threl, que habían tenido familiaridad con el misterio en los bosques, fueron los primeros en saberlo. Todos sabían que algo estaba en camino. Nadie sabía qué. Y todos se quedaron sentados en silencio, intrigados a la caída de la tarde.

Lurulu fue el primero en verla. Había soñado todo el día con los lagos del País de los Elfos que los helechos teñían de verde, y, cansado de la Tierra, había subido solo a lo alto de una torre del Castillo de Erl, se había acomodado en una almena y mirado nostálgico en dirección de su morada. Y mirando por sobre los campos que conocemos vio la línea resplandeciente que avanzaba sobre Erl. Y oyó que de ella se elevaba quedo, así que venía ondulante por sobre los surcos, el murmullo de muchas viejas canciones; porque llegaba con toda clase de recuerdos, vieja música y voces perdidas, devolviendo a nuestros campos lo que el tiempo había barrido de la Tierra. Venía hacia él brillante como la Estrella de la Tarde y resplandeciente con súbitos colores, algunos comunes en la tierra, otros desconocidos por nuestro arco iris; de modo que Lurulu reconoció en ella sin vacilar a la frontera del País de los Elfos. Y todo su descaro le fue devuelto a la vista de su hogar fabuloso, y lanzó agudas carcajadas desde lo alto, que resonaron por sobre los tejados como el parloteo de pájaros que anidan. Y los pequeños trasgos nostálgicos en los castillos se sintieron reanimados al oír su sonora alegría, aunque no supieran de dónde provenía. Y ahora Orión oyó los cuernos que sonaban tan cerca y tan alto, y había en ellos una nota tan triunfal y una pompa, aunque no sin un dejo de nostalgia, que supo de inmediato por qué sonaban, supo que proclamaban la llegada de una princesa de linaje feérico, supo que su madre volvía a él.

En lo alto de su colina también Ziroonderel lo sabía, pues la magia se lo había hecho prever; y mirando hacia abajo, vio la línea estelar de atardeceres mezclados de viejas tardes estivales perdidas, que avanzaba por los campos hacia Erl. Casi se asombró al contemplar la línea resplandeciente que fluía sobre los pastizales terrenos, aunque su sabiduría le había dicho que debía venir. Y a un lado veía los campos que conocemos, lleno de las cosas acostumbradas, y al otro, mirando desde lo alto, vio, tras la frontera teñida de una miríada de colores, el follaje feérico profundamente verde y las flores mágicas del País de los Elfos, y cosas que no ven el delirio ni la inspiración en la Tierra; y las fabulosas criaturas del País de los Elfos que avanzaban en medio de cabriolas; y, andando por nuestros campos y trayendo el País de los Elfos consigo, con ambas manos algo tendidas por delante, de las que manaba el crepúsculo, estaba su señora, la Princesa Lirazel que volvía a su hogar. Y al ver esto y toda la extrañeza que venía por los campos, sea por causa de viejos recuerdos que llegaban con el crepúsculo o las canciones olvidadas que resonaban en el aire, una extraña alegría recorrió a Ziroonderel y, si las brujas lloran, lloró.

Y entonces, desde la ventanas altas de las casas, la gente empezó a ver esa línea resplandeciente que no era el crepúsculo terreno: la vieron brillar con su fulgor estelar y fluir luego hacia ellos. Lentamente venía, como si ondulara con dificultad sobre la rugosa superficie de la Tierra, aunque al trasladarse últimamente por las rectas tierras del Rey de los Elfos, había sobrepasado en velocidad al cometa. Y apenas habían tenido tiempo de asombrarse ante su rareza, cuando se encontraron en medio de las cosas más familiares, pues los viejos recuerdos que iban flotando por delante, como el viento ante el trueno, bailaron con una súbita ráfaga sus corazones y sus casas y ¡he aquí que estaban viviendo una vez más entre cosas hace mucho tiempo pasadas y perdidas! Y así que esa línea de luz ultraterrena se acercaba, ante ella se oía un sonido como el de lluvia sobre las hojas, viejos suspiros otra vez suspirados viejos susurros del amor repetidos. Y esa gente que miraba en silencio por la ventana fue ganada por un ánimo nostálgico que remontaba con añoranza el tiempo, un ánimo como el que podría experimentarse junto a las hojas enormes de la romaza en viejos jardines de los que se han ido todos los que cuidaban sus rosas o amaban sus emparrados.

Todavía la línea de luces estelares y amores pasados no había bañado los muros de Erl ni salpicado sus casas pero estaba tan cerca ya que se desvanecían los cuidados cotidianos que mantienen a los hombres unidos en el presente, y sintieron el bálsamo de días pasados y las bendiciones impartidas por manos desde hace ya mucho. Los mayores corrían al encuentro de los niños que saltaban a la cuerda en la calle para llevarlos de vuelta a las casas sin decirles la causa por temor de asustar a sus hijas. Y la alarma en la cara de las madres por un momento sobresaltó a los niños: entonces algunos de ellos miraron hacia el este, y vieron la línea resplandeciente.

—Viene del País de los Elfos-dijeron, y siguieron saltando. Y los perros sabían, aunque qué es lo que sabían, no soy capaz de decirlo; pero alguna influencia les llegaba desde el País de los Elfos como la que llega desde la luna llena y, aullaban como aúllan en las noches claras cuando los campos están inundados por la luz de la luna. Y los perros en la calle, que siempre vigilaban por temor de que algo extraño apareciera sabían ahora que una gran extrañeza estaba cerca de ellos, y lo proclamaban a todo el valle.

Ya el talabartero en su cabaña en el extremo de los campos, al mirar por la ventana para ver si su pozo se había congelado, vio una mañana de mayo de cincuenta años atrás y a su esposa que recogía lilas, porque el País de los Elfos había desalojado al Tiempo de su jardín.

Y los grajos habían abandonado las torres de Erl y volaban hacia el oeste, y el aullido de los perros de la jauría llenaban el aire, y el ladrido de los perros menores. Esto cesó de pronto y un gran silencio descendió sobre la aldea, como si hubiera habido una nevada de varias pulgadas de profundidad. Y a través del silencio llegó suavemente una extraña música antigua; y nadie hablaba en absoluto.

Entonces, Ziroonderel, que estaba sentada junto a su puerta con la barbilla apoyada en la mano mirando, vio que la línea resplandeciente tocaba las casas. Y se detenía fluyendo hacia adelante a cada lado, pero demorada por las casas, como si se hubiera topado con algo excesivamente fuerte para su magia; pero sólo por un momento las casas retuvieron esa maravillosa marca, porque irrumpió sobre ellas con una explosión de espuma ultraterrena, como un meteoro de un desconocido metal incandescente en el cielo, y avanzó y las casas se erguían extrañas, misteriosas y encantadas, como hogares que la súbita recuperación de una memoria heredada, evoca de un viejo pasado.

Y luego vio al muchacho, que ella había cuidado de niño, avanzar hacia el crepúsculo, atraído por un poder no menor que el que movía al País de los Elfos: se encontraba de nuevo con su madre en esa luz que inundaba a todo el valle de esplendor. Y Alveric estaba con ella, él y ella juntos, algo apartados de las criaturas fabulosas que la venían escoltando desde los valles de las Montañas Feéricas. Y Alveric se había despojado de la pesada carga de los años y del dolor del peregrinaje: también él había vuelto a los días que habían sido, junto con las viejas canciones y las voces perdidas. Y Ziroonderel no pudo ver las lágrimas de la princesa al encontrarse con Orión al cabo de toda esa separación de tiempo y espacio, aunque brillaban como estrellas, porque se encontraba en ese resplandor de luz estelar que lucía a su alrededor como la ancha faz de un planeta. Pero aunque la bruja no vio esto, claramente le llegaron a sus viejos oídos los sonidos de las canciones que volvían a nuestros campos desde los valles del País de los Elfos, donde habían estado tanto tiempo, las canciones perdidas desde la infancia en la Tierra. Se las oía ahora en torno al encuentro de Lirazel y Orión.

Y Niv y Zend tuvieron por fin descanso de sus fieras fantasías, pues sus frenéticos pensamientos se sumieron en reposo en la calma del País de los Elfos y durmieron como duermen los halcones en los árboles cuando el atardecer ha arrullado al mundo. Ziroonderel los vio juntos donde había estado el borde de los bajos algo apartados de Alveric. Y allí estaba Vand entre sus ovejas de oro, que masticaban los extraños zumos dulces de flores maravillosas.

Con todas estas maravillas llegó Lirazel a su hijo y trajo al País de los Elfos con ella, que no se había trasladado antes ni el ancho de una campánula por sobre el borde terreno. Y el lugar en que se encontraron era un viejo jardín de rosas bajo las torres de Erl, por donde otrora ella había andado y del que nadie se había cuidado desde entonces. Grandes arbustos había ahora en sus veredas, y aun ellos estaban marchitos por el rigor de fines de noviembre: sus tallos secos crepitaban al abrirse paso Orión entre ellos, y volvían bruscos y a su sitio en los senderos descuidados. Pero ante él florecían las rosas en toda su gloria y su belleza con la voluptuosidad del verano. Entre noviembre, que ella apartaba de sí con su llegada y la vieja estación de las rosas que devolvía a su jardín, se encontraron Lirazel y Orión. Por un momento el jardín marchito yacía pardusco detrás de él, luego florecía refulgente, y la amena canción silvestre de los pájaros desde un centenar de árboles daban la bienvenida al regreso de las rosas. Y Orión había vuelto a la belleza y a la brillantez de los días cuyos sutiles matices acariciaba su memoria como el tesoro más caro de cuantos tiene el hombre; pero el cofre en que está guardado está cerrado y ya no tenemos la llave. Entonces el País de los Elfos se volcó sobre Erl.

Sólo el sitio consagrado del Libertador y el jardín que lo rodeaba seguían aún siendo de nuestra Tierra, una islita rodeada de maravilla, como el pico rocoso de una montaña, solo en el aire, cuando la niebla sube al atardecer de los valles de las tierras altas y deja sólo un pináculo que contempla oscuro las estrellas. Porque el sonido de su campana retiene la runa y el crepúsculo a una corta distancia alrededor. Allí vivía feliz y contento, no enteramente solo, entre sus objetos consagrados, porque unos pocos que habían sido aislados por la marca mágica se quedaron allí viviendo en la isla sagrada y lo servían. Y superó la edad corriente que alcanzan a vivir los hombres, pero no alcanzó a vivir los años de la magia.

Nadie cruzó nunca la linde salvo una, la bruja Ziroonderel, quien desde su colina, que se encontraba justo del lado terreno del borde, volaba en su escoba las noches estrelladas para visitar a su antigua señora, donde ésta vivía inmaculada por los años, junto con Alveric y Orión. De allí viene a veces, alta en la noche sobre su escoba, invisible (de todos los que moran en los campos terrenos, a no ser que uno alcance a notar que una estrella se oscurece tras otra un instante a su paso, y se sienta a la puerta de las cabañas donde cuenta cuentos extraños a todo aquél que quiera tener nuevas de las maravillas del País de los Elfos. ¡Que me sea dado volver a escucharla!

Y ya pronunciada la última de sus runas perturbadoras del mundo y viendo a su hija feliz una vez más, el rey feérico, en su magnífico trono, inspira y expira el aire en la calma en que se adormece el País de los Elfos, y todos sus reinos soñaban en ese reposo atemporal que sólo pueden adivinar en el verano los profundos estanques verdes y Erl soñó también junto con el resto del País de los Elfos, y de ese modo fuera de toda memoria de los hombres. Porque los doce reunidos en el parlamento de Erl miraron por la ventana de ese cuarto interior en el que trazaban sus planes junto al yunque de Narl y, al contemplar sus tierras familiares que ya no estaban en los campos que conocemos.