LA LÍNEA RESPLANDECIENTE
Alveric seguía errante, solo en ese pequeño grupo de tres, sin esperanza que lo guiara. Porque Niv y Zend, que habían sido guiados por la esperanza de su fantástica búsqueda, ya no anhelaban llegar al País de los Elfos, sino que los guiaba ahora el plan de mantener a Alveric apartado de él. Oscilaban más lentamente que la gente sana, pero se atenían con mucho más sano fervor a cada una de sus oscilaciones. Y Zend, que había errado tantos años con la esperanza del país de los Elfos por delante, ahora que había visto sus fronteras, lo tenía por uno de los rivales de la luna. Niv, que tanto había soportado por la búsqueda de Alveric, veía en esa mágica tierra algo más fabuloso que lo que había en todos sus sueños. Y ahora, cuando Alveric intentaba engatusar débilmente a esas mentes rápidas y feroces, no recibía otra respuesta de Zend que la cortante declaración:
—No es ésa la voluntad de la luna.
Mientras que Niv sólo le decía:
—¿No sueño yo lo bastante?
Volvían errantes pasando por aldeas que habían conocido su presencia años atrás. Con su vieja tienda gris más destrozada aparecían al atardecer, añadiendo un matiz al crepúsculo, campos donde ellos y la tienda se habían convertido en leyenda. Y nunca dejaba de ser vigilado por un par de ojos enloquecidos por temor de que huyera del campamento y llegara al País de los Elfos donde los sueños eran más extraños que los de Niv y regía un poder más mágico que el de la luna.
A menudo lo intentaba, arrastrándose de su sitio en lo más profundo de la noche. Por primera vez trató de hacerlo una noche de luna esperando despierto hasta que todo el mundo pareció dormir. Sabía que la linde no estaba lejos mientras se iba arrastrando de la tienda al encuentro de la brillantez de la noche y la negrura de las sombras, pasando junto a Niv que dormía profundamente. Avanzó algo más, y allí estaba Zend sentado todavía en una roca y mirando fijamente la cara de la luna. Giró la cara de Zend y, recién inspirado por la luna, lanzó un grito y de un salto estuvo junto a Alveric. Le habían quitado la espada. Y Niv se despertó y fue al encuentro de ellos presa de una furia inmensa, unido a Zend sólo por los celos; porque cada uno de ellos sabía que las maravillas del País de los Elfos eran más grandes que cualesquier fantasía que nunca pudieran concebir sus mentes.
Y una vez más lo intentó una noche en que no brillaba la luna. Pero esa noche era Niv quien estaba sentado fuera del campamento, deleitándose de modo extraño y sin alegría en cierta afinidad entre sus delirios y la oscuridad interestelar. Y allí, en la noche, vio a Alveric que se deslizaba hacia la tierra cuyas maravillas trascendían con mucho todos los pobres sueños de Niv; y toda la furia que los inferiores pueden experimentar por los superiores despertó sin vacilar en su mente; y, arrastrándose tras él, sin ayuda alguna de Zend, dejó a Alveric desmayado de un golpe.
Y nunca proyectó Alveric después de eso un plan de huida sin que los afanados pensamientos de la locura le previeran. Y así avanzaron, vigilantes y vigilado, por los campos de los hombres. Y Alveric buscó ayuda en las gentes de las granjas; pero la astucia de Niv conocía muy bien los recursos de la cordura. De modo que cuando la gente acudía corriendo por los campos a esa extraña tienda gris de la que llegaban los gritos de Alveric, encontraban a Niv y Zend en una actitud serena que habían practicado mucho, mientras que Alveric les contaba de su contrariada búsqueda del País de los Elfos. Pues bien, muchos son los hombres que consideran loca cualquier búsqueda, como bien lo sabía el astuto Niv. De modo que Alveric no encontró allí ayuda alguna.
Mientras retrocedían por el camino en el que habían avanzado durante años, Niv conducía el grupo de tres, andando por delante de Alveric y Zend con la delgada cara en alto, que lucía todavía más delgada por los agudos extremos en que había hecho terminar su barba y sus bigotes después de cuidadoso entrenamiento, y llevando la espada de Alveric que le arrastraba larga por detrás y la empuñadura alta por delante. Y caminaba y levantaba la cabeza con un cierto aire que revelaba a los escasos viajeros del camino que aquella magra y andrajosa figura se consideraba el jefe de una banda más numerosa que lo que se advertía a simple vista. En verdad, si alguien lo hubiera visto al cabo de la tarde con el crepúsculo y la niebla de los pantanos a sus espaldas, podría haber creído que en el crepúsculo y la niebla avanzaba un ejército en pos, de este animoso y confiado hombre en andrajos. Si un ejército lo hubiera seguido, Niv habría estado cuerdo. Si el mundo hubiera aceptado que un ejército lo seguía cuando sólo Alveric y Zend seguían sus extravagantes pasos, igualmente habría estado cuerdo. Pero la solitaria fantasía sin hechos de qué alimentarse, ni una fantasía amiga que la acompañara era, por su mera soledad, locura.
Zend vigilaba a Alveric sin cesar mientras andaban en pos de Niv; porque los celos que ambos experimentaban de las maravillas del País de los Elfos unían a Niv y a Zend como si el mismo frenético impulso los animara.
Ahora bien, una mañana Niv se irguió al máximo de su magra altura, extendió cuanto pudo en lo alto el brazo derecho y se dirigió a su ejército:
—Nos acercamos de nuevo a Erl —dijo—. Y traeremos nuevas fantasías en reemplazo de viejas modalidades y usos en estancamiento; y sus costumbres seguirán en adelante la guía de los dictámenes de la luna.
Lo cierto es que a Niv no se le daba nada de la luna, pero era mucha su astucia y sabía que Zend lo ayudaría en su nuevo plan en contra de Erl aunque sólo fuera por la luna. Y Zend lanzó grandes aclamaciones hasta que los volvieron de una colina cercana, y Niv les sonrió como un señor que confía en su ejército. Y Alveric se alzó contra ellos entonces, y luchó con Niv y Zend por última vez, y supo que la edad o los viajes o la pérdida de las esperanzas le impedían esforzarse contra la fuerza maníaca de esos dos. Y en adelante anduvo con ellos más humilde, con resignación, sin cuidarse ya de lo que pudiera sucederle, vivo sólo en la memoria y sólo por los días que habían sido; y en las tardes de noviembre en este lóbrego campamento sumido en el frío, veía, remontando hacia atrás el curso de los años, otra vez el brillo de las mañanas de primavera sobre las torres de Erl. En la luz de estas mañanas, volvía a ver a Orión jugando con viejos juguetes que la bruja le había fabricado, con sus hechizos; volvía a ver a Lirazel avanzando una vez más por los hermosos jardines. Sin embargo, no hay luz de la memoria lo bastante fuerte como para que pudiera animar aquel campamento, en esas tardes sombrías, cuando la humedad se levantaba del suelo y el frío invadía el aire, y Niv y Zend, al paso que la oscuridad se espesaba, empezaban a trazar, con bajas voces ansiosas, planes tales como los que inspiran los caprichos que medran al atardecer en las tierras baldías. Sólo cuando el triste día había transcurrido ya por completo y Alveric dormía junto a los aleteantes jirones de la tienda en la noche, podía entonces la memoria, que ya no estorbaban los afanosos cambios del día, devolverlo a Erl, brillante, dichoso y vernal; de modo que mientras su cuerpo yacía inmóvil en campos lejanos, en la oscuridad y el invierno, todo lo que estaba más activo y vivo en él volvía por las campiñas onduladas a Erl, de nuevo a la primavera con Lirazel y Orión.
Cuán lejos se encontraba corporalmente a pocas millas de su hogar, por el que sus felices pensamientos cada noche abandonaba su fatigado marco, Alveric no lo sabía. Habían transcurrido muchos años desde que su tienda había erguido una tarde una forma gris en ese paisaje en el que ahora ondeaban sus jirones. Pero Niv sabía que últimamente se habían acercado a Erl, porque poco después de quedarse dormidos, soñaba con la aldea, y con ella volvía a soñar luego más tarde pasada la media noche y aun al llegar la mañana; y de ello deducía que poco más, era lo que tenían que avanzar. Cuando se lo confió en secreto una noche a Zend, éste lo escuchó gravemente, pero no emitió opinión alguna y sólo dijo:
—La luna lo sabe.
No obstante, siguió a Niv, quien conducía esta curiosa caravana siempre en la dirección desde donde más pronto le venían los sueños del valle de Erl. Y esta extraña conducción los aproximaba a Erl, como a menudo, sucede cuando los hombres siguen a conductores que son locos o ciegos o están equivocados; llegan a un puerto u otro aunque yerran extraviados sin prever demasiado. Si no fuera así ¿qué sería de nosotros?
Y un día la parte superior de las torres de Erl los miraban desde las distancias azules, brillando a la temprana luz del sol por sobre una curva de los bajos. Y hacia ellas giró Niv en seguida y hacia ellas los condujo en derechura, porque la línea de su marcha errante no había apuntado directamente a Erl, y avanzó como un conquistador que ve las puertas de alguna nueva ciudad. Cuáles fueran sus planes, Alveric lo ignoraba, pero siguió ateniéndose a su apatía; y Zend lo ignoraba porque Niv había dicho simplemente que sus planes debían ser secretos, también lo ignoraba Niv, pues sus fantasías le anegaban el cerebro para desaparecer en seguida. ¿Cómo comunicar hoy qué fantasías dictaban qué planes en un ánimo que era el de ayer?
Luego, al acercarse, llegaron al encuentro de un pastor entre sus ovejas que pastaban y apoyado en su cayado, que observaba y no parecía tener otro cuidad que observar todo lo que por allí pasaba o, cuando nada pasaba, contemplar y contemplar los bajos hasta que todas sus memorias asumieran la forma de las enormes curvas cubiertas de hierba. Estaba allí, un hombre barbado, y los observó sin decir una palabra mientras pasaban a su lado. Y uno de los locos recuerdos de Niv lo reconoció de pronto, lo saludó Niv por su nombre y el pastor le respondió. ¡No era otro que Vand!
Todos se pusieron a hablar entonces; y Niv habló serenamente, como lo hacía siempre con la gente cuerda, imitando con hábiles ademanes las modalidades y los recursos de la cordura, por temor de que Alveric, pidiera auxilio en su contra. Pero Alveric no pidió ayuda alguna. Se mantuvo en silencio escuchando a los demás, pero sus pensamientos estaban lejos en el pasado y sus palabras no eran para él más que ruido. Y Vand les preguntó si habían encontrado el País de los Elfos. Pero se los preguntó como quien le pregunta a un niño si su barco de juguete ha estado en las islas Afortunadas. Durante muchos años se había dedicado a las ovejas y había llegado a tener conocimiento de sus necesidades y de su precio, y de la necesidad que tenían los hombres de ellas; y todas estas cosas imperceptiblemente habían levantado un cerco en torno de su imaginación y se convirtieron por fin en un muro más allá del cual nada veía. Cuando joven, sí, una vez, había buscado el País de los Elfos; pero ahora ¡vaya! ahora ya era mayor; esas cosas eran para los jóvenes.
—Pero vimos su frontera —dijo Zend—, la frontera de crepúsculo.
—Una neblina de la tarde —dijo Vand.
—He estado en el borde del País de los Elfos —dijo Zend. Pero Vand se sonrió y sacudió su barbada cabeza mientras se apoyaba en su largo cayado, y cada ondulación de su barba sacudida lentamente, negaba lo que Zend contaba de esa frontera y sus labios la hacían evaporar con su sonrisa y en sus ojos graves había tolerancia por las creencias populares de los campos que conocemos.
—No, no del País de los Elfos —dijo.
Y Niv estuvo de acuerdo con Vand, porque, observaba su temple estudiando las modalidades de la cordura. Y hablaron del País de los Elfos con ligereza, como quien cuenta un sueño soñado al amanecer y desaparecido antes de despertar. Y Alveric escuchaba desesperado porque no sólo moraba Lirazel más allá de la linde, sino, como, bien lo veía ahora, más allá de la creencia de los hombres; de modo que, de pronto, le pareció más remota que nunca, y él, aún más solitario.
—Yo lo busqué una vez —dijo Vand—, pero no, no existe el País de los Elfos.
—No —dijo Niv, y Zend sólo dudaba.
—No —replicó Vand, y levantó la cabeza y miró a sus ovejas.
Y más allá de sus ovejas, avanzando hacia ellos, vio una línea resplandeciente. Tanto tiempo se mantuvieron sus ojos fijos en esa línea resplandeciente que avanzaba por los bajos desde el este, que los otros se volvieron y miraron. También ellos la vieron, una refulgente línea de plata, o algo azul, como el acero, que se estremecía y cambiaba con el reflejo de extraños colores pasajeros. Y por delante de ella, muy ligero como las brisas amenazantes delante de una tormenta, venía el suave sonido de canciones muy viejas. Mientras se estaban allí mirando, alcanzó a una de las ovejas de Vand, una de las más alejadas, e instantáneamente su vellón era del más puro oro, como el que se canta en los antiguos romances; y la línea resplandeciente siguió avanzando y las ovejas desaparecieron por completo. Vieron ahora que tenía la altura poco más o menos de la niebla que se alza de una pequeña corriente; y todavía Vand seguía mirándola, sin moverse ni pensar. Pero Niv se volvió muy pronto, le hizo una seña a Zend, cogió a Alveric por el brazo y se apresuró hacia Erl. La brillante línea, que parecía tropezar y vacilar ante toda irregularidad de los campos desnivelados, no avanzaba tan de prisa como ellos se apresuraban; pero no se detenía cuando ellos descansaban, nunca se fatigaba cuando ellos se cansaban, sino que proseguía su camino por sobre todas las colinas y los setos de la Tierra; tampoco la puesta de sol cambió su apariencia ni entorpeció su marcha.