Capítulo XXXII

LIRAZEL SIENTE NOSTALGIA POR LA TIERRA

En la estancia hecha de luz lunar, sueños, música y espejismos, Lirazel estaba arrodillada en el suelo resplandeciente ante el trono de su padre. Y la luz del trono mágico brillaba azul en sus ojos y sus ojos le devolvían un reflejo que profundizaba aún su magia. Y allí arrodillada le rogaba a su padre que le concediera una runa.

Los viejos días pasados no la dejaban en paz, dulces recuerdos la acosaban: los prados del País de los Elfos tenían su amor, prados en los que había jugado junto a viejas flores milagrosas antes de que historia alguna fuera escrita aquí, amaba a las dulces suaves criaturas del mito que se movían como sombras mágicas por el bosque guardián y las hierbas encantadas; amaba cada fábula, cada canción, cada hechizo que constituían su hogar feérico; y, sin embargo, las campanas de la Tierra que no podían traspasar la linde de silencio y de crepúsculo, resonaban nota por nota en su cerebro y su corazón sentía el crecimiento de las florecillas terrenas así que florecían o se marchitaban o dormían durante estaciones que no llegaban al País de los Elfos. Y en esas estaciones, desgastándose al paso que transcurrían, sabía que Alveric erraba, sabía que Orión vivía, crecía y cambiaba, y que ambos, si era cierta la leyenda de la Tierra, estarían perdidos para ella por siempre jamás cuando las puertas del Cielo se cerraran sobre ellos con un golpe dorado. Porque no hay sendero entre el país de los Elfos y el Cielo, no hay vuelo, no hay camino; y ninguno de ellos manda embajadores al otro. Sentía nostalgias por las campanas de la Tierra y las belloritas de Inglaterra, pero no abandonaría de nuevo a su poderoso padre ni al mundo que la mente de éste creara. Y Alveric no venía, ni tampoco su hijo Orión; sólo el sonido del cuerno de Alveric había venido una vez, y a menudo extraños anhelos parecían flotar en el aire que vanamente se debatían entre ella y Orión; y los pilares resplandecientes que sostenían la bóveda de la techumbre se estremecían un tanto con el eco de su dolor; y las sombras de su pena se agitaban y se desvanecían en la profundidad cristalina de los muros enturbiando por un instante múltiples colores desconocidos en nuestros campos, pero sin quitarles belleza. ¿Qué podía hacer ella, que no quería renunciar a la magia ni al hogar que un día atemporal le había encarecido mientras los siglos se marchitaban como hojas en las costas de la Tierra y que, sin embargo, tenía el corazón sujeto por lazos de la Tierra que eran por cierto muy fuertes, muy fuertes en verdad?

Habrá quizá quien diga, traduciendo su amarga necesidad a implacables palabras terrenas, que pretendía estar en dos sitios a la vez. Y eso era verdad, pero los deseos imposibles, que no están lejos de la risa, eran para ella pura y exclusivamente cuestión de lágrimas. ¿Imposible? ¿Era imposible?, es magia lo que tenemos por delante.

Rogaba a su padre que le concediera una runa, de rodillas sobre el suelo mágico en el mismo centro del País de los Elfos; y en torno a ella se levantaban los pilares de los que sólo puede hablarse en un canto, cuyo neblinoso volumen era perturbado por el dolor de Lirazel. Rogaba que se le concediera una runa que, desde donde estuvieren andando errantes por los campos de la Tierra, le devolviera a Alveric y Orión por la linde, a las tierras feéricas para vivir en la edad atemporal que es en el País de los Elfos un único largo día. Y con ellos rogaba que vinieran (porque las poderosas runas de su padre aun eran capaces de cosas semejantes) algún jardín de la Tierra o una orilla donde crecen las violetas o una hondonada donde se mecen las belloritas, para brillar por siempre en el País de los Elfos.

Como ninguna música escuchada nunca en las ciudades de los hombres o soñada en las colinas de la Tierra, le contestó su padre con su voz feérica. Y las resonantes palabras eran tales que tenían el poder de cambiar la forma de las colinas de los sueños o echar a volar nuevas flores en la tierra de las hadas.

—No tengo runa —dijo— con el poder de traspasar la frontera o atraer nada de los campos mundanos, sean violetas, belloritas y hombres, a través de los bastiones de crepúsculo que he levantado para montar guardia contra las cosas materiales. No tengo runa, con excepción de una que es la última potencia de nuestro reino.

Y todavía arrodillada sobre el suelo resplandeciente de cuya translucidez sólo el canto puede hablar, le rogó que le concediera esa runa, aun cuando fuera la última potencia de las terribles maravillas del País de los Elfos.

Y él no quería prodigar esa runa que estaba bajo llave en las arcas de su tesoro, el más mágico de sus poderes y última de las tres, y la conservaba contra los peligros de un día distante y desconocido cuya luz brillaba detrás de una curva de las edades, en exceso lejana aun para la visión misteriosa de su conocimiento anticipado.

Ella sabía que había trasladado el País de los Elfos y lo había retirado como la luna retira las mareas, hasta que lo devolvió una vez más al filo mismo de los campos de los hombres, con la linde reluciente junto a los setos terrenos y sabía, qué no más que la luna había él recurrido a una maravilla extraña; nada más había hecho que se retirara con un mágico ademán. ¿No le era posible, pensaba ella, acercar más aún el País de los Elfos a la Tierra sin usar magia más extraña que la que usa la luna en las mareas?

Y así, pues, le suplicó una vez más, recordándole maravillas que había obrado sin hechizo más extraño que cierto movimiento del brazo. Le habló de las orquídeas mágicas que descendieron una vez como espuma rosácea sobre las Montañas Feéricas. Le habló de las raras flores malva que brotaron una vez entre las hierbas de los valles y de los gloriosos capullos que por siempre guardan los prados. Porque todas estás maravillas eran obra suya: el canto de los pájaros y el florecimiento de los capullos eran por igual fruto de su inspiración. Si maravillas como el canto y las flores se obraban con un ademán, por cierto con una señal podría atraer de la Tierra un corto trecho unos pocos jardines que se encontraban tan cerca del confín terreno. Sin duda podría acercar el País de los Elfos algo más a la Tierra, él que no hacía mucho lo había llevado hasta el giro del curso del cometa y vuelto a traer hasta el borde de los campos de los hombres.

—Nada, ni hechizo ni maravilla ni cosa mágica alguna —dijo él— podrá nunca acercar nuestro reino el espesor de un cabello al confín terreno ni traer aquí de allende la menor cosa, con excepción de una runa. E ignoran en esos campos que aun una runa puede lograrlo.

Pero todavía no podía ella creer qué los habituales poderes mágicos de su progenitor no pudieran unir las cosas de la Tierra con las maravillas del País de los Elfos.

—En esos campos —dijo él— mis hechizos son derrotados, mis encantamientos permanecen mudos y mi brazo derecho resulta impotente.

Y cuando él le habló así de su terrible brazo derecho, ella tuvo por fuerza que creerle. Y le rogó entonces nuevamente que le concediera esa runa, por tanto tiempo atesorada en el País de los Elfos, esa potencia que tenía la fuerza de obrar contra el rotundo peso de la Tierra.

Y los pensamientos de él se dirigieron al futuro, solitarios, atisbando a lo lejos más allá de los años. De mejor grado habría abandonado su linterna un viajero en la noche por caminos solitarios que hubiera, utilizado este rey feérico su último gran hechizo, gastándolo así, y avanzando sin él al encuentro de esos años dudosos, cuyas formas oscuras veía y mucho de lo acontecido en ellos, pero no hasta el fin. Con facilidad, le había pedido ella ese terrible hechizo que daría satisfacción a su única necesidad, con facilidad podría él habérselo concedido si no fuera más que humano; pero su amplia sabiduría veía tanto de los años por venir, que temía enfrentarlos desprovisto de esta última gran potencia.

—Más allá de nuestra linde —dijo— las cosas materiales se yerguen feroces, fuertes y plurales, y tienen el poder de aumentar y hacer cundir la oscuridad, porque también ellas son capaces de maravilla. Y cuando esta última runa se haya utilizado y acabado, no habrá en todo nuestro reino runa que ellas teman; y las cosas materiales se multiplicarán y someterán nuestros poderes; y nosotros, sin runa alguna que ellos teman con veneración, ya no seremos más que una fábula. Debemos, pues, conservar esta runa.

Así razonaba él con ella en lugar de emitir órdenes, aunque era el fundador y el rey de todas esas tierras, de todo lo que por ellas andaba y de la luz que en ellas brillaba. Y la razón no era en el País de los Elfos una cosa cotidiana, sino una maravilla exótica. Con ella trataba de apaciguar sus ansiedades terrenas.

Y Lirazel no dio respuesta alguna, sino sólo lloró derramando lágrimas de rocío encantado. Y toda la línea de las montañas Feéricas se estremeció, como tiemblan los vientos errantes con las notas de un violín que ya más allá del oído se han perdido por las ondas del aire; y todas las criaturas de fábula que moran en el reino del País de los Elfos sintieron algo extraño en el corazón, como la agonía de una canción que ya se desvanece.

—¿No es lo mejor para el País de los Elfos que yo haga esto? —preguntó el rey.

Y ella aún no hizo más que seguir llorando.

Y entonces él suspiró y consideró una vez más el bienestar del País de los Elfos. Porque el País de los Elfos recibía su calma de ese palacio que se encontraba en su centro y del que sólo puede hablarse en un canto; y ahora sus agujas estaban perturbadas, deslucida la luz de sus muros y una pena se esparcía por sus puertas abovedadas por todos los prados de las hadas y los valles de ensueño. Si ella fuera feliz, el País de los Elfos podría complacerse una vez más en esa luz imperturbada y en la eterna calma cuya irradiación constituye una bendición para todo, salvo para las cosas materiales; y aunque los cofres de su tesoro se abrieran y se vaciaran ¿qué falta harían entonces?

De modo que emitió una orden y un cofre le fue traído por criaturas feéricas, y el caballero que había montado guardia por siempre junto a él, vino marchando detrás.

Abrió el cofre con un hechizo, porque no tenía llave que lo abriera, y cogiendo de él un rollo de viejo pergamino, se puso de pie y leyó lo que allí estaba escrito mientras su hija lloraba. Y las palabras de la runa que leía eran como las notas de una banda de violines ejecutados todos por maestros escogidos de diversas edades, escondidos una medianoche de una noche de San Juan en un bosque, con una extraña luna que brillara y el aire lleno de locura y de misterio y acechando cerca, más invisibles, criaturas que la sabiduría del hombre no abarca.

Así leyó la runa, y los poderes oyeron y obedecieron, no sólo en el País de los Elfos, sino por sobre los límites de la Tierra.