SE PRODUCE UN EXCESO DE MAGIA
En Erl, que había suspirado por la magia, por cierto la había ahora. El palomar y las viejas leñeras sobre los establos estaban llenos de trasgos, los caminos colmados de sus piruetas y había luces que se agitaban de arriba a abajo en la calle por la noche mucho después que el tránsito hubiera desaparecido. Los fuegos fatuos iban a lo largo de los desagües y se habían aposentado en torno a los suaves bordes de los estanques de los patos y en los retazos verdinegros de musgo sobre el tejado más viejo. Y nada parecía lo mismo en la antigua aldea.
Y entre todos estos seres mágicos, la mitad mágica de la sangre de Orión, que había estado adormecida mientras estuvo entre hombres terrenos y escuchaba cada día charlas mundanas, se levantó de su sueño y despertó pensamientos durante mucho tiempo aletargados en su cerebro. Y los cuernos feéricos que con frecuencia había oído soplar al caer la tarde, sonaban ahora con una significación, y más fuerte, como si estuvieran más cerca.
La gente de la aldea, que observaba a su señor durante el día, vio que su mirada se dirigía al País de los Elfos y que descuidaba las saludables tareas terrenas; y por la noche se encendían luces extrañas y se oía el parloteo de los trasgos. Y el miedo cundió en Erl.
Por este tiempo volvió a reunirse el parlamento, doce hombres temblorosos de barba encanecida que habían ido a casa de Narl después de haber terminado su trabajo al caer la tarde; y la caída de la tarde se había vuelto misteriosa con la nueva magia llegada del País de los Elfos. Cada cual, al ir a la carrera de su casa abrigada a la herrería de Narl, había visto saltar las luces y oído el parloteo de las voces, que no provenían de tierra sacramental. Y algunos habían visto arrastrarse formas que no eran de suelo terreno, y temían que toda clase de criaturas se hubiera deslizado a través de la frontera del País de los Elfos para visitar a los trasgos.
Hablaban bajo en el parlamento: contaron, todos el mismo cuento, un cuento de niños aterrorizados, un cuento de mujeres que piden la vuelta de los viejos usos; y mientras hablaban, vigilaban ventanas y hendijas pues ninguno sabía qué podría entrar por ellas.
Y Oth dijo:
—Vayamos al encuentro del Señor Orión como fuimos al encuentro de su abuelo en el profundo salón rojo. Digámosle que quisimos magia y que ¡ay! la tenemos en demasía; y que ya no siga los pasos de la brujería ni de las criaturas que se le ocultan al hombre.
Se quedó escuchando con gran atención entre sus camaradas vecinos en silencio. ¿Era un diablillo que se burlaba de él o sólo un eco? ¿Quién podría saberlo? Y casi en seguida la noche en torno se acalló nuevamente.
Y Threl dijo:
—No. Es, demasiado tarde para eso. Threl había visto a su señor una tarde solo en los bajos, inmóvil y escuchando algo que sonaba en el País de los Elfos, con sus ojos vueltos hacia el este mientras escuchaba: y nada se oía, ni el menor ruido resonaba; sin embargo, Orión se estaba allí llamado por cosas que estaban más allá del oído humano. Ahora es demasiado tarde —dijo Threl.
Y eso se convirtió en el temor de todos.
Entonces Guhic se puso en pie lentamente junto a la mesa. Y los trasgos parlotearon como murciélagos en el ático, las pálidas luces de los marjales brillaban y formas extrañas se arrastraban en la oscuridad; el pit-pat de sus pies llegaba de vez en cuando a los oídos de los doce hombres reunidos en esa estancia interna. Y Guhic dijo:
—Tuvimos deseos de un poquillo de magia.
Y el parloteo de los trasgos les llegó claramente. Y entonces discutieron un buen rato cuánta magia habían deseado en los viejos tiempos cuando el abuelo de Orión era señor de Erl. Pero cuando lograron ponerse de acuerdo sobre la adopción de un plan, el plan adoptado fue el de Guhic.
—Si no podemos apartar a nuestro Señor Orión y a sus ojos del País de los Elfos —dijo—, que nuestro parlamento suba la colina al encuentro de la bruja Ziroonderel y le exponga nuestro caso; pidámosle un hechizo contra el exceso de magia.
Y al oír el nombre de Ziroonderel, los doce hombres cobraron nuevos ánimos; porque sabían que su magia era mayor que la de las luces estremecidas y sabían que no había trasgo ni criatura de la noche que no tuviera miedo de su escoba. Recobraron el ánimo, bebieron con abundancia el denso hidromiel de Narl, volvieron a llenar sus jarras y alabaron a Guhic.
Y tarde en la noche todos se pusieron en pie a una para regresar a sus hogares, se mantenían juntos al andar y cantaban graves viejas canciones para asustar a las criaturas que ellos temían; aunque poco se cuidan los ligeros trasgos o los fuegos fatuos de las cosas que son graves para el hombre. Y cuando sólo uno de ellos quedaba, se fue corriendo hasta su casa y los fuegos fatuos lo persiguieron.
Al día siguiente pusieron fin a su trabajo temprano, porque el parlamento de Erl no tenía deseos de encontrarse en la colina de la bruja cuando la noche llegara, ni el atardecer siquiera. Se encontraron a la puerta de la herrería de Narl temprano por la tarde, once de los miembros, y llamaron a Narl. Y todos vestían las ropas que solían vestir cuando iban juntos al sitio sagrado del Libertador, aunque apenas había un alma maldecida por el Libertador que ella no hubiera bendecido. Y empezaron la subida de la colina con ayuda de sus viejos y sólidos bastones.
Y llegaron a casa de la bruja tan de prisa como les fue posible. Y allí la encontraron sentada a la puerta y mirando el valle a lo lejos; no estaba ni más joven ni más vieja, ni parecía preocuparse por la ida y venida de los años de un modo u otro.
—Somos el parlamento de Erl —dijeron de pie ante ella vestidos con sus ropas más serias.
—Sí —dijo ella—. Deseabais magia. ¿La tenéis ya?
—Por cierto —respondieron ellos— y de sobra.
—Habrá aún más —dijo ella.
—Madre bruja —dijo Narl—, estamos aquí para rogarle que nos dé un buen hechizo que sirva de encantamiento contra la magia para que ya cese en el valle, pues nos ha llegado con exceso.
—¿Con exceso? —exclamó ella— ¡Magia en exceso! Como si la magia no fuera la sal y la esencia de la vida, su ornamento y su esplendor. Por mi escoba —dijo—, no os daré hechizos contra la magia.
Y ellos pensaron en las luces errantes, en las criaturas parloteantes, apenas divisadas y en toda la extrañeza y la malignidad llegadas a su valle de Erl, y le dirigieron de nuevo sus ruegos hablándole con suavidad.
—Oh, Madre Bruja —dijo Guhic— hay exceso de magia en verdad, y los que debieron quedarse en el País de los Elfos han cruzado la frontera.
—Así es, en efecto —dijo Narl—. La frontera se ha roto y ya no habrá modo de poner fin a la cosa. Los fuegos fatuos deben estar en los marjales y los trasgos y los duendes en el País de los Elfos, y nosotros atenernos a nuestra gente. Esto es lo que todos pensamos. Porque la magia, aunque la deseamos un tanto hace años cuando éramos jóvenes, es asunto que no corresponde al hombre.
Ella lo miró en silencio con un fulgor gatuno cada vez más intenso en los ojos. Y como no dijo nada ni hizo el menor movimiento, Narl le rogó nuevamente:
—Oh, Madre Bruja —dijo— ¿no nos dará un hechizo que proteja nuestras casas de la magia?
—¡Ningún hechizo, por cierto! —dijo sibilante— ¡Ninguno en absoluto! ¡Por la escoba y las estrellas y la cabalgata nocturna! ¿Le quitaríais a la Tierra la heredad que recibió de tiempos de antaño? ¿La despojaríais de su tesoro para dejarla desnuda y expuesta a la burla de los otros planetas? Pobres por cierto seríamos privados de la magia que hemos almacenado para envidia de la oscuridad y del Espacio. Se inclinó hacia adelante y dio con su bastón contra el suelo mirando la cara de Narl con fieros ojos implacables. Antes os daría —dijo— un hechizo contra el agua para que todo el mundo pereciera de sed, que un hechizo contra la canción de las corrientes que la tarde oye débilmente en lo alto de una colina, demasiado ligera para oídos despiertos, una canción que se filtra en los sueños y nos entera de las viejas guerras y los amores perdidos de los Espíritus de los ríos. Os daría antes un hechizo contra el pan para que todo el mundo muriera de hambre que un hechizo contra la magia del trigo que frecuenta las hondonadas doradas a la luz de la luna en julio, por las que yerran en las cálidas noches cortas muchos de los que el hombre nada sabe. Os daría hechizos contra el albergue y el vestido, la comida y el calor, sí, y lo haré antes de arrebatar a estos pobres campos de la Tierra esa magia que es para ellos una amplia capa contra el río del Espacio, y una gala gozosa contra la mofa de la nada.
«Idos de aquí. A vuestra aldea, idos. Y vosotros que quisisteis la magia en vuestra juventud y que no la queréis ahora en vuestra vejez, sabed que, hay una ceguera del espíritu que llega con la edad, más negra que la ceguera de los ojos, que tiende una oscuridad en torno a través de la cual nada puede verse, ni sentirse, ni conocerse, ni aprehenderse de modo alguno. Y no hay voz que venga de esa oscuridad que me convenza de conceder un hechizo contra la magia. ¡Idos!»
Y cuando dijo «Idos», apoyó su peso sobre el bastón y evidentemente se disponía a ponerse en pie. Y entonces un gran terror ganó a todo el parlamento. Y advirtieron en el mismo instante que caía la noche y que el valle se oscurecía.
En este campo elevado donde crecían las coles de la bruja, la luz se demoraba todavía, y mientras escuchaban sus fieras palabras, no se habían acordado de la hora. Pero era ahora evidente que estaba haciéndose tarde, y un viento sopló junto a ellos que parecía venir sobre unas lomas algo alejadas desde lo profundo de la noche; y los heló al pasar, y todo el aire parecía entregado a aquello precisamente en contra de lo cual habían ido en busca de un hechizo.
Y allí estaban a esa hora con la bruja por delante, y ella estaba evidentemente a punto de levantarse. Su mirada estaba fija en ellos. Ya había abandonado a medias su asiento. No cabía duda de que antes que una nada de tiempo transcurriera estaría cojeando entre ellos con su mirada refulgente en los ojos de cada cual. Se volvieron y se precipitaron corriendo colina abajo.