Capítulo XXVIII

CAPÍTULO SOBRE LA CAZA DEL UNICORNIO

Nadie en Erl estaba tan ocupado que no acudiera esa mañana a ver la magia recién llegada del País de los Elfos y comparar a los trasgos con todo lo que los vecinos decían de ellos. Y la gente de Erl miró mucho a los trasgos, y los trasgos, a la gente de Erl, y hubo un gran regocijo; porque, como a menudo sucede con mentes de peso desigual, se reían los unos de los otros. Y los aldeanos no hallaban la descarada actitud de los desnudos y movedizos trasgos pardos más risible, más adecuada a la burla, que los trasgos hallaban ridículos la gravedad de los sombreros, las curiosas ropas y el aire solemne de los aldeanos.

Y también pronto acudió Orión, y la gente de la aldea lo saludó con sus largos sombreros delgados; y aunque los trasgos también se hubieran reído de él, Lurulu había encontrado su látigo y con su ayuda hizo que sus descarados hermanos le dirigieran el saludo con el que se recibe en el País de los Elfos a aquéllos de linaje real.

Cuando llegó el mediodía, que era la hora de la comida, la gente se retiró de las perreras y volvió a su casa alabando la magia que por fin había llegado a Erl.

Durante los días que siguieron, los perros de Orión aprendieron que era vano perseguir a un trasgo y, desatinado gruñirle; pues, aparte de su velocidad feérica, los trasgos eran capaces de saltar en el aire muy por sobre la cabeza de los perros, y cuando cada cual hubo recibido un látigo, pudieron retribuir un gruñido con una puntería que nadie en la Tierra igualaba, con excepción de aquellos cuyos progenitores habían tenido un látigo y perros durante generaciones.

Y una mañana Orión fue al palomar y llamó temprano a Lurulu y, en compañía de los trasgos fue a las perreras, abrió las puertas y fueron todos hacia el este sobre los bajos.

Los perros se trasladaban a una y los trasgos con sus látigos corrían al lado, como una majada de ovejas rodeada de muchos collies. Llegaron a la frontera del País de los Elfos a la espera de los unicornios que atraviesan el crepúsculo para comer las hierbas terrenas a la caída de la tarde. Y cuando nuestro anochecer empezaba a dulcificar los campos que conocemos, llegaron a la linde opalescente que los separaba del País de los Elfos. Y allí se quedaron atisbando mientras la oscuridad de la Tierra crecía a la espera de los grandes unicornios. Cada perro tenía al lado a su trasgo que le pasaba la mano derecha por sobre el lomo o el cuello tranquilizándolo, calmándolo y sujetándolo, mientras que con la mano izquierda sostenía el látigo; el extraño grupo se estaba allí inmóvil y oscurecía junto con la tarde. Y cuando la tierra estaba tan penumbrosa y tranquila como los unicornios la deseaban, las grandes criaturas se acercaron furtivas y estuvieron bien adentradas en la tierra antes de que los trasgos permitieran que los perros se movieran. Así, cuando Orión dio la señal, con facilidad se interpusieron entre uno de los unicornios y su feérica morada y lo persiguieron bufando por los campos que son la heredad del hombre. Y bajo la noche sobre el mágico galope de la orgullosa bestia, y los perros se intoxicaron con ese olor maravilloso y los trasgos saltaban alto en el aire.

Y cuando los grajos posados en las torres más elevadas de Erl vieron el borde del sol enrojecido sobre los campos escarchados, Orión volvió de los bajos con sus perros y sus trasgos trayendo una cabeza tan magnífica como pueda desearla un cazador de unicornios. Los perros, cansados pero felices, no tardaron en acurrucarse en sus perreras, y Orión en su lecho; mientras que los trasgos en su palomar empezaron a sentir, como nunca nadie, salvo Lurulu, había sentido antes el peso y la fatiga del tránsito del tiempo.

Todo el día durmió Orión, y lo mismo hicieron sus perros, sin que ninguno se preocupara por cómo dormía o por qué; mientras que los trasgos dormían ansiosos, quedándose dormidos tan de prisa como les era posible en la esperanza de esquivar un tanto la furia del tiempo que, temían, había empezado a atacarlos. Y esa noche, mientras perros, trasgos y Orión todavía dormían, otra vez se reunió en la herrería de Narl el parlamento de Erl.

Desde la herrería a la estancia interior fueron los doce ancianos frotándose las manos y sonriendo, rojos de salud, del vívido viento del Norte y de la satisfacción de sus pronósticos; porque los alegraba estar por fin convencidos de que su señor estaba dotado de magia, y preveían grandes hazañas en Erl.

—Gente —les dijo Narl, llamándolos así de acuerdo con una vieja costumbre— ¿no hay por fin satisfacción para nosotros y para nuestro valle? Ved como todo sucede según lo planeamos hace mucho tiempo atrás. Porque nuestro señor es un señor mágico como lo deseábamos, y criaturas mágicas han venido en su busca desde más allá, y todos obedecen lo que manda.

—Así es, en efecto —dijeron todos salvo Gazic, un vendedor de ganado.

Pequeña, antigua y apartada era Erl, recluida en su valle profundo, inadvertida por la historia; y los doce hombres amaban el lugar y deseaban su fama. Y ahora se regocijaban al oír las palabras de Narl.

—¿Qué otra aldea —preguntó— mantiene relación con el sitio de más allá?

Y Gazic, aunque regocijado durante una pausa en la manifestación de dicha.

—Muchas criaturas extrañas —dijo— penetraron en nuestra aldea, llegadas desde más allá. Y puede que los humanos sean mejores, y también los usos de los campos que conocemos.

Oth lo despreció, y Threl.

—La magia es mejor —dijeron todos.

Y Gazic volvió a guardar silencio y ya no volvió a alzar la voz en contra de la mayoría; y el hidromiel circuló y todos hablaron de la fama de Erl; y Gazic olvidó su estado de ánimo y el temor que había en él.

Hasta muy tarde en la noche se regocijaron atragantándose de hidromiel y, con su sencilla ayuda, contemplando los años del futuro hasta donde ello puede hacerse con los ojos de los hombres. Pero toda su alegría era acallada y bajas sus voces por temor de que los oídos del Libertador las alcanzara; porque la dicha les venía de tierras que están más allá de la idea de salvación, y ellos tenían depositada su confianza en la magia, contra la cual clamaba, como bien lo sabían ellos, cada nota de la campana del Libertador cuando la tocaba al anochecer. Y se separaron tarde alabando la magia en tonos bajos y volvieron en secreto a sus casas, porque temían la maldición que el Libertador había echado a los unicornios. Y no sabían si sus nombres no podrían quedar involucrados en una de las maldiciones lanzadas contra las criaturas mágicas.

Todo el siguiente día Orión dio descanso a sus perros, y los trasgos y la gente de Erl se miraron entre sí. Pero al día siguiente Orión cogió su espada y reunió al grupo de trasgos y a la jauría, y todos se alejaron nuevamente por los bajos al encuentro de la linde de nubosa opalescencia para espiar la llegada de los unicornios a la caída de la tarde.

Llegaron a una parte de la frontera alejada del sitio que habían perturbado sólo tres noches atrás; y fue allí guiado Orión por los trasgos parloteantes, pues ellos conocían bien por dónde merodeaban los unicornios solitarios. Y llegó enorme y silencioso el atardecer de la Tierra, hasta que todo estuvo en penumbra como el crepúsculo; y ni un paso oyeron de los unicornios, ni un atisbo de su blancura. Y, sin embargo, los trasgos habían guiado bien a Orión, porque justo cuando Orión ya desesperaba de cazar aquella tarde, cuando la tarde parecía total y definitivamente vacía, un unicornio se erguía en el borde de crepúsculo, donde nada había habido sólo un instante antes; no tardó en avanzar lentamente por las hierbas terrenas de los campos de los hombres.

Otro lo siguió adelantándose también unos pasos; y luego se detuvieron durante quince de nuestros minutos terrenos sin mover otra cosa que sus orejas. Y todo ese tiempo los trasgos mantuvieron en silencio a los perros, inmóviles bajo un seto de los campos que conocemos. La oscuridad casi los había escondido cuando por fin los unicornios se movieron. Y no bien el mayor se hubo alejado lo bastante de la linde, los trasgos dejaron en libertad a los perros y corrieron junto con ellos lanzando agudos aullidos de burla, todos ya seguros de contar con su altiva cabeza.

Pero las veloces mentecillas dedos trasgos, aunque habían aprendido mucho de la Tierra, no habían comprendido aún las irregularidades de la luna. La oscuridad les era novedosa y no tardaron en perder a sus perros. La ansiedad que experimentaba Orión por cazar le había impedido escoger una noche adecuada: no había luna en absoluto y no la habría hasta no estar muy lejos la mañana. También él quedó pronto atrás.

Orión reunió sin dificultad a los trasgos, la noche se colmaba de los frívolos sonidos que emitían, y acudieron al sonido de su cuerno, pero ningún perro abandonaría ese penetrante olor mágico por cuerno alguno que soplan los hombres. Volvieron dispersos y fatigados al día siguiente después de haber perdido al unicornio.

Y mientras cada trasgo esa noche lavaba y, daba de comer a su perro después de la cacería, preparaba un montoncito de paja para que se tendiera, le suavizaba la pelambre, buscaba espinos en sus patas y cardas en sus orejas, Lurulu estaba solo, concentrando su pequeña inteligencia aguda como una blanca lucecita ardiente bajo un cristal, en una única pregunta. La pregunta que se formulaba Lurulu hasta tan avanzada la noche era cómo cazar unicornios con perros en la oscuridad. Y a medianoche tenía un plan claro en su mente feérica.