Capítulo XXVII

EL REGRESO DE LURULU

Sobre el villorrio y el castillo de Erl, y a través de cada uno de sus escondrijos y hendeduras pasó la primavera; una dulce bendición que bendecía el aire mismo e iba al encuentro de todas las criaturas vivientes, sin descuidar siquiera las plantas minúsculas que tienen su morada en los sitios más ocultos, bajo los aleros, en las grietas de los toneles o a lo largo de las línea de argamasa que mantenían unidas viejas hileras de piedras.

Y en esta estación Orión no cazaba unicornios; no es que supiera en qué estación se crían los unicornios en el País de los Elfos, donde el tiempo no transcurre como aquí; sino por un sentimiento que le venía de sus antecesores terrenos, contrario a la caza de cualquier criatura en esta estación de flores y canciones. De modo que cuidaba de sus perros y vigilaba las colinas esperando el regreso de Lurulu en cualquier momento.

Y pasó la primavera y crecieron las flores del verano y no había todavía señales del regreso del trasgo, pues el tiempo se mueve en los valles del País de los Elfos como no se mueve en campo alguno de los hombres. Y durante muchos atardeceres evanescentes esperó Orión hasta que la línea de las colinas se ennegrecía sin ver nunca las cabecitas redondas de los trasgos agitadas en los bajos.

Y llegaron los prolongados vientos otoñales suspirando desde las tierras frías, y encontraron a Orión todavía a la espera de Lurulu; y la niebla y las hojas danzantes le hablaban a su corazón de la caza. Y los perros lloraban por los espacios abiertos y la línea de olor que como un sendero misterioso cruza el vasto mundo, pero Orión se resistía a cazar nada que no fueran unicornios y seguía esperando a los tragos.

Y uno de esos días terrenos con amenaza de escarcha en el aire y una puesta de sol escarlata, terminada la conversación de Lurulu con los trasgos en el bosque y habiéndolos llevado pronto a la frontera su carrera más veloz que la de las liebres, los hombres de nuestros campos que hubieran estado mirando (como rara vez lo hacían) hacia esa misteriosa linde donde, terminaba la Tierra, podrían haber visto las desacostumbradas formas de los ágiles trasgos que avanzaban grises a la caída de la tarde. Llegaban cayendo, un trasgo detrás del otro, desde el alto salto que habían dado al cruzar la frontera de crepúsculo; y aterrizando así sin ceremonia en nuestros campos, se acercaban dando cabriolas, saltos mortales y corriendo, lanzando descaradas carcajadas como si fueran esos modales adecuados para dirigirse al que de modo alguno es el menor de los planetas.

Crujían como hojas al pasar junto a las casas pequeñas al igual que el viento a través de la paja, y nadie que oyera el ligero sonido precipitado de su paso adivinaría cuán ultraterrestres eran, con excepción de los perros, cuyo trabajo es la vigilancia y que conocen de toda criatura que pasa, cuan remota es del hombre. A los gitanos, a los vagabundos y a todo el que se traslada sin casa, los perros ladran cada vez que pasan; a las criaturas salvajes de los bosques les ladran con mayor aborrecimiento todavía, pues conocen el rebelde desprecio que sienten por el hombre; al zorro, por su toque, de misterio y sus distantes merodeos, ladran más furiosamente; pero esa noche el ladrido de los perros estaba más allá del aborrecimiento y de la furia; muchos granjeros creyeron esa noche que sus perros se ahogaban.

Y al pasar por esos campos sin detenerse a reír de las torpes ovejas asustadas que huían, pues reservaban su risa para el hombre, no tardaron en llegar a los bajos en torno de Erl; y allí, por debajo de ellos, estaban la noche y el humo del hombre, ambos grises. Y por no saber de qué ligeras causas dependía el humo, aquí porque una mujer hierve un caldero de agua, allí porque alguien seca los vestidos de un niño acullá porque unos pocos viejos se calientan las manos en la noche los trasgos se abstuvieron de reír como tenían intención de hacerlo no bien se toparan con las cosas de los hombres. Quizás aún a ellos, cuyos más graves pensamientos apenas estaban bajo la superficie de la risa, quizás aun a ellos los impresionó respetuosamente la extrañeza y la cercanía del hombre allí dormido en su villorrio con todo ese humo a su alrededor. Aunque la impresión respetuosa en estas mentes ligeras no se demoraba más que la ardilla en las delgadas ramitas extremas de los árboles.

Al cabo de un rato apartaron la mirada del valle, y allí estaba el cielo del oeste todavía brillando al fin del crepúsculo, una pequeña banda de color y una luz agonizante, tan hermoso que creyeron que al otro lado del valle había otro país de los elfos, dos diáfanas tierras feéricas veladas y mágicas que bordeaban este valle con unos pocos campos donde habita el hombre en la cercanía de ambos lados. Y desde allí, en la ladera de la colina, mientras miraban hacia el oeste, lo que vieron después fue una estrella: era Venus muy baja en el cielo teñido de azul. E inclinaron muchas veces la cabeza ante este extraño forastero celeste; porque aunque no eran corteses con mucha frecuencia, vieron que la Estrella de la Tarde no era nada que perteneciera a la Tierra, ni que fuera asunto de los hombres, y creyeron que venía de ese país de los elfos, desconocido para ellos, del lado occidental del mundo. Y cada vez más estrellas aparecieron, hasta que los trasgos tuvieron miedo, pues nada sabían de estos resplandecientes viajeros, capaces de salir furtivos de la oscuridad y brillar. Al principio dijeron:

—Hay más trasgos que estrellas.

Y se sintieron tranquilizados, pues tenían gran confianza en el número. Pero no tardó en haber más estrellas que trasgos; y se sintieron intranquilos allí, sentados en la oscuridad bajo toda esa multitud. Pero pronto olvidaron lo que los preocupaba, pues nunca pensamiento alguno les duraba.

Volvieron su ligera atención en cambió a las luces amarillas que aquí y allí brillaban en la cercanía gris, donde unas pocas casas humanas se levantaban cálidas y confortables. Pasó un escarabajo y ellos dejaron de charlar para escuchar lo que dijera; pero él zumbó camino de su casa, y no les fue posible comprender su lengua. Un perro a lo lejos aullaba sin cesar llenando la noche serena con una nota de advertencia. Y el sonido de su voz irritó a los trasgos, pues sentían que se interponía entre ellos y el hombre. Luego una suave blancura salió de la noche y se posó en la rama de un árbol; volvió la cabeza hacia la izquierda y miró a los trasgos; luego volvió la cabeza hacia la derecha y los miró nuevamente desde allí, y otra vez desde la izquierda, pues todavía no tenía certeza a su respecto.

—Un búho —dijo Lurulu.

Y muchos además de Lurulu habían visto antes a criaturas de su especie, pues suelen volar con frecuencia a lo largo del borde del País de los Elfos. No tardó en partir y lo oyeron luego cazando en las colinas y las hondonadas; no hubo después más sonido que el de las voces de los hombres o los agudos gritos de los niños y el aullido del perro que prevenía a los hombres la presencia de los trasgos.

—Atinado individuo —dijeron del búho, pues les gustaba el sonido de su voz; pero las voces de los hombres y sus perros sonaban confusas y cansadoras.

Veían a veces las luces de viajeros demorados que cruzaban los bajos hacia Erl y oían a hombres que se animaban en la noche solitaria cantando en lugar de hacerlo junto al fuego Y durante todo ese tiempo la Estrella de la Tarde se iba haciendo cada vez más grande, y los grandes árboles se volvían más y más negros.

Luego, desde debajo del humo y la niebla de la corriente, irrumpió de pronto estrepitosa la campana de bronce del Libertador en la profunda noche del valle. La noche, las cuestas de Erl y los oscuros bajos le respondieron con el eco; y el eco avanzó sobre los trasgos y pareció amenazarlos junto con todas las criaturas malditas, los espíritus errantes y los cuerpos privados de la bendición del Libertador.

Y el solemne sonido de estos ecos que avanzaban solos, en a noche a partir de cada inclinación de la santa campana, animó a esa bandada de trasgos en medio de la extrañeza de la Tierra, porque toda cosa solemne mueve a los trasgos a la ligereza. Estaban más alegres ahora y emitían risitas ahogadas entre sí.

Y mientras estaba todavía contemplando todo ese ejército de estrellas, preguntándose si serían amistosas, el cielo se volvió azul acero y las estrellas del este menguaron, la niebla y el humo de los hombres se volvieron blancos y un fulgor tocó el extremo más alejado del valle; y la luna salió sobre los bajos detrás de los trasgos. Llegaron entonces voces desde el santo lugar del Libertador, que cantaban los maitines de la luna; solía cantárselos las noches de luna llena mientras ésta se encontraba todavía baja. Y a este rito lo llamaban mañana de la luna. La campana ya no se oía, las voces esporádicas ya no hablaban, habían acallado al perro en el valle y silenciado su advertencia, y solitaria, grave y solemne la canción de la gente flotaba desde delante de las candelas en su pequeño y santo recinto sagrado, hecho de piedra gris por hombres muertos desde tiempos remotos; crecía la solemne canción como una ola a medida que la luna se elevaba, cargada de una significación que escapaba a los más altos pensamientos de los trasgos.

Saltaron luego los trasgos todos juntos desde la hierba escarchada de los bajos y descendieron por el valle a reírse de los usos de los hombres, a burlarse de sus objetos sagrados y a desafiar su canto con ligereza.

Muchos conejos huyeron ante el avance y los trasgos se rieron a carcajadas de su miedo. Un meteoro resplandeció hacia el oeste, precipitado en pos del sol: ya un portento para prevenir al villorrio de Erl que habitantes de más allá de los límites de la Tierra se les aproximaban, ya el cumplimiento de alguna ley natural. A los trasgos les pareció que una de las orgullosas estrellas se caía, y se regocijaron con feérica ligereza.

Así llegaron riendo quedo a través de la noche, y corrieron por la calle de la ciudad, invisibles como toda criatura silvestre que yerra tarde en la oscuridad; y Lurulu los condujo al palomar y todos en tumulto se treparon a él. Cierto rumor circuló en la aldea de que un zorro había saltado al palomar, pero cesó no bien las palomas regresaron a su morada, y la gente de Erl no tuvo indicio alguno hasta la mañana de que nada hubiera entrado en su aldea desde más allá de los límites de la Tierra.

En una masa parda más densa que la de los cerdos a lo largo del borde de un comedero, los trasgos atestaban el suelo del palomar. Y el tiempo pasaba sobre ellos como sobre todas las cosas terrenas. Y bien sabían ellos, aunque su inteligencia era escasa, que al cruzar la linde de crepúsculo padecerían el deterioro que ocasiona el Tiempo; porque nadie habita al filo del peligro, ignorante de su amenaza: como los conejos en alturas rocosas conocen el peligro del acantilado, los que moran cerca del filo de la Tierra bien conocen el riesgo del tiempo. Y no obstante, vinieron. La maravilla y la seducción de la Tierra habían sido excesivas para ellos. ¿Acaso muchos jóvenes no dilapidan la juventud como ellos dilapidaban la inmortalidad?

Y Lurulu les enseñó cómo esquivar por un rato el tiempo, que de otro modo los envejecería más y más a cada instante y los haría girar en el remolino incesante de la Tierra durante toda la noche. Entonces encogió las rodillas, cerró los ojos y se mantuvo inmóvil. Esto, les explicó, era el sueño; y advirtiéndoles que debían seguir respirando, aunque por lo demás inmóviles, se quedó dormido en serio; y después de algunos vanos intentos, los trasgos pardos hicieron lo mismo.

Cuando llegó el alba despertando a todas las criaturas terrenas, largos rayos atravesaron las treinta ventanitas y despertaron a palomas y trasgos por igual. Y la masa de trasgos se agolpó a las ventanitas para contemplar la Tierra, y las palomas subieron aleteando a las vigas y desde allí miraron de soslayo a los trasgos. Y allí se hubiera quedado el montón de trasgos encaramados los unos sobre los hombros de los otros, bloqueando las ventanitas mientras examinaban la variedad e inquietud de la Tierra y encontrándolas a la altura de las más extrañas fábulas que los viajeros les habían llevado desde nuestros campos; y, aunque Lurulu con frecuencia se los recordaba, habían olvidado a los altivos unicornios blancos que debían cazar con ayuda de los perros.

Pero al cabo de un tiempo Lurulu los arrastró del palomar y los llevó a las perreras. Y subieron a lo alto de la empalizada y desde allí atisbaron a los perros.

Cuando los perros vieron esas extrañas cabezas asomadas por las empalizadas, hicieron un gran alboroto. Y en seguida llegó la gente para ver qué era lo que perturbaba a los perros.

Y cuando vieron la masa de trasgos todo alrededor de empalizadas, se dijeron los unos a los otros, y lo mismo dijeron los que lo escucharon:

—Hay magia ahora en Erl.