EL CUERNO DE ALVERIC
Hacia el norte durante años fatigosos erró Alveric y los jirones agitados por el viento de su desolada tienda gris añadían lobreguez al frío de las tardes. Y la gente de las granjas solitarias al empezar a encender las luces de sus casas y los almiares a ennegrecerse contra el verde pálido del cielo, oían a veces el golpe de los mazos de Niv y Zend que se destacaba claro del silencio de esa tierra que nadie más recorría. Y sus hijos, que espiaban por la ventana para ver si había salido alguna estrella, veían quizá la extraña forma gris de la tienda cuyos jirones se sacudían sobre los últimos setos, donde un instante antes no había habido sino el gris del atardecer. A la mañana siguiente habría suposiciones y conjeturas, la alegría y el temor de los niños, los cuentos que sus mayores les contaban, exploraciones furtivas hasta el filo de los campos de los hombres, tímidos atisbos a través de oscuros huecos verdes abiertos en el último seto (aunque mirar hacia el este estuviera prohibido) y rumores y expectativas; todas esas cosas se mezclaban con la maravilla que llegaba del este y así se convertía en leyenda que sobrevivía muchos años a esa mañana; pero Alveric y su tienda habían ya desaparecido.
Así día tras día, estación tras estación, seguía adelante ese grupo, el solitario hombre sin mujer, el joven herido de la luna y el loco, y esa vieja tienda gris con su pértiga retorcida. Y todas las estrellas les fueron conocidas, los cuatro vientos familiares, y la lluvia, la niebla y el granizo, pero a la luz de las ventanas amarillas, cálidas y bienvenidas a la noche, sólo sabían decirle adiós; con la luz más temprana de los primeros fríos del amanecer, Alveric, despertaba de sueños inquietos, Niv se despertaba gritando, y partían de nuevo en su loca cruzada antes de que signo alguno de vida apareciera en los tranquilos tejados oscuros. Y cada mañana Niv profetizaba que sin duda encontrarían el País de los Elfos; y los días pasaban y los años.
Thyl hacía ya mucho que los había dejado; Thyl, que les profetizaba la victoria con ardientes canciones, cuya inspiración animaba a Alveric en las noches más frías y lo conducía por las más rocosas sendas, súbitamente una noche cantó canciones acerca de los cabellos de una joven, Thyl, que debió haberlos conducido en su búsqueda. Y entonces, un buen día, un mirlo cantó al atardecer, la primavera estaba en flor por millas a la redonda y él se dirigió a las casas de los hombres, se casó con la joven y no formó ya parte del grupo de peregrinos.
Los caballos habían muerto; Niv y Zend cargaban todo lo que tenían con ayuda de la estaca. Muchos años habían transcurrido. Una mañana de otoño Alveric abandonó el campamento para ir a las casas de los hombres. Niv y Zend se miraron. ¿Por qué habría Alveric de preguntar el camino a otros? Porque de algún modo u otro, sus mentes insanas conocían mejor sus propósitos que las intuiciones cuerdas. ¿No tenía por guías acaso las profecías de Niv y las cosas que le había jurado a Zend la luna llena?
Llegó Alveric a las casas, de los hombres y pocos de los que consultó quisieron hablar de las cosas que quedan al este; y si hablaba de las tierras por donde había errado durante años, le hacían tan poco caso como si les hubiera dicho que había levantado la tienda sobre las capas coloridas del aire que resplandece, se muda y oscurece en la parte inferior del cielo al ponerse el sol. Y los pocos que le contestaron le decían una cosa tan sólo: que nada más que los magos sabían.
Cuando Alveric se hubo enterado de esto, volvió de los campos y los setos a la vieja tienda gris alzada en las tierras en las que nadie pensaba; y Niv y Zend estaban allí sentados en silencio mirándolo de soslayo, porque sabían que desconfiaba de la locura y de las cosas dichas por la luna. Y al día siguiente cuando trasladaron el campamento al frío del alba, Niv condujo sus pasos sin dar voces.
No habían avanzado muchas semanas más empeñados en ese curioso viaje, cuando Alveric encontró una mañana en el filo de los campos que los hombres labran, a un hombre que llenaba un cubo en un pozo; su delgado y alto sombrero cónico y el aire místico que lo envolvía, proclamaban que sin duda se trataba de un mago.
—Maestro en las artes que los hombres temen —le dijo Alveric—. Tengo una pregunta que formular al futuro.
Y el mago dejó su cubo para mirar a Alveric con ojos dubitativos, porque la andrajosa figura del viajero escasamente prometía la recompensa con que suelen retribuir los que con justicia interrogan al futuro. Y el mago nombró en qué consistía la recompensa. Y la bolsa de Alveric contenía, lo que desvaneció las dudas del mago. De modo que señaló a lo alto de su torre, que asomaba por sobre un bosquecillo de mirtos, y le rogó a Alveric que se llegara hasta su puerta al salir la estrella de la tarde; a esa hora propicia le revelaría lo que el futuro le tenía deparado.
Y otra vez Niv y Zend comprobaron que su conductor seguía sueños y misterios que no venían de la locura ni de la luna. Y los dejó allí sentados sin decir nada, pero con la mente llena de visiones sombrías.
A través del aire pálido, a la espera de la estrella de tarde, Alveric anduvo por los campos que los hombres labran y llegó a la oscura puerta de roble de la torre del mago que los mirtos rozaban a la más ligera brisa. Un joven aprendiz de hechicería le abrió y, por viejos escalones de madera mejor conocidos de las ratas que de los hombres, condujo a Alveric a la estancia alta del mago.
El mago tenía puesta una capa de seda negra que, según dijo, le era debida al futuro; sin ella no interrogaría a los años por venir. Y cuando el joven aprendiz se hubo retirado, se acercó a un volumen que estaba sobre una alta repisa y se volvió del volumen a Alveric para preguntarle qué buscaba del futuro. Y Alveric le preguntó cómo llegar al País de los Elfos. Entonces el mago abrió la cubierta oscurecida del gran libro y volvió sus páginas; durante largo tiempo las páginas que volvía estaban en blanco, pero más adelante apareció una abundante escritura, aunque de una especie jamás vista antes por Alveric. Y el mago le explicó que libros de esta clase lo decían todo; pero que él, sólo interesado en el futuro, no tenía necesidad de leer el pasado y, por tanto, había adquirido un libro que sólo hablaba del futuro; aunque podría haber adquirido más que esto en la Escuela de Hechicería, si hubiera querido estudiar las locuras ya cometidas por el hombre.
Luego leyó por un rato el libro y Alveric oyó a las ratas que volvían a las calles y las casas que habían construido en las escaleras. Y entonces el mago encontró lo que buscaba del futuro y le dijo que estaba escrito en el libro que nunca llegaría al País de los Elfos en tanto llevara una espada mágica.
Cuando Alveric oyó esto, le dio al mago su recompensa y partió dolido. Porque conocía los peligros del País de los Elfos, que ningún sable común forjado en los yunques de los hombres lograría jamás evitar. No sabía que la magia con que estaba cargada su espada dejaba un sabor o un gusto en el aire como el del rayo, que atravesaba la linde de crepúsculo y se esparcía por el País de los Elfos; tampoco sabía que el Rey de los Elfos se enteraba así de su presencia y alejaba de él sus fronteras para que no pudiera perturbar su reino; pero creyó lo que el mago le había leído en su libro y, por tanto, se alejó dolido. Y dejando las escaleras de roble al tiempo y las ratas, pasó por el bosquecillo de mirtos y los campos de los hombres y llegó otra vez a ese sitio melancólico donde su tienda gris meditaba luctuosa a la intemperie, lóbrega y silenciosa como Niv y Zend, que estaban sentados a su lado. Y después de eso se volvieron y erraron hacia el sur, porque todos los viajes le parecían, ahora igualmente desesperanzados a Alveric, que no estaba dispuesto a abandonar su espada para enfrentar peligros mágicos sin mágica ayuda; y Niv, y Zend lo obedecieron en silencio, sin ofrecerle ya la ayuda de frenéticas profecías las cosas dichas por la luna, pues sabían que había recibido el consejo de un extraño.
Por fatigosos caminos, avanzando solitarios, se adentraron profundamente en el sur sin hallar la linde del País de los Elfos con sus densas capas de crepúsculo; no obstante, Alveric no abandonó su espada porque con razón adivinaba que el País de los Elfos temía su magia y pocas eran sus esperanzas de rescatar a Lirazel con una hoja sólo terrible para los hombres. Y al cabo de un tiempo Niv volvió a profetizar y Zend se acercaba tarde las noches de luna llena para despertar a Alveric con sus cuentos. Y a pesar de todo el misterio que embargaba a Zend cuando hablaba y la exaltación de Niv cuando profetizaba, Alveric sabía por entonces que cuentos y profecías eran vanos y estaban vacías, pues nunca lo llevarían al país de los Elfos. Con este desolado conocimiento en una tierra desolada, aún levantaba campamento al amanecer, aún avanzaba, aún buscaba la linde, y así pasaban los meses.
Y un día en el sitio donde el borde de la Tierra era un salvaje brezal sin labranza, corriendo por el rocoso baldío en el que Alveric había acampado, vio al atardecer a una mujer con el sombrero y la capa de una bruja que barría los brezos con una escoba. Y a cada movimiento con que barría, volaban los brezos de los campos que conocemos por el baldío rocoso hacia el este, hacia el País de los Elfos. Grandes ráfagas de negra tierra seca y arena le llegaban a Alveric con cada uno de los enérgicos movimientos. Se le acercó desde su triste campamento y la miró barrer; pero ella siguió aplicada a su vigorosa tarea alejándose a largas, zancadas detrás del polvo de los campos que conocemos. Y al cabo de un tiempo, levantó la cara mientras barría y miró a Alveric; vio éste entonces que era la bruja Ziroonderel. Al cabo de todos esos años volvía a ver a la bruja; y ella vio bajo los andrajos estremecidos de su capa, la espada que le había fabricado otrora en su colina. La vaina, de cuero no podía ocultarle a la bruja que era esa misma espada, pues conocía el sabor de magia que despedía ligera y que flotaba a lo lejos en el aire de la tarde.
—¡Madre bruja! —exclamó Alveric.
Y ella le hizo una profunda reverencia a pesar de sus dotes mágicas y estar envejecida por años pasados desde antes del tiempo del padre de Alveric; y aunque muchos habitantes de Erl habían olvidado ya a su señor, ella no lo había olvidado.
Él le preguntó qué era lo que hacía allí en el brezal con la escoba a la caída de la tarde.
—Barro el mundo —le respondió ella.
Y Alveric se preguntó qué cosas desechadas barría ella del mundo junto con el polvo gris que luctuosamente giraba y giraba al irse de nuestros campos lentamente hacia la oscuridad que estaba concentrándose más allá de nuestras costas.
—¿Por qué barres el mundo, madre bruja? —le preguntó.
—Hay cosas en el mundo que no deberían estar en él —le contestó ella.
Miró él entonces ansioso las nubes grises que, desprendidas de su escoba, se dirigían todas hacia el País de los Elfos.
—Madre bruja —preguntó— ¿puedo ir yo también? Hace doce años que busco la tierra de los Elfos y no he tenido ni un atisbo de las Montañas Feéricas.
Y la vieja bruja lo miró bondadosa y miró luego su espada.
—Tiene miedo de mi magia —dijo; y el pensamiento o el misterio lució en sus ojos al hablar.
—¿Quién? —preguntó Alveric.
Y Ziroonderel bajó la vista.
—El rey-dijo.
Y le contó entonces cómo ese monarca encantado se apartaba de todo lo que lo hubiera dañado una vez, y con él apartaba todo lo que tenía, pues no soportaba la presencia de magia alguna que igualara a la suya.
Y a Alveric no le era posible creer que semejante rey se cuidara tanto de la magia que él llevaba en su vieja vaina negra.
—Es su costumbre —dijo ella.
No le era posible a él creer entonces que hubiera estado dejando al País de los Elfos.
—Tiene poder para hacerlo —dijo ella.
Y aun así estaba dispuesto Alveric a enfrentar a este rey terrible y a todos los poderes que tuviera; pero el mago y la bruja le habían advertido que no podría ir allí con su espada ¿cómo atravesar desarmado el bosque espantable al encuentro de ese palacio de maravilla? Porque ir allí con cualquier espada salida de los yunques de los hombres equivalía a ir desarmado.
—Madre bruja —clamó— ¿no podré jamás llegar al País de los Elfos?
Y el anhelo y el dolor que había en su voz conmovió el corazón de la bruja y la movió a mágica piedad.
—Llegarás —le dijo.
Él se quedó allí en la lóbrega tarde a medias desesperado y a medias soñando con Lirazel. Mientras tanto la bruja sacó debajo de su capa una pequeña pesa falsa que le había quitado una vez a un vendedor de pan.
—Pasa esto a lo largo del filo de tu espada —dijo—: desde la empuñadura hasta la punta, y así se desencantará la hoja; de ese modo el rey no reconocerá la presencia de la espada.
—Pero ¿aun luchará para mí? —preguntó Alveric.
—No —erijo la bruja—. Pero después de atravesada la linde toma este escrito y frota con él la hoja donde la falsa pesa la hoja ha tocado. Y hurgó nuevamente bajo su capa y sacó un poema escrito en un pergamino. Volverá a quedar encantada —dijo.
Y Alveric cogió la pesa y el escrito.
—No dejes que estén en contacto —le advirtió entonces la bruja.
Y él los guardó por separado.
—Una vez que hayas cruzado la linde —le dijo ella—, traslade el rey al País de los Elfos a donde quiera, tú y tu espada estaréis ya dentro de sus confines.
—Madre bruja —le preguntó Alveric— ¿se enfadará él contigo si lo hago?
—¡Enfadarse! —exclamó Ziroonderel—. ¿Enfadarse? Será la suya una furia fuera del alcance del poder de los tigres.
—No quiero que se vuelva contra ti, madre bruja —dijo Alveric.
—¡Ja! —dijo Ziroonderel—. ¿A mí qué me importa?
Ya estaba por entonces avanzando la noche y el páramo y aire se volvían negros como la capa de la bruja. Ella se estaba riendo ahora y se mezclaba con la oscuridad. Y la noche no tardó en ser toda negrura y risa; pero ya no le era posible ver a la bruja.
Entonces Alveric se dirigió al campamento rocoso junto a la luz de la fogata solitaria.
Y no bien se mostró la mañana sobre toda esa desolación y todas las rocas inútiles empezaron a brillar, cogió la pesa falsa y frotó con ella suavemente ambos lados de su espada hasta que todo su filo mágico estuvo desencantado. Y esto lo hizo en la tienda mientras sus camaradas dormían, porque no quiso que supieran que había buscado ayuda que no viniera de los desvaríos de Niv ni de lo que la luna le dijera a Zend.
Pero el sueño perturbado de la locura no es tan profundo como para que Niv no lo observara con un astuto ojo frenético cuando oyó la pesa falsa que raspaba suavemente la espada.
Y después que esto fue hecho en secreto y en secreto espiado, Alveric llamó a sus dos hombres, y ellos vinieron Y plegaron la desgarrada tienda, cogieron la larga estaca y colgaron sus lamentables pertenencias en ella; y adelante siguió Alveric a lo largo del borde de los campos que conocemos impaciente por llegar por fin al país que por tanto tiempo lo había esquivado. Y Niv y Zend iban detrás llevando entrambos la estaca con atados que se mecían y jirones que volaban.
Avanzaron tierra adentro desviándose un tanto hacia las casas de los hombres para adquirir los alimentos que necesitaban; y se lo compraron por la tarde a un granjero que habitaba en una casa solitaria, tan cerca del borde mismo de los campos que conocemos, que debió de haber sido la última casa del mundo visible. Y allí compraron pan, avena, queso, un jamón curado y otras cosas por el estilo; y las pusieron en sacos y las colgaron de la pértiga; luego dejaron al granjero y se alejaron de sus campos y de todos los campos de los hombres. Y al caer la tarde vieron sobre un seto, iluminando la tierra con un fulgor extraño, que supieron que no era de este mundo, la linde de crepúsculo que es la frontera del País de los Elfos.
—¡Lirazel! —exclamó Alveric, y desenvainó su espada y avanzó sobre el crepúsculo. Y detrás le fueron Niv y Zend, su desconfianza ahora convertida en celos de inspiraciones o magia que no era la suya.
Una vez llamó a Lirazel, no confiando demasiado en su voz en esa vasta tierra extraña, levantó su cuerno de cazador que le colgaba a uno de sus flancos de una correa, se lo llevó a los labios e hizo sonar una nota fatigada por todos sus viajes. Se encontraba más allá del borde de la linde; el cuerno resplandecía en la luz del País de los Elfos.
Entonces Niv y Zend dejaron caer la estaca en ese crepúsculo ultraterreno donde quedó tirada como el desecho de algún rasar no señalado en las cartas, y de pronto se apoderaron de su amo.
—¡Una tierra de sueños! —exclamó Niv—. ¿No sueño yo lo suficiente?
—¡Allí no hay luna! —grito Zend.
Alveric golpeó a Zend en el hombro con su espada, pero la espada estaba desencantada y mellada y sólo le produjo un daño ligero. Entonces los dos hombres se apoderaron de la espada y arrastraron a Alveric hacia atrás. Y la fuerza del loco era mayor que lo que es posible concebir. Volvieron a arrastrarlo hacia los campos que conocemos, donde los dos eran extraños y sentían celos de otras extrañezas que no eran la suya, y lo llevaron lejos de la vista de las montañas azules. No había penetrado en el País de los Elfos.
Pero su cuerno había atravesado el borde de la linde y había perturbado el aire del País de los Elfos, emitiendo en su ensoñadora calma una larga y triste nota terrena: era el cuerno que había oído Lirazel mientras hablaba con su padre.