Capítulo XXV

LIRAZEL RECUERDA LOS CAMPOS QUE CONOCEMOS

Cuando los trasgos se precipitaron hacia la Tierra para reír de los usos de los hombres, Lirazel se agitó mientras se estaba sentada en las rodillas de su padre, quien, grave y sereno en su trono de niebla y hielo, apenas se había movido durante doce de nuestros años terrenos. Ella suspiró y el suspiro rizó las dunas del sueño y perturbó ligeramente el País de los Elfos. Y los amaneceres, las puestas de sol, el crepúsculo y el pálido fulgor celeste que se mezcla por siempre para convertirse en la luz del País de los Elfos, sintieron un ligero roce de pena y toda su radiación vaciló. Porque la magia que atrapaba a estas luces y los hechizos que las mantenían unidas para iluminar por siempre el país que no debe tributo al Tiempo, no eran tan vigorosas como el dolor que surge oscuro del temple real de una princesa de linaje feérico. Suspiró porque a través de su profunda complacencia y la calina del País de los Elfos había flotado un pensamiento centrado en la Tierra; de modo que en lo más íntimo de los esplendores del País de los Elfos, de los cuales apenas se puede hablar en un canto, evocó una sencilla vellorita y muchas otras plantas triviales de los campos que conocemos. E imaginó que veía andar por esos campos a Orión, al otro lado de la linde de crepúsculo, alejado de ella por no sabía cuántos años devastadores. Y las mágicas glorias del País de los Elfos, su belleza que está más allá del alcance de nuestros sueños, la profunda calma en que duermen las edades inmunes al tiempo, el arte de su padre que impedía marchitarse al menor de los lirios y los hechizos que volvían ciertos los sueños y los anhelos, no pudieron ya impedir que su imaginación errara ni mantenerla complacida. De modo que su suspiro voló sobre la tierra mágica y perturbó a las flores.

Y su padre sintió el dolor de ella, supo que perturbaba a las flores y que agitaba la calma del País de los Elfos, aunque no más que un pajarillo agitaría un cortinado real al aletear contra sus pliegues mientras errara perdido una noche de verano. Y aunque supo también que era por la Tierra que padecía, prefiriendo algún uso mundano a las máximas glorias del País de los Elfos mientras estaba sentada con él en el trono del que sólo un canto puede hablar, no otra cosa movió aquello en su corazón que la compasión; como podríamos sentir piedad por un niño que en un templo para nosotros sagrado suspirara por algo trivial. Cuanto más esa Tierra le parecía indigna de penar por ella, tan pronto da como llegada, indefensa presa del tiempo, una apariencia evanescente divisada desde las costas del País de los Elfos, demasiado breve como para el más serio cuidado de una mente centrada en la magia, tanto más se apiadaba de su hija por el capricho errante que, llegado aquí irreflexivo, la había enredado —¡ay!— con las cosas que perecen. Pues, bien ¡se sentía desdichada! No sintió cólera contra la Tierra que le había arrebatado el tino; no estaba ella complacida con los máximos esplendores del País de los Elfos, sino que suspiraba por algo diferente: el arte tremendo con que él contaba se lo daría. De modo que levantó el brazo derecho de aquello sobre lo que descansaba, una parte de su trono místico hecho de música y espejismos; levantó el brazo derecho y el silencio cundió en el País de los Elfos.

Las grandes hojas cesaron su murmullo a través de las verdes profundidades del bosque; silenciosos como el mármol tallado se volvieron los pájaros y los monstruos, y los trasgo, pardos que se precipitaban hacia la Tierra, hicieron alto acallados de pronto. Entonces del silencio surgieron murmullos nostálgicos, tenues sonidos de anhelo por cosas que ningún canto puede nombrar, sonidos como las voces de las lágrimas si cada grano de sal cobrara vida y se le diera voz para contar los modos del dolor. Luego todos estos pequeños rumores se unieron bailando gravemente al son de una melodía que el amo del País de los Elfos evocó con su mano mágica. Y la melodía hablaba del amanecer que llegaba sobre infinitos marjales, muy lejos, en la Tierra o en algún planeta que el País de los Elfos no conocía; surgiendo lentamente desde la profunda oscuridad, la luz de las estrellas y el frío crudo; impotente, frío y sin ánimo, apenas superando a las estrellas; oscurecido por las sombras del trueno y detestado por todas las cosas oscuras; resistente, creciendo y resplandeciendo; hasta que a través de la lobreguez de los marjales y del frío del aire, en un glorioso momento llegó todo el esplendor del color, y el amanecer avanzó triunfante, las más negras nubes se tiñeron lentamente de rosa y cabalgaron sobre un mar de lila y las rocas más oscuras que habían montado guardia a la noche brillaron con fulgor dorado. Y cuando su melodía ya no pudo decir más de esta maravilla por siempre extraña a los dominios feéricos, el rey movió la mano que sostenía en lo alto, como quien hace señales a un pájaro y ordenó que un amanecer llegara al País de los Elfos, venido de alguno de los planetas que están más cerca del sol. Y reciente y fresco aunque venía desde más allá de los límites de la geografía, desde una era hace mucho perdida, desde más allá de la comprensión de la historia, un amanecer resplandeció sobre el País de los Elfos, que nunca antes había conocido amanecer. Y las gotas de rocío del País de los Elfos colgadas de las hojas curvadas de la hierba, sumaron a ese amanecer sus minúsculas esferas, y en ellas retuvieron brillante y maravillosa, la gloria de los cielos como el nuestro, el primero que hubieran nunca visto.

Y el amanecer creció extraña y lentamente sobre esas tierras infrecuentadas, vertiendo sobre ellas los colores que día tras día nuestros narcisos y día tras día nuestras rosas silvestres, durante todas las semanas de su estación, beben con voluptuosa profusión en medio de un alboroto enteramente silencioso. Y una luz nueva en el bosque apareció sobre las grandes hojas extrañas, y sombras desconocidas por el País de los Elfos se deslizaron de los troncos monstruosos de los árboles y avanzaron sobre hierbas que no habían soñado siquiera su advenimiento; y las agujas de ese palacio, al percibir tal maravilla, aunque menor que la propia, supieron no obstante que el forastero era mágico, y emitieron en respuesta un resplandor desde sus ventanas sagradas, que fulguró sobre los valles feéricos como una inspiración, y mezclaron un rubor rosa con el azul de las Montañas Feéricas. Y los guardias sobre los maravillosos picos que vigilaban desde sus peñascos por siempre para que ningún forastero de la Tierra o las estrellas viniera al País de los Elfos, levantaron sus cuernos y soplaron la nota que advertía contra un extraño. Y los guardianes de los valles salvajes levantaron cuernos de toros fabulosos y soplaron la nota otra vez en la oscuridad de sus espantosos precipicios, y el eco la arrastró desde las monstruosas caras de mármol de las rocas que repitieron la nota para todos sus bárbaros camaradas; de modo que en el País de los Elfos resonó la advertencia de que algo extraño perturbaba sus costas.

Y a la tierra así expectante, así precavida, con mágicos sables exaltados en peñascos solitarios, convocados desde sus vainas ennegrecidas por esos cuernos para repeler a un enemigo, llegó amplio y dorado el amanecer la antiquísima maravilla que nosotros conocemos. Y el palacio con todas sus maravillas, con todos sus encantos y hechizos emitió desde su esplendor azul como el hielo, una gloriosa bienvenida o espléndida rivalidad, añadiendo al País de los Elfos un fulgor del que sólo puede hablarse en un canto.

Fue entonces cuando el rey feérico movió otra vez su mano sostenida en lo alto junto a las agujas de cristal de su corona y abrió un camino a través de los muros de su palacio mágico y le mostró a Lirazel las leguas inmensurables de su reino. Y ella vio por arte de magia, en tanto los dedos de él sostuvieran el hechizo, los bosques verde oscuro y los valles del País de los Elfos, las solemnes montañas azules y los valles vigilados por seres extraños, todas las criaturas de la fábula escondidas en la oscuridad de las hojas enormes y los trasgos alborotados que se precipitaban hacia la Tierra; vio a los guardias llevarse los cuernos a los labios mientras resplandecía una luz en ellos que era el más orgulloso triunfo del arte oculto de su padre, la luz de un amanecer traído por sobre espacios inconcebibles para apaciguar a su hija, consolarla de sus caprichos y hacer volver sus pensamientos desde la Tierra. Vio los prados en que el Tiempo se había reposado durante siglos sin marchitar un capullo de todo el confín de las flores; y la nueva luz llegada a los prados que ella amaba a través del denso color del País de los Elfos, les daba una belleza que nunca habían conocido antes hasta que el amanecer no hubiera emprendido este viaje ilimitado al encuentro del crepúsculo encantado; y en todo momento mientras tanto, brillaban, fulguraban y resplandecían las agujas del palacio del que sólo puede hablarse en un canto. De toda esa deslumbrante belleza apartó el rey su mirada para ver en la cara de su hija el asombro de bienvenida a las glorias de su patria al regresar sus pensamientos de los campos del deterioro y la muerte a donde —¡ay!— habían partido. Y aunque sus ojos se volvían hacia las Montañas Feéricas, cuyo misterio y su azul combinaban de modo tan extraño, no obstante, al mirar el Rey de los Elfos esos ojos, sólo para los cuales había traído el amanecer desde tan lejos de sus caminos naturales, vio en sus mágicas profundidades un pensamiento dirigido a la Tierra. Un pensamiento dirigido a la Tierra a pesar de que había levantado el brazo y trazado el signo mágico con todo su poder para llevar al País de los Elfos una maravilla que la alegrara de estar en su patria. Y todos sus dominios se habían exaltado con esto, los guardianes en peñascos espantosos habían soplado una nota extraña, y monstruos, insectos y pájaros se habían regocijado con una nueva alegría, y allí, en el centro del País de los Elfos su hija pensaba en la Tierra.

Si le hubiera mostrado cualquier otra maravilla que no el amanecer, podría haber atraído sus pensamientos, pero al llevar esta exótica belleza al País de los Elfos para que se mezclara con otras antiguas maravilla, despertó en ella recuerdos de la mañana en los campos que él no conocía; y Lirazel, en su imaginación, jugaba una vez más en los campos con Orión donde crecían las flores terrenas privadas de encantamiento entre las hierbas inglesas.

—¿No es bastante? —preguntó con su extraña y mágica voz profunda, y señaló las vastas tierras con dedos que convocaban maravillas.

Ella suspiró: no era bastante.

Y el rey encantado se llenó de pesadumbre: sólo tenía a su hija y ella suspiraba, por la Tierra. Había habido una vez una reina que había reinado junto con él en el País de los Elfos; pero había sido mortal y, como mortal, murió. Porque a menudo volvía a las colinas de la Tierra para ver otra vez la primavera o para ver los bosques de hayas en otoño; aunque sólo se quedaba allí un día, cuando volvía de los campos que conocemos y estaba de regreso en el palacio de más allá del crepúsculo antes de que, nuestro sol se pusiera, el Tiempo la sorprendía en cada una de sus visitas; de modo que fue marchitándose y no tardó en morir en el País de los Elfos; porque sólo era mortal y elfos asombrados la sepultaron como se sepulta a las hijas de los hombres. Y ahora el rey estaba solo con su hija, y ella acababa de suspirar por la Tierra. La pesadumbre lo embargaba, pero de la oscuridad de esa pesadumbre, como a menudo sucede con los hombres, surgía y se levantaba cantando de su mente luctuosa una inspiración en que resplandecían la risa y la alegría. Se puso entonces en pie, levantó ambos brazos y su inspiración irrumpió sobre el País de los Elfos en forma de música. Y con la marejada de esa música hubo, como la fuerza del mar, un impulso de levantarse y bailar que nadie pudo resistir en el País de los Elfos. Gravemente agitaba los brazos y la música emanaba de ellos; y todo lo que andaba a por el bosque, lo que se arrastraba por las hojas, lo que saltaba por las alturas peñascosas o se alimentaba en los campos de lirios, toda clase de criaturas en toda clase de sitios, sí, hasta los centinelas que guardaban su presencia, los solitarios guardianes de la montaña y los trasgos que se precipitaban hacia la Tierra, todos bailaban al compás de una melodía que estaba hecha del espíritu de la primavera llegada en una mañana terrena en medio de un feliz rebaño de cabras.

Y ya entonces los trasgos estaban muy cerca de la frontera con la boca dispuesta para reír de los usos de los hombres; se apresuraban con toda la ansiedad de las pequeñas cosas vanas por atravesar la linde que separa el País de los Elfos de la Tierra; ya no seguían avanzando, sino sólo se deslizaban en círculos e intrincadas espirales bailando un baile como el que bailan los mosquitos las tardes de verano en los campos que conocemos. Y graves monstruos de fábula en la profundidad del bosque poblado de helechos bailaban minuets que las brujas habían compuesto con sus caprichos y su risa hacía ya mucho, en tiempos de su juventud, antes de que las ciudades aparecieran en el mundo. Y los árboles del bosque levantaron con trabajo lentas raíces del suelo, se mecieron con rudeza y bailaron luego sobre garras monstruosas, y los insectos bailaron sobre enormes hojas agitadas. Y en la profundidad de profundas cavernas, extrañas criaturas en encierro encantado se despertaron de su antiquísimo sueño y bailaron en la humedad.

Y junto al rey brujo, meciéndose al ritmo que había hecho bailar a todas las criaturas mágicas, estaba la Princesa Lirazel con un ligero resplandor en la cara que venía de una sonrisa oculta; porque en secreto sonreía siempre por el poder de su gran belleza. Y de pronto el Rey de los Elfos alzó más todavía una de sus manos; la mantuvo en lo alto y aquietó a todo lo que bailaba en el País de los Elfos; y redujo a reverente temor a todas las criaturas mágicas y envió sobre el País de los Elfos una melodía compuesta por notas atrapadas de las inspiraciones errantes que cantan y vagan a través del límpido azul de más allá de nuestras costas terrenas; y toda la tierra se sumergió profundamente en la magia de esa música extraña. Y las criaturas silvestres que la Tierra ha imaginado y las criaturas ocultas aun a la leyenda se sintieron movidas a cantar antiquísimas canciones que su memoria había olvidado. Y las fabulosas criaturas del aire se sintieron atraídas hacia abajo desde grandes alturas. Y emociones desconocidas e inconcebidas perturbaron la calma del País de los Elfos. La marea, de la música bañaba con olas maravillosas las laderas de las grandes montañas Feéricas hasta que sus precipicios emitieron extraños ecos como los de los bronces. En la Tierra no se oía música ni eco alguno: ni una nota atravesaba la delgada barrera de crepúsculo, ni un sonido, ni un murmullo. A otro sitio ascendían esas notas, pasaban como raras mariposas nocturnas por todos los campos del Cielo y sonaban como recuerdos sin acceso de las almas de los benditos; y los ángeles oyeron esa música, pero les estaba prohibido envidiarla. Y aunque no llegaba a la Tierra y aunque nunca nuestros campos escucharon la música del País de los Elfos, hubo entonces, como los hubo siempre, por temor de que la desesperación se apoderara de los pueblos de la Tierra, los que componían canciones para las necesidades, de nuestro dolor y nuestra risa; y ni aun ellos oyeron nunca una nota del País de los Elfos a través de la linde de crepúsculo, que mata su sonido, pero sentían en su mente la danza de esas notas mágicas, las escribían y los instrumentos terrenos las tocaban; entonces, y nunca hasta entonces, escuchamos nosotros la música del País de los Elfos.

Por un momento el Rey de los Elfos mantuvo a todos los que le debían lealtad, y a todos sus deseos, asombrosos temores y sueños, sometidos a flotantes y ensoñadoras ondas de música que no estaba hecha de sonidos de la Tierra, sino más bien de esa sustancia sutil en la que nadan los planetas y de otras muchas cosas maravillosas que sólo la magia conoce. Y entonces, mientras todo el País de los Elfos bebía la música como la Tierra bebe la lluvia dulce, se volvió otra vez hacia su hija con una mirada en sus ojos que decía:

—¿Qué tierra es tan bella como la nuestra?

Y ella se volvió para decirle:

—Esta es mi patria para siempre.

Se separaron sus labios para decirlo y el amor resplandecía en el azul de sus ojos feéricos; tendía ya las manos hacia su padre; cuando oyeron el sonido del cuerno de un cazador cansado que agotado soplaba junto al filo de la Tierra.