LA SEDUCCIÓN DE LOS HABITANTES DE LOS MARJALES
Mientras la tarde siguiente empezaba habría, podido verse a un viajero aproximándose a los marjales que a cierta distancia por el sudeste de Erl se extendían a lo largo del borde de las granjas y prolongaban su terrible desolación hasta la línea del horizonte, y aun por sobre el borde y dentro de la región del País de los Elfos. Ahora, al paso que la luz abandonaba la tierra, empezaban a brillar.
Tan negras eran las solemnes ropas y el alto sombrero grave del viajero, que podría haber sido visto desde lejos sobre el oscurecido verde de los campos, avanzando hacia el borde de los marjales por la tarde gris. Pero nadie había allí a esa hora que viera nada junto a ese desolado sitio, pues la amenaza de la oscuridad ya se sentía en los campos, y todas las vacas estaban en sus corrales y los granjeros abrigados en sus casas; de modo que el viajero andaba a solas. Y no tardó en llegar por senderos riesgosos a los delgados juncos a los que el viento contaba cuentos que no tienen significación para el hombre, largas historias de lobreguez y antiguas leyendas de la lluvia; mientras tanto, en las tierras oscurecidas que había dejado atrás, veía titilar las luces donde las casas se levantaban. Caminaba con la gravedad y el aire solemne de quien tiene importantes asuntos que tratar con los hombres; no obstante, le daba la espalda a sus casas y se dirigía a donde ningún hombre se dirige, avanzando hacia donde no hay villorrios ni cabañas humanas, porque los marjales penetraban en el País de los Elfos. Entre él y el límite nuboso que separa la Tierra del País de los Elfos no había hombre alguno y, no obstante, el viajero avanzaba como quien tiene un serio cometido. Con cada uno de los venerables pasos que daba, el musgo brillante se estremecía y el marjal parecía estar a punto de tragárselo mientras su sólido bastón se hundía en el lodo sin prestarle apoyo ninguno; no obstante, el viajero parecía sólo preocuparse por la solemnidad de su paso. De este modo avanzaba por la ciénaga mortal con un porte adecuado a la lenta procesión de los ancianos al abrir el mercado en días especiales, y el más grave da su bendición al negocio y acuden todos los granjeros a los puestos dispuestos al trueque.
Arriba y abajo, arriba y abajo, los pájaros canoros iban revoloteando de regreso a sus setos natales bordeando el marjal; las palomas se dirigían a tierra para anidar en los altos árboles oscuros; el último de una multitud de grajos se había ido; y todo el aire estaba vacío.
Y ahora el gran marjal estaba excitado ante la nueva de la llegada de un forastero; porque, no bien el viajero hubo pisado gravemente el musgo brillante que crece en los estanques, la excitación cundió en sus raíces y bajo los tallos de los juncos y corrió como una luz bajo la superficie del agua o como el sonido de una canción y llegó, más allá de los marjales, estremecido hasta la frontera del mágico crepúsculo que divide la Tierra del País de los Elfos; y no se quedó allí, sino que perturbó la linde misma, la atravesó y se sintió en el País de los Elfos: porque donde los grandes marjales llegan al borde de la Tierra, la frontera es más delgada e incierta que en otro sitio alguno.
Y no bien sintieron esa excitación en la profundidad del marjal, los fuegos fatuos se elevaron desde sus moradas insondables y agitaron su luz para animar al viajero a seguir adelante sobre los musgos temblorosos a la hora en que los patos levantan vuelo. Y bajo el remolino, la precipitación y el regocijo de alas de los patos a esa hora, el viajero siguió las señales luminosas adentrándose más y más en los marjales. No obstante, a veces se apartaba de ellas, de modo que por un instante ellas lo seguían a él en lugar de ser las conductoras como era su costumbre, hasta que lograban ponérsele por delante y conducirlo una vez más. Un observador, si lo hubiera habido en tan mala luz y en sitio tan peligroso, habría advertido al cabo de un rato en los movimientos del viajero una extraña semejanza con los de la hembra del chorlito verde cuando atrae a los extraños tras de sí en primavera para apartarlos de la orilla musgosa donde quedan sus huevos expuestos. O quizás un semejante parecido es meramente ilusorio y el observador no advertiría tal cosa. De cualquier manera aquella noche en ese lugar desolado no había observador alguno.
Y el viajero seguía su extraño curso, a veces hacia los peligrosos musgos, otras hacia la firme tierra verde, siempre con grave porte y paso venerable, y los fuegos fatuos, en multitudes, lo rodeaban. Y esa intensa excitación que había advertido al marjal de la presencia de un extraño, palpitaba todavía a través de la exudación de las raíces de los juncos; y no cesaba, como lo haría no bien el extraño hubiera muerto, sino que recorría el marjal como el eco de una música que la magia ha vuelto sempiterna y perturbaba a los fuegos fatuos aun más allá de la frontera del País de los Elfos.
Ahora bien, está muy lejos de mi intención escribir nada en detrimento de los fuegos fatuos o algo que pueda considerarse una mácula a su respecto: de ningún modo tal cosa puede atribuírsele a mis escritos. Pero es bien sabido que los habitantes de los marjales atraen a la gente a su perdición y se han deleitado en ese pasatiempo durante siglos, permítaseme mencionarlo sin espíritu de censura.
Los fuegos fatuos que rodeaban al viajero redoblaron entonces sus esfuerzos con furia; y cuando él eludió sus últimos intentos de seducción sólo al borde mismo de los más mortales estanques, y aún vivía y aún avanzaba, y todo el marjal tenía conocimiento de ello, los fuegos fatuos mayores que moran en el País de los Elfos se elevaron desde su cieno mágico y se precipitaron por sobre la frontera. Y todo el marjal se perturbó.
Casi como pequeñas lunas vueltas del todo descaradas, los habitantes de los marjales refulgían ante el solemne viajero conduciendo sus pasos venerables hacia el borde de la muerte, para retroceder luego y hacerle señas una vez más. Y después, a pesar de la gran altura de su sombrero y el largo de su chaqueta oscura, esos frívolos habitantes empezaron a darse cuenta de que los musgos soportaban su peso, cuando nunca antes habían soportado el peso de viajero alguno. Creció su furia, entonces y se le acercaron más todavía de un salto; y más y más cerca se precipitaban sobre él dondequiera que fuera; y la furia hacía que perdieran su capacidad de atraer.
Y ahora un observador de los marjales si lo hubiera habido, habría visto no sólo a un viajero rodeado de fuegos fatuos; porque habría advertido que el viajero casi los conducía, en lugar de los fuegos fatuos conducirlo a él. Y en su impaciencia por verlo muerto, los habitantes de los marjales no advirtieron que cada vez más estaban acercándose a tierra firme.
Y cuando todo estaba ya oscuro salvo el agua, se encontraron de pronto en un campo de hierba y sus pies raspaban contra los duros pastos, mientras el viajero, sentado con las rodillas juntas bajo la barbilla los miraba por debajo del ala de su alto sombrero negro. Jamás nunca antes habían sido atraídos a tierra firme por viajero alguno, y se encontraban entre ellos esa noche algunos de los más viejos y más grandes, que habían venido con su luz lunar desde más allá de la linde del País de los Elfos. Se miraron entre sí con inquieto asombro al caer agotados sobre la hierba, porque la rudeza y la pesantez de la tierra firme los oprimía después de haber andado en los marjales. Y entonces empezaron a darse cuenta de que ese venerable viajero cuyos ojos brillantes los observaban con tanta agudeza desde esa negra masa de ropas, era apenas algo mayor que ellos a pesar del aire de dignidad que se daba. A decir verdad aunque más corpulento y redondeado, no era tan alto. ¿Quién era ése, empezaron a musitar que había atraído a los fuegos fatuos? Y algunos de los mayores venidos del País de los Elfos se dirigieron a él para preguntarle cómo se había atrevido a burlar a seres de su linaje. Y entonces el forastero habló. Sin ponerse de pie ni volver la cabeza les habló mientras permanecía sentado.
—Habitantes de los marjales —les dijo— ¿amáis a los unicornios?
Y a la palabra «unicornios» el desprecio y la risa colmó el minúsculo corazoncito de esa frívola multitud, excluyendo toda otra emoción, de modo que olvidaron el enfado por haber sido atraídos con engaño; aunque atraer a los fuegos fatuos se tenía por el más grave de los insultos y jamás lo habrían perdonado si hubieran tenido la memoria menos flaca. A la palabra «unicornios» todos rieron en silencio. Y esto lo hicieron agitándose de arriba a abajo como la luz de un espejuelo manejada por una mano traviesa. ¡Unicornios! Poco amor sentían por esas altivas criaturas. Había que enseñarles a dirigirse a los habitantes de los marjales cuando fueran a beber en sus estanques. Era preciso que aprendieran a conceder lo que se les debe a las grandes luces del País de los Elfos y a las luces menores que iluminaban los marjales de la Tierra.
—No —dijo uno de los fuegos fatuos mayores— nadie ama a los orgullosos unicornios.
—Venid entonces —dijo el viajero— y les daremos caza y vosotros nos iluminaréis en la noche con vuestras luces cuando les demos caza con ayuda de los perros en los campos de los hombres.
—Venerable viajero —dijo ese fuego fatuo mayor; pero a esas palabras, el viajero arrojó el sombrero, saltó de su largo abrigo negro y se mostró ante los fuegos fatuos enteramente desnudo. Y los habitantes de los marjales vieron que era un trasgo que les había hecho una jugarreta.
Esto les produjo un enfado sólo muy ligero; porque los habitantes de los marjales le habían hecho jugarretas a los trasgos y éstos a aquéllos tantas veces durante tanto tiempo, que sólo los más sabios de entre ellos eran capaces de decir quiénes eran los que las habían hecho más y con cuántas jugarretas de ventaja. Se consolaron pensando en las ocasiones en que los trasgos habían quedado en ridículo y aceptaron asistir con sus luces a la cacería de unicornios, pues su voluntad era débil cuando estaban en tierra firme y fácilmente seguían cualquier sugerencia u obedecían el capricho de cualquiera.
Era Lurulu quien les había hecho la jugarreta a los fuegos fatuos, pues sabía cuánto les gustaba atraer a los viajeros y, después de conseguir el sombrero más alto y el abrigo más grave que pudo robar, había recurrido al señuelo capaz de hacerlos recorrer largas distancias. Ahora que los tenía reunidos a todos en tierra firme y obtenido la promesa de luz y ayuda contra los unicornios, que esas criaturas conceden fácilmente por causa del orgullo de esas magníficas bestias, empezó a conducirlos hacia la aldea de Erl, con lentitud en un principio mientras sus pies se acostumbraban a la dureza de la tierra; y por los campos los llevó con paso renco a Erl. Y nada había ahora en todos los marjales que se asemejara al hombre y los gansos descendieron con un enorme tumulto de alas. El veloz y minúsculo cerceta, como un dardo, voló a su morada; y todo el aire oscuro vibró con el aleteo de los patos.