Capítulo XXIV

LURULU HABLA DE LA TIERRA Y DE LOS USOS DE LOS HOMBRES

El trasgo había encontrado a Orión en su castillo y, le había propuesto su plan. En suma, su plan consistía en tener más perreros para su jauría. Porque uno sólo no podía siempre evitar que alguno de los perros se perdiera al acercarse a la linde de crepúsculo, donde, a sólo unas yardas de distancia, había espacios de los que si alguna vez un perro regresaba, como lo hacen los perros perdidos al atardecer, volvería a casa completamente envejecido con sólo una hora de extravío.

Cada perro, dijo Lurulu, debía tener un trasgo que lo guiara, corriera junto con él al cazar y fuera su sirviente al volver, a casa hambriento y cubierto de lodo. Y Orión había advertido de inmediato la sin par ventaja de que cada perro fuera controlado por una inteligencia alerta, si bien minúscula, y le había dicho a Lurulu que fuera en busca de los trasgos. De modo que ahora, mientras los perros dormían sobre tablas en una perruna masa en cada una de las perreras, porque los perros y las perras, habitaban en moradas separadas entre sí, el trasgo se apresuraba por los campos que conocemos a través del crepúsculo estremecido a la vera de la luz de la luna, con la cara vuelta hacia el País de los Elfos.

Pasó junto a una pequeña granja con una ventanita que lo miraba y brillaba amarilla desde una pared azul pálido con un matiz recibido de la luna. Dos perros lo ladraron y se echaron a correr tras él; cualquier otro día este trasgo les habría hecho alguna jugarreta, y se habría burlado de ellos, pero en ese momento su mente estaba colmada hasta el tope por la misión que tenía por delante y no les prestó más atención que la que les habría prestado un milano en un día ventoso de setiembre, y siguió saltando sobre el extremo de las hierbas hasta que los perros quedaron muy atrás y jadeantes.

Y mucho antes de que las estrellas hubieran empalidecido por el roce del alba, llegó a la barrera que divide nuestros campos de la patria de las criaturas que se le asemejaban y, saltando de la noche terrena, alto por sobre la barrera de crepúsculo, aterrizó sobre las cuatro extremidades en su suelo natal, en el día antiquísimo del País de los Elfos. A través de la maravillosa belleza de ese aire denso que supera la de nuestros lagos al amanecer y hace empalidecer todos nuestros colores, se apresuró lleno de las noticias con las que asombraría a su parentela. Llegó a los valles de los trasgos donde habitan en sus extrañas habitaciones y emitió los chillidos al avanzar con que los trasgos convocan a su gente; y llegó al bosque donde los trasgos hicieron viviendas en los troncos de árboles enormes; porque hay trasgos de los bosques y trasgos de los valles, dos tribus emparentadas que mantienen relaciones amistosas; y allí emitió una vez más los chillidos de la convocatoria de los trasgos. Y pronto hubo un crujido de flores en toda la profundidad del bosque, como si los cuatro vientos soplaran, y el crujido creció y creció, y aparecieron los trasgos y fueron sentándose de a uno cerca de Lurulu. Y aún el crujido seguía creciendo, perturbando todo el bosque, y llegaban a raudales los trasgos pardos y se sentaban en torno a Lurulu. De muchos troncos y huecos espesados con helechos iban llegando sin pausa; y de los altos gomaks distantes en los valles, para llamar como se llaman en el País de los Elfos esas extrañas habitaciones para las que no hay nombre terreno, extrañas tiendas grises de tela drapeada sobre una estaca. Se reunieron alrededor de él en la luz penumbrosa pero colorida que flota entre las frondas de esos mágicos árboles, cuyos troncos se elevan más alto que nuestros pinos más venerables y resplandecen sobre espitas de cactus con las que nuestro mundo apenas sueña. Y cuando la parda masa de trasgos estuvo allí reunida, al punto que el suelo del bosque daba la impresión de que el otoño hubiera llegado al País de los Elfos por haber extraviado el camino de los campos que conocemos, y cuando todos los crujidos estuvieron terminados y el silencio vuelto, denso como lo había sido desde siempre, Lurulu les habló y les contó cuentos del tiempo.

Nunca antes cuentos tales se habían oído en el País de los Elfos. Los trasgos habían aparecido antes en los campos que conocemos y habían vuelto intrigados; pero Lurulu, entre las casas de Erl, había estado en medio de los hombres; y el tiempo, como se los dijo a los trasgos, se movía en la aldea con una velocidad más fantástica todavía que en la hierba de los campos de la Tierra. Les contó cómo se movía la luz, les contó de las sombras, les contó cómo el aire era blanco, brillante y pálido; les contó cómo por un instante la Tierra empezaba a parecerse al País de los Elfos, con una luz más íntima y colores incipientes, y entonces, al empezar uno a pensar en la patria, la luz se desvanecía y los colores desaparecían. Les contó de las estrellas. Les contó de las vacas, las cabras y la luna, tres criaturas cornudas que le habían parecido curiosas. Había encontrado más maravillas en la Tierra que las que nosotros recordamos, aunque también nosotros vimos estas cosas por primera vez; y con el asombro que le producían las modalidades de los campos que conocemos, compuso muchos cuentos que tuvieron atrapados a los inquisitivos trasgos y los mantuvo silenciosos sobre el suelo del bosque como si fueran en verdad hojas pardas caídas en octubre, que una helada de repente hubiera endurecido. Oyeron de chimeneas y carros por primera vez; con un estremecimiento escucharon de los molinos de viento. Escucharon sobrecogidos los usos de los hombres; y, de vez en cuando, como cuando le habló de los sombreros, una ola de carcajadas estremecía el bosque.

Luego les dijo que deberían ver los sombreros, las palas y las perreras, mirar por las ventanas y conocer los molinos de viento; y la curiosidad cundió en el bosque en la parda masa de trasgos, porque su raza es profundamente inquisitiva. Y Lurulu no se detuvo allí, no contó con la sola curiosidad para llevarlos del País de los Elfos a los campos que conocemos, sino que los atrajo también con otra emoción. Porque les habló de los altivos, los reservados, los resplandecientes unicornios que no se paran más para hablar con los trasgos, que el ganado cuando bebe en los estanques se detiene para hablar con las ranas. Ellos conocían su morada, debían vigilar sus movimientos y contar estas cosas al hombre; el resultado de ello sería que podrían cazar, a los unicornios sin otra ayuda que la de los perros. Ahora bien, por escaso que fuera, el conocimiento que tenían de los perros, el temor que despiertan entre todas las criaturas que corren —como lo he dicho— es universal; y rieron tempestuosamente al pensar que los unicornios pudieran ser cazados con la ayuda de los perros. Así, pues, Lurulu recurrió al despecho y a la curiosidad para atraerlos a la Tierra; y supo que lo estaba logrando; y rio calladamente para sí hasta que se sintió abrigado por dentro. Porque entre los trasgos tiene gran reputación el que logra asombrar a los demás, o aun mostrarles una cosa caprichosa o hacerles una jugarreta o desconcertarlos con humor. Lurulu, tenía para mostrar la Tierra, cuyos usos son considerados, por los que son capaces de juzgar, tan extraños y caprichosos como podría desearlo un observador curioso.

Entonces se puso de pie y habló un trasgo encanecido; uno que había cruzado con exceso la linde de crepúsculo para observar los usos de los hombres; y como los observó demasiado tiempo, el tiempo lo había encanecido.

—¿Abandonaremos —dijo— los bosques que todos conocen y las modalidades placenteras del País para ver algo nuevo y ser barridos por el tiempo? —Y cundió un murmullo entre los trasgos que resonó por el bosque para desvanecerse en la distancia, como en la tierra el sonido de los escarabajos que vuelven a casa—. ¿No es ahora hoy? —prosiguió—. Pero lo que allí llaman hoy nadie sabe lo que es; uno cruza nuevamente la frontera para verlo y ha desaparecido. El tiempo es incontenible allí, como los perros que se extravían en nuestra linde, ululantes asustados, furiosos y frenéticos por volver a casa.

—Es así —dijeron los trasgos, aunque no lo sabían; pero era ése un trasgo cuyas palabras tenían mucho peso en el bosque.

—Conservemos el hoy —dijo el conceptuoso trasgo— mientras lo tengamos y no nos aventuremos allí donde el hoy se pierde con exceso de facilidad. Porque cada vez que los hombres lo pierden, el cabello se les pone más blanco, sus miembros se vuelven más débiles y sus caras más tristes, y cada vez se encuentran más cerca de mañana.

Tan gravemente habló cuando pronunció la palabra «mañana», que los trasgos pardos sintieron miedo.

—¿Qué les sucede mañana? —preguntó uno de ellos.

—Mueren —dijo el trasgo encanecido—. Los demás cavan la tierra y los meten dentro, como yo lo he visto; luego van al Cielo, según he oído decir.

Y un estremecimiento conmovió a los trasgos sobre el suelo hasta los extremos del bosque. Y Lurulu, que se estaba allí sentado y enfadado mientras escuchaba al conceptuoso trasgo mientras hablaba mal de la Tierra a donde él habría querido llevarlos, para asombrarlos con su rareza, le habló en defensa del Cielo.

—El Cielo es un buen lugar —espetó picado, aunque era muy poco lo que había oído de él.

—Todos los benditos están allí —replicó el trasgo— y está lleno de ángeles. ¿Qué oportunidad tendría allí un trasgos? Los ángeles lo atraparían, porque dicen en la Tierra que todos los ángeles tienen alas; lo atraparían y lo besarían sonoramente por siempre jamás.

Y todos los trasgos pardos del bosque se echaron a llorar.

—No se nos atrapa tan fácilmente —dijo Lurulu.

—Tienen, alas —dijo el trasgo encanecido.

Y todos se sintieron apenados y sacudieron la cabeza, porque conocían la velocidad de las alas.

Los pájaros del País de los Elfos casi no hacían otra cosa que elevarse en el aire denso y contemplar por siempre esa fabulosa belleza que para ellos era alimento y hogar y de la que a veces cantaban; pero los trasgos que jugaban junto a la linde, al atisbar los campos que conocemos, habían visto a los pájaros terrenos lanzarse y girar, maravillándose ante ellos como nosotros nos maravillamos ante las cosas celestiales, y sabían que si se perseguía con alas a un trasgo, pocas esperanzas de escapar tendría éste.

—¡Ay de nosotros! —dijeron los trasgos.

El trasgo encanecido ya no dijo más, ni le era necesario tampoco, porque el bosque se había colmado de tristeza mientras estaban allí sentados pensando en el Cielo, con temor de ir a parar allí si se atrevían a vivir en la Tierra.

Y Lurulu no siguió discutiendo. No era hora de discutir, porque los trasgos estaban tristes con razón. De modo que les habló gravemente de cosas solemnes con palabras eruditas y asumiendo una actitud reverente. Pues bien, nada divierte tanto a los trasgos como la erudición y la solemnidad, y son capaces de reír durante horas ante una actitud solemne o cualquier apariencia de solemnidad. De modo que volvió a atraerlos a la ligereza que es su temple natural. Y cuando lo hubo logrado, volvió a hablarles de la Tierra y les contó caprichosas historias acerca de los usos de los hombres.

No quiero escribir sobre las cosas que Lurulu dijo del hombre por temor de herir la autoestima de mi lector y de ese modo ofender a quien sólo quiero distraer; pero todo el bosque se estremeció y se sacudió de risa. Y el trasgo encanecido no pudo decir ya nada para contrarrestar la curiosidad, que estaba ganando a toda esa multitud, de ver a los que vivían en casas y llevaban sombrero inmediatamente encima y una chimenea algo más alto; que les hablaban a los perros y no a los cerdos, y cuya gravedad era más graciosa que nada que pudieran hacer los trasgos. Y todos esos trasgos experimentaron de pronto el antojo de ir a la Tierra para ver cerdos, carros y molinos de viento, y también para reírse de los hombres. Y a Lurulu, que le había dicho a Orión que le llevaría una veintena de trasgos, le fue difícil impedir que la entera masa parda fuera con él, tan velozmente cambia el ánimo y el capricho de los trasgos; si les hubiera permitido salir con la suya, no habrían quedado trasgos en el País de los Elfos, porque aun el trasgo encanecido había cambiado de opinión junto con el resto. Escogió a cincuenta y los condujo hacia la peligrosa frontera de la Tierra; y se alejaron presurosos de la penumbra del bosque como un remolino de pardas hojas de roble se apresura en los peores días de noviembre.