LURULU OBSERVA LA INQUIETUD DE LA TIERRA
Como el día avanzaba y todavía Orión seguía durmiendo pesadamente, aun los perros yacían silenciosos en sus perreras y las idas y venidas de los hombres y los carros majo nada tenían que ver con el trasgo, Lurulu empezó a sentirse solo. Tan densa es la presencia de trasgos pardos en los pequeños valles donde habitan, que allí nadie se siente solo. Se quedan allí sentados en silencio gozando la belleza del País de los Elfos o sus propios atrevidos pensamientos; en los raros momentos en que la profunda calma natural del País de los Elfos se agita, su risa inunda los pequeños valles. No se sentían allí más solos que se sienten solos los conejos. Pero en todos los campos de la Tierra no había más que un trasgo; y el trasgo se sentía solo. La puerta del palomar se abría a unos diez pies de la puerta del henil, y estaba a unos seis pies más de altura, Una escalera llevaba al henil sujetada al muro con hierro; pero nada había que comunicara con el palomar por temor de que algún gato pudiera llegar a él. De allí llegaba el murmullo de vida abundante que atraía al trasgo solitario. El salto de puerta a puerta no era nada para él, y aterrizó en el palomar con su acostumbrada actitud: una expresión de buen humorada bienvenida en la cara. Pero las palomas se desbandaron en un estrépito de aleteos por las ventanas y el trasgo siguió estando solo.
Le gustó el palomar no bien puso los ojos en él. Le gustaron los indicios de vida rebosante, el centenar de casillas de pizarra y yeso, los millares de plumas y el olor a moho. Le gustó la antigua paz del palomar somnoliento y las enormes telarañas que ornaban los rincones, sosteniendo años y años de polvo. No sabía qué fueran las telarañas, pues nunca las había visto en el País de los Elfos, pero admiró la excelencia de su artesanía.
La antigüedad del palomar que había llenado los rincones de telarañas, arrancando retazos de yeso de las paredes, exhibiendo por debajo ladrillos rojos y expuesto al desnudo los listones de madera del techo y aun las pizarras más allá, le daban al onírico lugar un aire que no difería demasiado de la serenidad del País de los Elfos; pero por debajo de él y todo a su alrededor Lurulu notaba la inquietud de la Tierra. Aun la luz del sol filtrada por los pequeños respiraderos que brillaba sobre la pared, se movía.
En seguida le llegó el estrépito de las alas de las palomas que volvían y el choque de sus patas sobre el techo de pizarra encima de él, pero no volvieron a entrar todavía en su morada. Vio la sombra de este techo proyectada sobre otro techo más abajo y las inquietas sombras de las palomas a lo largo de borde. Observó el liquen gris que cubría la mayor parte del techo inferior y los nítidos retazos redondeados de nuevo liquen amarillo sobre la informe masa de gris. Oyó a un pato que llamaba lentamente seis o siete veces. Oyó, a un hombre que vino al establo de abajo y se llevó consigo a un caballo. Un perro se despertó y ladró. Algunos grajos, espantados por algún motivo de una torre, pasaron volando muy alto dando voces estruendosas. Vio grandes nubes pasar apresuradas por, sobre la cima de colinas distantes. Oyó a una paloma silvestre llamar desde un árbol vecino. Algunos hombres pasaron conversando. Y al cabo de un momento percibió con asombro lo que no había tenido tiempo de observar en su anterior visita a Erl que aun las sombras de las casas se movían; porque vio que la sombra del techo bajo el que estaba sentado se había trasladado un tanto sobre el techo de abajo, sobre el liquen gris y amarillo. ¡Movimiento perpetuo y perpetuo cambio! Lo comparó maravillado con la profunda calma de su patria, donde el momento se movía más lentamente que las sombras de las casas aquí, y no transcurría hasta que todo el contenido que colma un momento no había sido absorbido por cada criatura del País de los Elfos.
Y entonces, con zumbido y gimoteo de alas, empezaron a volver las palomas. Venían de lo más alto de los bastiones de la más alta torre de Erl, donde se habían refugiado por un tiempo sintiéndose protegidas por su gran altura y su edad venerable de esa nueva cosa extraña que temían. Volvieron y se posaron en los antepechos de las ventanitas y miraron con un ojo al trasgo. Algunas eran enteramente blancas, pero las grises tenían cuellos, del color del arco iris y apenas eran menos hermosas que los colores que hacían el esplendor del País de los Elfos; y Lurulu, mientras lo miraban con desconfianza sentado inmóvil en un rincón, ansiaba su exquisita compañía. Y cuando estas inquietas hijas de un aire y una tierra inquietos siguieron sin entrar, trató de serenarlas con la inquietud a que estaban acostumbradas y con la que, según él lo creía, todos los moradores de nuestros campos se regocijaban. Dio un brinco repentino; saltó a una casa de pizarra para palomas construida en lo alto de un muro; voló como una flecha hasta el próximo muro y de nuevo al suelo; pero hubo un estrépito de alas y las palomas desaparecieron. Y gradualmente fue aprendiendo que las palomas preferían la quietud.
El clamor de alas no tardó en volver al techo; sus patas resonaron sobre la pizarra otra vez; pero durante mucho tiempo no regresaron a sus casillas. Y el trasgo solitario miró por las ventanitas observando las modalidades de la Tierra. Vio posarse un aguzanieves acuático en el tejado de abajo; lo observó hasta que levantó vuelo. Y luego dos gorriones se acercaron a unos granos que alguien había dejado caer; también a ellos los observó. Cada una de esas criaturas era una especie enteramente nueva para el trasgo y no mostraba otro interés mientras examinaba cada uno de los movimientos de los gorriones que el que hubiéramos mostrado nosotros si nos topáramos con un ave enteramente desconocida. Cuando los gorriones se hubieron ido, el pato graznó otra vez, tan deliberadamente que transcurrieron otros diez minutos mientras Lurulu trataba de descifrar lo que pretendía, decir y, aunque desistió de hacerlo porque otras cosas atrajeron su atención, tuvo la seguridad de que era algo importante. Luego los grajos pasaron otra vez, pero sus voces sonaban frívolas y Lurulu no les concedió demasiada atención. A las palomas sobre el tejado, que no querían volver a casa, las escuchó mucho tiempo sin tratar de interpretar lo que decían pero satisfecho con la argumentación tal como las palomas la planteaban; sentía que contaban la historia de la vida y que todo estaba bien. Y sintió mientras escuchaba la conversación en voz baja de las palomas, que la Tierra debía de venir andando desde mucho tiempo atrás.
Más allá de los tejados se elevaban los árboles, despojados de hojas, salvo los siempre verdes robles y algunos laureles, pinos y tejos, y las hiedras que trepaban por los troncos, pero los capullos de la haya estaban prontos a reventar; y el sol resplandecía y fulguraba sobre los capullos y las hojas y la hiedra y el laurel brillaban. Sopló una brisa que arrastró el humo de alguna chimenea cercana. A lo lejos Lurulu vio un enorme muro de piedra que circundaba un jardín dormido al sol; y clara a la luz del sol, vio a una mariposa pasar volando y girar cuando llegó al jardín. Y luego vio pasar lentamente a dos pavos reales. Vio la sombra de los tejados que oscurecían la parte inferior de los árboles resplandecientes. Oyó a un gallo que cantaba en algún sitio y un perro volvió a dar voces. Y luego una súbita llovizna cayó sobre los tejados y en seguida las palomas quisieron volver a su casa. Se posaron nuevamente fuera de sus ventanitas y todas miraban de soslayo al trasgo; esta vez Lurulu se mantuvo muy quieto; y al cabo de un tiempo, aunque veían perfectamente que no era uno de su especie, decidieron que no pertenecía a la tribu de los gatos y volvieron por fin a la calle de sus minúsculas casillas y allí continuaron su curioso cuento sempiterno y Lurulu deseó retribuirles con curiosos cuentos de los trasgos, las atesoradas leyendas del País de los Elfos, pero comprobó que no le era posible hacerles entender la lengua de los trasgos. De modo que se quedó allí sentado escuchándolas hablar, hasta que le pareció que estaban tratando de arrullar la inquietud de la Tierra y pensó que quizá, mediante una somnolienta cantilena, estuvieran pronunciando un hechizo contra el tiempo para que no pudiera venir a dañar sus nidos; porque el poder del tiempo no le era claro todavía y no sabía que nada en nuestros campos tiene poder para oponérsele. Los nidos mismos de las palomas estaban construidos sobre las ruinas de otros viejos, sobre una sólida capa de cosas desmoronadas que el tiempo había hecho en aquel palomar, como afuera los estratos están hechos de las ruinas de las colinas. Una ruina tan vasta e incesante no le era clara todavía al trasgo, porque su aguda comprensión sólo tenía por objeto guiarlo a través del arrullo y la calma del País de los Elfos, y se ocupaba ahora de una consideración menor.
Al ver que las palomas ahora parecían mostrarse amistosas, volvió de un salto al henil y regresó con un montón de heno que puso en un rincón para hacerse allí un sitio cómodo. Cuando las palomas vieron todos estos movimientos, volvieron a mirarlo de soslayo agitando sus cuellos con sospecha pero terminaron por aceptar al trasgo como huésped; y él se acurrucó sobre el heno y escuchó la historia de la Tierra, pues eso es lo que creía ser el cuento de las palomas aunque no conocía su lengua.
Pero el día avanzó y al trasgo le dio hambre, mucho más de prisa que nunca le diera en el País de los Elfos, donde aun cuando la sintiera no teñía más que estirar la mano y coger las bayas que colgaban muy bajo desde los árboles que crecían en el bosque que bordeaba los pequeños valles de los trasgos. Bajó de un salto del palomar y se fue corriendo en busca de bayas, pero no las había por parte alguna porque sólo hay una temporada para las bayas, como bien lo sabemos nosotros; ésa es una de las jugarretas del tiempo. Pero que todas las bayas de la Tierra desaparecieran a la vez por un período era demasiado asombroso como para que el trasgo lo pudiera comprender. Se encontraba entre granjas y no tardó en ver a una rata que avanzaba precavida por un cobertizo oscuro. No sabía nada de la lengua de las ratas; pero es curioso que cuando dos individuos están en busca de lo mismo, cada cual sabe de algún modo en pos de qué está el otro, en seguida, tan pronto como lo ve. Todos somos parcialmente ciegos para las ocupaciones de los demás, pero cuando vemos a alguien empeñado en nuestro propio afán, de algún modo parecemos saberlo sin que nada tenga que ser explicado. Y en el momento en que Lurulu vio a la rata en el cobertizo, pareció saber que estaba en busca de alimento. De modo que siguió a la rata sin hacer ruido. Y no tardó la rata en llegar a un saco de avena; abrirlo no le exigió más tiempo que el que exige abrir una vaina de guisantes y pronto ya estaba hartándose de ella.
—¿Saben bien? —preguntó el trasgo en la lengua de los trasgos.
La rata lo miró con desconfianza observando su semejanza con el hombre y, por otra parte, que en nada se parecía a un perro, Pero en conjunto la rata no se sintió satisfecha y después de un buen examen, se dio la vuelta en silencio y abandonó el cobertizo. Entonces Lurulu comió la avena y comprobó que sabía bien.
Cuando hubo comido bastante avena, el trasgo volvió al palomar y se quedó allí sentado un buen rato a una de las ventanitas mirando por sobre los tejados las extrañas y novedosas modalidades del tiempo. Y la sombra sobre los árboles creció y desapareció el resplandor de los laureles y de las hojas inferiores. Y luego la luz de las hiedras y de las encinas se convirtió de plata en oro pálido. Y la sombra creció más todavía. Todo el mundo lleno de cambio.
Y un viejo con una larga barba delgada y entrecana se acercó lentamente a las perreras, abrió la puerta y entró a dar de comer a los perros la carne que trajo de un cobertizo. Toda la tarde resonó con el clamor de los perros. Y en seguida volvió a salir el viejo y su lenta partida le pareció, al trasgo que lo observaba, aun otro aspecto de la inquietud de la Tierra.
Y entonces llegó lentamente un hombre conduciendo un caballo al establo que estaba bajo el palomar; y volvió a salir y dejó al caballo comiendo. Sólo el extremo de los árboles y un alto campanario estaban iluminados todavía. Los capullos rojizos de las altas hayas fulguraban ahora como opacos rubíes. Y una gran serenidad se extendió por el cielo azul pálido y las pequeñas nubes que flotaban ociosas en él se tiñeron de un flameante anaranjado; los grajos volvían a sus nidos en algún árbol de los bajos. Era una pacífica escena. Y, sin embargo, al trasgo que observaba el mohoso palomar entre generaciones de plumas, el ruido de los grajos que cruzaban tumultuosos el cielo, el monótono sonido que hacía el caballo al comer, el de pasos tranquilos que volvían de vez en cuando a casa y el lento cerrarse de los portones, le parecían ser una prueba de que nunca nada descansaba en todos los campos que conocemos; y la dormida aldea ociosa que soñaba en el valle de Erl y que no sabía más de otras tierras que su gente sabía de su historia, le parecía a ese trasgo simple un vórtice de inquietud.
Y ahora el sol se había retirado de los lugares más altos y una luna de pocos días brillaba sobre el palomar fuera de la vista de la ventana por donde Lurulu miraba, pero inundando el aire con un nuevo tinte extraño. Y todos estos cambios lo desconcertaban, de modo que por un momento pensó en volver al País de los Elfos, pero lo asaltó de nuevo el capricho de asombrar a los demás trasgos; y mientras experimentaba todavía este capricho, se deslizó desde lo alto del palomar y fue al encuentro de Orión.