ORIÓN DESIGNA A UN PERRERO
Y muchas veces volvió Orión con sus perros, mientras avanzaba el invierno, a esa maravillosa linde y esperaba allí mientras el crepúsculo terreno se desvanecía; y a veces veía llegar a los unicornios precavidos, silenciosos, cuando nuestros campos estaban acallados: grandes, hermosas formas blancas. Pero ya no llevó cuernos al castillo de Erl, ni volvió a cazar a esas criaturas en los campos que conocemos, porque sólo penetraban en ellos unos pocos pasos y no le fue ya posible a Orión interponerse en su camino. Una vez que lo intentó, estuvo a punto de perder a todos sus perros; algunos estaban ya dentro de la linde cuando él los obligó a volver con el látigo; sólo con que hubieran avanzado dos yardas más, el sonido de su cuerno terreno no les habría llegado. Esto fue lo que le enseñó que, a pesar de todo el poder que tenía sobre sus perros, y aun cuando hubiera algo de magia en ese poder, no le era posible a hombre alguno cazar con una jauría sin recibir ayuda, tan cerca de ese borde que ningún perro podía atravesar sin perderse para siempre.
Después de eso Orión observó a los muchachos que jugaban por la tarde en Erl, hasta que señaló a tres que por su velocidad y por su fuerza parecían destacarse de los demás; y a dos de éstos escogió como perreros. Fue a la cabaña de uno de ellos una vez terminados los juegos, a la hora de encenderse las luces; era ése un muchacho alto de miembros en extremo veloces; allí se encontraban el muchacho y su madre a la mesa y ambos se pusieron de pie cuando el padre abrió la puerta y Orión entró. Y Orión le preguntó animoso al muchacho si querría ir con los perros provisto de un látigo para impedir que ninguno se extraviara. Y se hizo silencio. Todos sabían que Orión cazaba bestias extrañas y llevaba a sus perros a lugares extraños. Nadie había ido allí nunca más allá de los campos que conocemos. El muchacho tenía miedo de dejarlos atrás. Sus padres no tenían el menor deseo de dejarlo partir. Por fin excusas, palabras y argumentos interrumpidos quebraron el silencio, y Orión supo que el muchacho no iría con él.
Se dirigió a la casa del otro. También allí estaban las candelas encendidas y una mesa tendida. Dos ancianas y el muchacho estaban cenando. Y a ellos les dijo Orión que necesitaba un perrero y le pidió al muchacho que lo acompañara. El miedo en esa casa fue aún mayor. Las dos mujeres gritaron a la vez que el muchacho era demasiado joven, que va no podía correr tan bien como solía hacerlo antes, que no era digno de semejante honor, que los perros jamás confiarían en él. Y mucho más dijeron, hasta que se volvieron incoherentes. Orión las dejó y fue a la casa del tercero. Todo fue igual allí. Los hombres habían deseado la magia para Erl, pero el contacto concreto con ella o aun sólo pensarla perturbaba a la gente en sus cabañas. Nadie permitía que sus hijos fueran no se sabía a dónde, para tener trato con cosas que el rumor, como una gran sombra siniestra, había magnificado en la aldea de Erl. De modo que Orión fue solo con sus perros cuando salió del valle y los llevó hacia el este por nuestros campos a donde la gente de la Tierra se resiste a ir.
Estaba avanzado el mes de marzo y Orión dormía en su torre cuando desde abajo le llegó, agudo y claro, temprano por la mañana, el grito de sus pavos reales. El balido de las ovejas llegó a despertarlo desde los bajos, y los gallos cantaban clamorosos, porque la primavera cantaba en el aire soleado. Se levantó y fue al encuentro de sus perros; y los campesinos madrugadores no tardaron en verlo ascender por la empinada cuesta del valle con sus perros detrás, manchas pardas sobre el verde. Y así pasó por los campos que conocemos. Y así llegó antes de ponerse el sol a esa franja de tierra de la que todos los hombres se apartaban, donde hacia el oeste se levantan las casas de los hombres en terrenos de rica arcilla parda y hacia el este brillan las Montañas Feéricas sobre la linde de crepúsculo.
Fue, en compañía de sus perros a lo largo del último seto, Y no bien llegó allí vio a un zorro salir furtivo del crepúsculo que separa la Tierra del País de los Elfos y correr unas pocas yardas a lo largo del borde de nuestros campos para volver luego a penetrar la linde. Y de esto Orión no pensó nada, porque es propio de los zorros frecuentar el filo del País de los Elfos y volver otra vez a nuestros campos: es por ello que nos trae algo de lo que ninguna de nuestras ciudades adivina. Pero el zorro no tardó en reaparecer desde el crepúsculo, corrió un cierto trecho y volvió una vez más a la barrera luminosa. Entonces Orión observó lo que hacía el zorro. Y una vez más apareció en los campos que conocemos y volvió a esconderse en el crepúsculo. Y también los perros observaron y no mostraron la menor ansiedad por perseguirlo porque habían probado sangre fabulosa.
Orión avanzó a lo largo del crepúsculo en la dirección en que iba el zorro, experimentando cada vez más curiosidad así que el animal entraba en nuestros campos para volver a salir de ellos. Los perros lo seguían lentamente y no tardaron en perder interés en lo que el zorro hacía. Y de pronto aquella rareza quedó explicada, porque de repente Lurulu atravesó de un salto el crepúsculo y el trasgo apareció en nuestros campos con él era con el que el zorro jugaba.
—Un hombre —dijo Lurulu en alta voz a sí mismo o a su camarada el zorro hablando en la lengua de los trasgos. Y Orión recordó de golpe al trasgo que había entrado en su cuarto cuando niño con su pequeño hechizo contra el tiempo y que había saltado de estantería en estantería y a través del Cielo raso enfureciendo a Ziroonderel, que temía por sus vasijas y platos de barro.
—¡El trasgo! —exclamó también en la lengua de los trasgos; porque su madre se la había inusitado al oído niño al contarle cuentos de trasgos y de sus antiquísimas canciones.
—¿Quién es éste que conoce la lengua de los trasgos? —preguntó Lurulu.
Y Orión le dijo su nombre que nada significaba para Lurulu. Pero se puso en cuclillas y revolvió desordenadamente un instante lo que corresponde en los trasgos a nuestra memoria; y durante el registro de múltiples recuerdos triviales que habían burlado la acción destructora del tiempo en los campos que conocemos y la distraída apatía de las inalterables edades en el País de los Elfos, se topó de pronto con el recuerdo de Erl; y volvió a mirar a Orión y empezó a reflexionar. Y en ese mismo momento Orión le dijo al trasgo el augusto nombre de su madre. Y de inmediato Lurulu hizo lo que se conoce entre los trasgos del País de los Elfos como la reverencia de los cinco puntos; es decir, se inclinó hasta el suelo apoyándose sobre ambas rodillas, las dos manos y la frente. Luego volvió a erguirse dando un salto en el aire; porque la veneración no le duraba mucho en el espíritu.
—¿Qué haces en campos de los hombres? —preguntó Orión.
—Juego —dijo Lurulu.
—¿Qué haces en el País de los Elfos? —preguntó Orión.
—Observo el tiempo —dijo Lurulu.
—Eso no parece muy divertido —dijo Orión.
—Nunca lo has hecho —dijo Lurulu—. No es posible observar el tiempo en los campos de los hombres.
—¿Por qué no? —preguntó Orión.
—Va demasiado de prisa.
Orión pensó un rato en esto pero no llegó a nada en claro; pues al no haber abandonado nunca los campos que conocemos, sólo conocía un ritmo del tiempo y carecía de término de comparación.
—¿Cuántos años han transcurrido para ti —le preguntó el trasgo— desde que hablamos en Erl?
—¿Años? —inquirió Orión a su vez.
—¿Cien? —adivinó el trasgo.
—Casi doce —contestó Orión— ¿Y para ti?
—Es todavía hoy-dijo el trasgo.
Y Orión no quiso ya seguir hablando del tiempo, porque no le gustaba discutir un tema sobre el que parecía saber menos que un común trasgo.
—¿Quieres llevar un látigo —preguntó— y correr con mis perros cuando cazamos el unicornio en los campos que conocemos?
Lurulu examinó atentamente a los perros observando sus ojos castaños; los perros dirigieron sus hocicos dudosos hacia el trasgo y lo olfatearon inquisitivos.
—Son perros —dijo el trasgo, como si eso fuera algo que hubiera que reprocharles—. Sin embargo, tienen pensamientos placenteros.
—Pues entonces serás portador del látigo —dijo Orión.
—Mm, sí. Sí —dijo el trasgo.
De modo que Orión le dio su propio látigo en ese mismo momento y luego sopló su cuerno, se alejó del crepúsculo y le dijo a Lurulu que mantuviera unidos a los perros a sus espaldas. Y los perros se manifestaron intranquilos en presencia del trasgo y olfatearon una y otra vez, pero no pudieron decidir su humanidad y no les agradaba obedecer a un ser de su mismo tamaño. Se le acercaron corriendo de curiosidad, se apartaron de él con disgusto y se dispersaron desobedientes. Pero no era tan fácil eludir los ilimitados recursos de ese avispado trasgo: de pronto se irguió el látigo, que parecía tres veces mayor en su manecilla minúscula, y restalló en la punta del hocico de uno de los perros. El perro aulló y luego pareció asombrado; el resto se mostraba inquieto todavía; debieron de haber pensado que había sido un accidente. Pero una vez más restalló el látigo sobre el extremo de un hocico; y, los perros vieron entonces que no era el azar lo que guiaba punzantes latigazos, sino unos ojos mortalmente certeros. Y desde ese momento en adelante veneraron a Lurulu aunque no oliera a humano.
De modo que así volvieron Orión y su jauría tarde por la tarde, y nunca perro pastor alguno mantuvo en tierra frecuentada de lobos a su majada más segura y unida que Lurulu mantenía a la jauría: estaba a cualquiera de sus flancos o por detrás, según fuera donde hubiera señales de dispersión, y era capaz de saltar por encima de la entera jauría de un lado al otro. Y las azules Montañas Feéricas se perdieron de vista antes de que Orión se hubiera alejado cien pasos de la linde, porque los picos sin sombra quedaron ocultos por la oscuridad terrena que iba inundando los campos que conocemos.
A casa volvían y pronto apareció sobre ellos la errante multitud de estrellas que se ven desde nuestra Tierra. Lurulu de vez en cuándo alzaba la mirada para admirarlas como todos lo hemos hecho alguna vez en algún momento; pero casi sin pausa mantenía fija su atención sobre los perros, porque se encontraba ahora en campos terrenos y se concentraba en las cosas de la Tierra. Y ni una vez se demoró uno de los perros sin que el látigo de Lurulu lo tocara con su minúscula explosión, quizás en el extremo de la cola, esparciendo un fino polvo formado de fragmentos de pelo y de cuerda del látigo; y el perro aullaba y corría a unirse con los demás, y toda la jauría conocía así que uno más de esos latigazos certeros había encontrado su destino.
Una cierta gracia en el manejo del látigo, una cierta seguridad en el blanco advienen cuando una vida se ha consagrado a portar un látigo entre perros; advienen poco más o menos, en unos veinte años. Y a veces se sucede en familias; y eso es mejor que años de práctica. Pero ni años de práctica, ni el hábito del látigo en la sangre pueden dar la certeza en la puntería que puede dar una cosa; y esa cosa es la magia. El vuelo del latigazo, tan inmediato como el súbito giro de una mirada, su estallido en un sitio escogido tan directo como la vista no eran de esta Tierra. Y aunque los restallidos de ese látigo podrían haberle parecido a un hombre de paso sólo la acción de un cazador terreno, no había perro que no supiera que algo más había en esto, algo de más allá de nuestros campos.
Ya el alba clareaba el cielo cuando Orión volvió a ver la aldea de Erl, que hacía ascender pilares de humo desde fuegos tempranos y descendió con sus perros y su nuevo perrero por la ladera del valle. Ventanas madrugadoras le guiñaban mientras avanzaba por la calle y llegó, en el silencio y en el frío a las perreras vacías. Y cuando los perros yacían acurrucados sobre la paja, encontró un sitio para Lurulu, un henil medio desmoronado en el que había sacos y unos pocos montones de heno; de un palomar que se encontraba cerca, habían venido algunas palomas que moraban entre las vigas. Allí dejó Orión a Lurulu y se fue a su torre, helado por falta de sueño y alimento; y cansado como no lo habría estado si hubiera encontrado un unicornio, pero el ruido producido por la charla del trasgo cuando lo encontró en la frontera, había hecho inútil aguardar a esas cautelosas bestias esa noche. Orión durmió. Pero el trasgo en el maltrecho henil se estuvo mucho tiempo sentado en su montón de heno observando las modalidades del tiempo. Vio a través de rendijas abiertas en las viejas persianas trasladarse las estrellas; las vio empalidecer; vio esparcirse la otra luz; vio la maravilla del alba; sintió la penumbra del henil llenarse del arrullo de las palomas; observó sus hábitos inquietos, oyó pájaros silvestres agitarse en los olmos cercanos y los hombres afuera en la mañana, y los caballos, los carros y las vacas; vio cambiar todo a medida que avanzaba la mañana. ¿Una tierra de cambio! El deterioro de las tablas del henil, el musgo afuera en la argamasa y los viejos maderos que se desmoronaban, todo parecía contar la misma historia. Todo cambio y ninguna permanencia. Pensó en la antiquísima calma que constituía la belleza, del País de los Elfos. Y luego, en la tribu de los trasgos que había dejado atrás, preguntándose qué opinarían sobre las modalidades de la Tierra.
Y las frenéticas carcajadas de Lurulu de pronto aterrorizaron a las palomas.