Capítulo XXI

AL FILO DE LA TIERRA

Y ese día Orión dio descanso a sus perros. Pero al día siguiente se levantó temprano, se dirigió a las perreras, soltó a los regocijados perros en la mañana brillante y los condujo fuera del valle hacia los bajos una vez más junto a la linde del crepúsculo. Y ya no llevaba consigo el arco, sino sólo la espada y el látigo; porque había llegado a amar el regocijo de sus quince perros al cazar al monstruo unicorne y sentía que compartía el regocijo de cada uno de ellos, mientras que matar con una flecha no sería sino un regocijo singular.

Todo el día anduvo por los campos saludando aquí y allí a algún granjero o labrador del campo y recibiendo a su vez saludos y deseos de una buena caza. Pero cuando caía la tarde y se acercaba a la linde, cada vez menos gente lo saludaba al pasar, porque era evidente que se dirigía a donde nadie más lo hacía, al lugar del que se apartaban aun los pensamientos. De modo que avanzaba solitario, aunque anidando por ansiosos pensamientos y feliz de la camaradería de los perros; y tanto sus pensamientos como sus perros se volcaban a la caza.

Y así llegó nuevamente a la linde de crepúsculo donde los setos avanzaban hacia ella desde los campos de los hombres, se volvían extraños y confusos en un fulgor que no pertenece a nuestra tierra y desaparecían en el crepúsculo. Se quedó con sus perros junto a uno de estos setos en el sitio en que se perdía en el crepúsculo. La luz era allí, si a algo se asemejaba de esta tierra, como la neblinosa penumbra que acompaña a un seto, vista a través del campo, donde lo toca el arco iris: en el cielo el arco iris es claro, pero a través del ancho campo su extremo apenas se divisa, aunque una celestial extrañeza ha tocado el seto y lo ha mudado. A una luz semejante se veían los últimos espinos que crecían en los campos de los hombres. Y algo más allá, como un ópalo líquido, de luces errantes, se extendía la linde a través de la cual ningún hombre puede ver y de la que ningún sonido llega salvo el sonido de los cuernos feéricos para muy pocos oídos. Los cuernos soplaban ahora horadando la barrera de luz penumbrosa y el silencio con la mágica resonancia de su nota argentina, que parecía atravesar todos los obstáculos opuestos por las cosas hasta llegar al oído de Orión, como la luz del sol atraviesa el éter para iluminar los valles de la luna.

Los cuernos callaron y ni el menor susurro llegaba del País de los Elfos; y todos los sonidos fueron entonces los del atardecer terreno. Aun éstos se volvieron escasos y, sin embargo, ningún unicornio apareció.

Un perro ladró a lo lejos; un carro, el único sonido sobre un camino vacío, volvía a casa fatigado; alguien habló en un sendero y luego dejó el silencio inquebrantado, porque las palabras parecían ofender la quietud esparcida por todos nuestros campos. Y en esa quietud Orión miraba la linde a la espera de que algún unicornio avanzara a través del crepúsculo. Pero no había sido atinado volver al mismo sitio donde sólo dos días antes había hallado a los cinco unicornios. Porque de todas las criaturas, los unicornios son los más cautelosos y guardan su belleza de los ojos de los hombre con incesante vigilancia; están todo el día más allá de los campos que conocemos y sólo rara vez penetran en ellos al caer la noche cuando todo está acallado, con extremada precaución y apenas aventurándose más allá de sus bordes. Encontrar animales tales dos veces en el mismo sitio sólo a los dos días con perros, después de perseguir y matar a uno de ellos era más improbable de lo que Orión pensaba. Pero el triunfo de su cacería le colmaba el corazón y la escena donde había ocurrido lo atraía a ella como suelen hacerlo escenas tales. Y ahora miraba la linde a la espera de que una de esas grandes criaturas la atravesara orgullosa: una gran forma tangible surgida de la penumbrosa opalescencia. Pero no llegó unicornio alguno.

Y estándose allí durante tanto tiempo, esos curiosos límites empezaron a seducirlo hasta que sus pensamientos acompañaron las luces errantes y deseó los picos del País de los Elfos. Y bien conocían esa seducción los que moraban en esas granjas junto al borde de los campos que conocemos, y con tino mantenían la mirada apartada de la colorida maravilla que estaba tan cerca de las espaldas de sus casas. Porque había una belleza en ella como la que no hay en todos nuestros campos; y se les dice a esos granjeros en su juventud que si contemplan esas luces errantes, ya no habrá alegría para ellos en los buenos campos, en los magníficos surcos pardos, en las olas de trigo o en ninguna de las cosas nuestras; porque sus corazones partirán al encuentro de cosas feéricas anhelando siempre montañas desconocidas y un pueblo al que jamás el Libertador dará su bendición.

Y estándose, mientras nuestra terrena tarde se desvanecía, al filo mismo de ese mágico crepúsculo, las cosas de la Tierra desaparecieron precipitadas de su memoria y de pronto sólo las cosas feéricas le importaban. De todos los que recorren los caminos de los hombres, sólo recordaba a su madre y repentinamente supo, como si el crepúsculo se lo hubiera dicho, que ella era encantada y que el suyo era un linaje mágico. Y nadie se lo había dicho, pero ahora él lo sabía.

Durante años había errado en la tarde preguntándose dónde habría ido su madre; se lo había preguntado en silenciosa soledad; nadie sabía lo que el niño se preguntaba: y ahora una respuesta parecía flotar en el aire; parecía como si ella estuviera sólo, a unos pasos más allá del crepúsculo encantado que dividía esas granjas del País de los Elfos. Avanzó tres pasos y llegó a la linde misma; su pie estaba en el extremo de los campos que conocemos; la linde le bañaba la cara como una niebla en la que todos los colores de las perlas danzaran gravemente. Un perro se agitó cuando él se movió, la jauría giró a una sus cabezas y lo miraron; él se detuvo y los perros se aquietaron otra vez. Trató de ver a través de la linde, pero sólo vio luces errantes hechas de la acumulación de crepúsculos de millares de días acabados, preserva por arte de magia para construir la barrera. Entonces llamó a su madre a través de ese imponente abismo, esos pocos pasos de etéreo crepúsculo sobre los campos, que tenía a un lado la Tierra y la morada de los hombres y el tiempo que medimos en minutos, horas y años, y al otro el País de los Elfos y otra manera de tiempo. La llamó dos veces y escuchó y volvió a llamar; y ni un grito ni un susurro llegó del País de los Elfos. Sintió entonces la magnitud del abismo que lo separaba de ella, y supo que era vasto, oscuro y poderoso, como los abismos que separan nuestro tiempo, de un día ya transcurrido; o los que separan la vida cotidiana, de las cosas de los sueños a los que, aran la tierra, de los héroes de los cantos; o a los que viven, de aquéllos a los que los vivos lloran. Y la barrera titilaba y chisporroteaba como si cosa tan etérea no dividiera los años perdidos de esa hora volátil llamada Ahora.

Se estuvo allí con los gritos de la Tierra atenuados por la tarde avanzada a sus espaldas y el dulce resplandor del suave crepúsculo terreno; y ante él, junto a su cara, el completo silencio del País de los Elfos y la barrera que levantaba ese silencio, resplandeciente con su belleza extraña. Y entonces ya no pensó en las cosas terrenales, sino sólo contempló ese muro de crepúsculo, como los profetas que alternan con conocimientos prohibidos miran cristales nublados. Y a todo lo que era feérico en la sangre de Orión, a todo lo que de mágico tenía por el linaje de su madre, las lucecitas de la frontera hecha de crepúsculos seducían, tentaban y llamaban. Pensó en su madre que habitaba en solitaria paz más allá del furor del Tiempo, pensó en las glorias del País de los Elfos, oscuramente conocidas por mágicos recuerdos que le venían de su madre. A los pequeños clamores del atardecer terreno a sus espaldas, ya no los escuchaba ni los oía. Y con todos estos pequeños clamores, se le perdían también los usos y las necesidades de los hombres, las cosas que planifican, las cosas por las que se afanan y esperan y todas las pequeñas cosas que su paciencia logra. A la luz del nuevo conocimiento que le advino junto a la fulgurante frontera que era de mágico linaje su sangre, tuvo el inmediato deseo de despojarse de todo compromiso con el Tiempo y abandonar las tierras de su dominio, siempre arrasadas por su tiranía, dejarlas con no más de cinco cortos pasos, y entrar en la tierra atemporal donde se encontraba su madre con su padre mientras éste reinaba en su trono de niebla en el salón de sorprendente belleza, sólo adivinada por el canto. Ya no era Erl su patria ya no eran los usos de los hombres sus usos: ¡Ya no más esos campos bajo sus pies! Los picos de las Montañas Feéricas eran para él ahora lo que los aleros de paja para los que labran la tierra al caer la tarde; lo fabuloso, lo extraterreno era la patria de Orión. De este modo la linde de crepúsculo, contemplada en exceso, lo había encantado; tanta más magia tenía que todo atardecer terreno.

Y hay quienes podrían haberla contemplado mucho tiempo y, sin embargo, apartarse; pero esto a Orión no le era fácil; porque aunque la magia tiene poder para encantar las cosas terrenas, éstas responden al encantamiento con lentitud y pesadez, mientras que todo lo que había de mágico en la sangre de Orión, pronto como el rayo respondía a la magia que resplandecía en los bastiones del País de los Elfos. Estaban hechos de las más extrañas luces que yerran por el aire, los más espléndidos resplandores del sol que asombran a nuestros campos a través de la tormenta, las nieblas que se levantan de las pequeñas corrientes, el fulgor de las flores a la luz de la luna, los extremos de nuestro arco iris con toda su magia y su belleza y los fragmentos de atardeceres atesorados, en la mente de los ancianos. Hacia este encantamiento avanzó para terminar con las cosas mundanas, pero cuando su pie tocó el crepúsculo un perro que había estado al lado de él junto al seto, impedido de lanzarse a la caza durante tanto tiempo, estiró su cuerpo tanto y emitió uno de esos bajos aullidos de impaciencia que más que a ninguna de todas las cosas mundanas se asemejan a un bostezo. Y un viejo hábito hizo que Orión volviera la cabeza al oír ese sonido, vio al perro, se le acercó, lo acarició y se habría despedido de él, pero todos los perros lo rodearon entonces oliéndole las manos y mirándole la cara. Y allí, entre sus perros ansiosos Orión que un instante antes tenía sueños fabulosos con pensamientos que flotaban sobre las tierras mágicas y escalaban los picos encantados de las Montañas Feéricas, sintió de pronto el llamado de su linaje terreno. No era que prefiriera cazar a estar con su madre más allá del desgaste del tiempo, en las tierras del Rey de los Elfos, su padre, más bellas que nada que hayan cantado los cantos; no era que amara tanto a sus perros que no pudiera dejarlos; pero sus ancestros se habían dedicado a la caza un siglo tras otro, como el linaje de su madre se había centrado desde siempre en la magia; y la llamada de la magia era intensa mientras miraba cosas mágicas, pero su viejo linaje terreno era igualmente intenso y lo llamaba a la caza. La hermosa linde de crepúsculo había dirigido sus deseos hacia el País de los Elfos; al instante siguiente sus perros hicieron que se volviera hacia otra dirección: a todos nosotros nos es difícil evitar el puño que nos aferra a las cosas terrenas.

Durante unos instantes Orión se quedó pensando entre sus perros, tratando de decidir a qué lado volverse, sopesando las pacíficas edades ociosas de los prados imperturbados y las glorias impasibles del País de los Elfos, y el sólido y bondadoso arado, las hierbas de pastoreo y los pequeños setos de la Tierra. Pero los perros estaban a su alrededor olfateando, llorando, mirándolo a los ojos, diciéndole: «¡Vamos, vamos!». Era imposible pensar en medio de todo ese tumulto; no podía decidir y los perros se salieron con la suya; y se fueron, juntos, por los campos que conocemos.