UN HECHO HISTÓRICO
Entre los perros fatigados, renovados de furia y de triunfo, avanzó Orión con su látigo y los alejó del monstruoso cuerpo muerto, y manejó el látigo trazando un amplio círculo mientras con la otra mano sostenía la espada y cortó la cabeza del unicornio. También cogió la piel del largo cuello blanco y la arrancó dejándola colgar vacía de la cabeza. Durante todo el tiempo los perros aullaban y se precipitaban ansiosos uno por uno sobre el mágico cadáver cada vez que veían la oportunidad de eludir el látigo; de modo que transcurrió mucho tiempo antes de que Orión cobrara su trofeo, porque tan duro tenía que trabajar con el látigo como con la espada. Pero por último lo tuvo colgado por una correa de cuero desde sus hombros; el gran cuerno apuntaba hacia arriba por sobre la derecha de su cabeza y la piel ensangrentada le colgaba a lo largo de la espalda. Y mientras así lo disponía, permitió que los perros atormentaran de nuevo el cuerpo y probaran la sangre maravillosa. Los llamó luego e hizo sonar una nota en su cuerno; y después se volvió lentamente hacia su casa en Erl, y todos lo siguieron. Y los dos zorros se acercaron furtivos para gustar la curiosa sangre, porque esto es lo que habían estado esperando.
Mientras el unicornio ascendía su última colina, Orión experimentaba tal fatiga, que poco más podría haber avanzado, pero ahora que la pesada cabeza le colgaba de los hombros, toda fatiga había desaparecido y caminaba con tanta ligereza como por las mañanas, pues era ése su primer unicornio. Y sus perros parecían renovados como si la sangre que habían saboreado tuviera algún extraño poder, y volvieron a casa alborotados haciendo cabriolas y precipitándose como si estuvieran recién liberados de sus perreras.
Así volvió Orión por los bajos en la noche, hasta que vio el valle por delante cubierto por el humo de Erl, donde una luz demorada brillaba en una ventana de una de sus torres.
Y descendiendo las pendientes por caminos familiares, llevó a los perros a sus perreras; y antes de que el alba tocara lo alto de los bajos, sopló el cuerno ante la puerta trasera. Y cuando el guardián de la puerta le abrió, vio el gran cuerno del unicornio que se bamboleaba por sobre la cabeza de Orión.
Este fue el cuerno que en años posteriores le fue enviado como regalo al Rey Francisco por el Papa. Benvenuto Cellini nos habla de él en sus memorias. Nos dice que el Papa Clemente lo mandó a buscar a él y a un cierto Tobbia y les ordenó que prepararan diseños para la engarzadura de un cuerno de unicornio, el mejor nunca visto. Juzgad entonces cuál no sería el deleite de Orión cuando el cuerno del primer unicornio que cobrara era tal como para que generaciones venideras lo estimaran el mejor nunca visto, y nada menos que en Roma, ciudad que tantas oportunidades tenía de adquirir y comparar cosas semejantes. Porque muchos de estos curiosos cuernos debió haber tenido el Papa a su disposición como para escoger para el regalo el mejor nunca visto; pero en los años más sencillos en que transcurre mi historia, la rareza del cuerno era tan grande, que los unicornios se consideraban todavía fabulosos. El año del regalo al Rey Francisco debió de ser aproximadamente 1530 y el cuerno se montó en oro; y el trabajo se le encomendó a Tobbia, no a Benvenuto Cellini. Hago mención de la fecha porque hay quienes no se interesan por el cuento que de vez en cuando no recibe la confirmación de la historia, y que aun en la historia se cuidan más de los hechos que de la filosofía. Si un lector semejante ha seguido la suerte de Orión hasta estas alturas, debe estar ya hambriento de una fecha o un hecho histórico. Como fecha, le ofrezco, 1530. Como hecho histórico elijo el generoso regalo mencionado por Benvenuto Cellini, pues bien puede que al llegar semejante lector a la mención de los unicornios, se haya sentido más alejado que nunca de la historia y haya experimentado extrema soledad por falta de hechos concretos. Cómo el cuerno del unicornio salió del Castillo de Erl, erró por diversas manos y llegó por último a la ciudad de Roma sería, por supuesto, materia de otro libro.
Pero todo lo que me hace falta ahora decir acerca de ese cuerno es que Orión llevó toda la cabeza a Threl, quien, le quitó la piel, la lavó e hizo hervir la cabeza durante horas; volvió a ponerle la piel y rellenó el cuello de paja; y Orión la puso en el lugar preferencial en medio de todas las cabezas que colgaban en el vasto salón. Y el rumor recorrió todo Erl tan de prisa como galopan los unicornios y todos supieron del magnífico cuerno que había cobrado Orión. De modo que el parlamento de Erl volvió a reunirse en la herrería de Narl. Se sentaron, a la mesa para discutir el rumor; y otros además de Threl habían visto la cabeza. Y en un principio, para cumplir con viejas facciones, algunos sostuvieron la opinión de que no había habido unicornio. Bebieron el buen hidromiel de Narl y discutieron en contra del monstruo. Pero al cabo de un tiempo, fuera que el argumento de Threl los convenciera o que cedieran por generosidad, que crecía como una hermosa flor del dulce hidromiel, las argumentaciones de los que se oponían al unicornio se debilitaron y cuando la cuestión se sometió a votación, se declaró que Orión había matado a un unicornio venido de más allá de los campos que conocemos.
Y de esto todos se regocijaron; porque veían por fin la magia que tanto habían anhelado y que habían planificado tantos años atrás cuando todos eran más jóvenes y había más esperanzas en sus planes. Y no bien se hubo votado, Narl trajo más hidromiel y volvieron a beber para señalar la feliz ocasión: porque la magia, por fin, decían, le había sido concedida a Orión y sin duda un glorioso futuro aguardaba a Erl. Y la amplia estancia, las candelas, los hombres amistosos y el profundo bienestar del hidromiel les posibilitó mirar el tiempo por adelantado y ver un año que no había llegado todavía, y contemplar glorias venideras aún algo lejanas. Y hablaron otra vez de los días, algo más cercanos ahora, en que las tierras distantes tuvieran noticia del valle que amaban: volvieron a hablar de la fama de los campos de Erl llevada de ciudad en ciudad. Uno alababa su castillo; otro, sus bajos inmensos; un tercero, el valle mismo oculto de todas las tierras; un cuarto, las tan queridas casas extrañas construidas por un viejo pueblo; un quinto la profundidad del bosques extendido sobre la línea del horizonte: y todos hablaron del tiempo en que el vasto mundo tuviera noticia de tanta maravilla por causa de la magia de que estaba dotado Orión; porque sabía que el oído del mundo era rápido para la magia y se volvía siempre hacia lo maravilloso aun cuando estuviera medio dormido. Sus voces subían en alabanza de la magia, en la descripción del unicornio, en la glorificación del futuro de Erl, cuando de pronto en la entrada estaba el Libertador. Estaba allí con su larga túnica blanca ribeteada de malva, a la puerta con toda la noche por detrás. Cuando lo miraron a la luz de las candelas, vieron que llevaba un emblema colgado de una cadena de oro en torno al cuello. Narl le dio la bien venida, algunos acercaron una silla a la mesa; pero él los había oído hablar del unicornio. Elevó la voz desde donde se encontraba y los apostrofó:
—Malditos sean los unicornios —dijo— y todas sus modalidades y todas las cosas mágicas.
En el respetuoso temor que súbitamente alteró la dulce estancia, uno de los hombres exclamó:
—¡Señor, no nos maldigas!
—Buen Libertador —dijo Narl— nosotros no cazamos unicornio alguno.
Pero el Libertador levantó la mano contra los unicornios y volvió a maldecirlos.
—Maldito sea su cuerno —gritó— y el sitio en el que moran y los lirios de que se alimentan, y malditos todos los cantos que hablan de ellos. Malditos sean junto con toda criatura que está más allá de la salvación.
Hizo una pausa para darles lugar a que renunciaran a los unicornios, aún de pie a la puerta, mirando con severidad la estancia.
Y ellos pensaron en la suavidad de la piel del unicornio, en su velocidad, en la gracia de su cuello y en su vislumbrada belleza al pasar fugaz junto a Erl a la caída de la tarde. Pensaron en su poderoso cuerno terrible; recordaron viejas canciones que hablaban de él. Permanecieron sentados inquietos y no renunciaron al unicornio.
Y el Libertador conoció su pensamiento y volvió a levantar la mano, clara a la luz de las candelas con la noche por detrás.
—Maldita sea su velocidad —-dijo— y su blanca piel suave; maldita sea su belleza y todo lo que de mágico tiene y todo lo que anda junto a corrientes encantadas.
Y vio todavía en sus ojos un demorado amor por todas esas cosas que él prohibía y, por tanto, no puso fin a sus palabras. Levantó aún más la voz y continuó:
—Y malditos sean los trasgos, los elfos, los gnomos y las hadas que andan en la tierra, y los hipogrifos y pegasos en el aire y las tribus todas de los pueblos bajo el mar. Nuestros ritos sagrados los prohíben. Y malditas sean todas las dudas, todos los sueños singulares, todas las fantasías. Y de la magia se aparte toda la gente honesta. Amén.
Se volvió súbitamente y se perdió en la noche. Un viento se demoró en la puerta y la cerró luego de un golpe. Y la gran estancia de la herrería de Narl estaba como unos instantes antes, pero el dulce ánimo que la había embargado parecía opacado y deslucido. Y Narl habló poniéndose al extremo de la mesa y rompió la lobreguez del silencio:
—¿Planificamos nuestros planes —dijo— hace ya tanto tiempo atrás y pusimos nuestra fe en la magia para que ahora renunciemos a las criaturas mágicas y maldigamos a nuestros, vecinos, los inofensivos habitantes de más allá de los campos que conocemos y a las hermosas criaturas del aire y, las enamoradas de los marineros muertos que habitan bajo el mar?
—No, no —dijeron algunos. Y bebieron otra vez a tragantadas el hidromiel.
Y luego uno se puso en pie con el cuerno de hidromiel sostenido en lo alto, y luego otro y otro más, hasta que todos estuvieron erguidos en torno de las candelas.
—¡Magia! —gritó uno. Y el resto en un solo acorde unió al grito hasta que todos estaban gritando—: ¡Magia!
El Libertador, camino de su casa, oyó el grito de «Magia», se envolvió en la túnica sagrada más estrechamente, apretó fuerte sus objetos sagrados y pronunció un hechizo que lo apartara de los demonios repentinos y de todas las cosas dudosas de la niebla.