Capítulo XVIII

LA TIENDA GRIS A LA CAÍDA DE LA TARDE

El día que el unicornio perseguido cruzó el valle de Erl, hacía ya más de once años que Alveric andaba errante. Durante más de diez años, un grupo de seis, pasaba por las espaldas de las casas, por el borde de los campos que conocemos, y acampaban al caer la tarde con su extraña tela que colgaba gris de estacas. Y fuera que el raro encanto de su búsqueda se reflejara en las cosas que la rodeaban o no, lo cierto es que esos campamentos suyos eran siempre lo más raro del paisaje; y a medida que la tarde iba haciéndose más gris en su entorno el encanto y el misterio crecían.

Y a pesar de toda la vehemencia de la ambición de Alveric viajaban ociosa y lentamente: a veces en un sitio de acampamento agradable se demoraban tres días y seguían luego adelante con paso sereno. Andaban nueve o diez millas y volvían a acampar. Algún día, en lo más íntimo de sí Alveric lo sentía, verían la linde de crepúsculo, algún día entrarían en el País de los Elfos. Y en el País de los Elfos, lo sabía, el tiempo no era como aquí: encontraría a Lirazel en plena juventud, sin una sola sonrisa perdida por el avasallamiento de los años, sin un solo surco abierto por la ruina del tiempo. Esta era su esperanza; y esta esperanza suya conducía al extraño grupo de campamento en campamento, los alentaba en torno al fuego en noches solitarias y los guiaba lejos hacia el norte, viajando siempre por el borde de los campos que conocemos, donde todas las miradas se dirigen al punto opuesto y los seis errantes viajeros pasaban invisibles e inadvertidos. Sólo la mente de Vand demoraba la esperanza, y cada vez más, año tras año, su razón negaba el señuelo que atraía al resto. Y luego, un día, perdió la fe en el País de los Elfos. Después sólo siguió adelante hasta que un día el viento llegó cargado de lluvia, todo estaba frío y húmedo y los caballos cansados; entonces los dejó.

Y Rannok lo siguió porque no tenía esperanza en el corazón y deseaba apartarse del dolor; hasta que un día en que todos los mirlos cantaban en los árboles de los campos que, conocemos, lo invadió la desesperanza a pleno sol resplandeciente y pensó en las casas confortables y en las moradas de los hombres. Y también él una noche abandonó el campamento y partió en dirección de las tierras complacientes.

Y ahora los cuatro que quedaban estaban unidos por una sola idea, y bajo la áspera tela húmeda que colgaba de las estacas había un profundo contento en las noches. Porque Alveric se aferraba a su esperanza con toda la fuerza de su raza que había conquistado otrora a Erl en viejas batallas y la había conservado por siglos, y en las mentes baldías de Niv y Zend esta idea se había hecho fuerte y vasta, como una rara flor plantada por un jardinero al azar en un salvaje terreno sin cultivo. Y Thyl cantaba la esperanza; y todas sus frenéticas fantasías, que rondaban después del canto, llenaban cada vez de más embeleso la búsqueda de Alveric. De modo que a todos los unía la misma idea. Y más grandes búsquedas, desatinadas, o cuerdas, han prosperado cuando esto ha sido así, y más grandes búsquedas han fracasado cuando ha sido de otro modo.

Durante años habían ido hacia el norte a espaldas de aquellas casas; y un buen día se volvían hacia el este, fuera porque cierto aspecto del cielo, un tinte de misterio, en el crepúsculo o una mera profecía de Niv parecía sugerir la proximidad del País de los Elfos. En esas condiciones se trasladaban sobre las rocas que todos esos años habían bordeado los campos que conocemos, hasta que Alveric advertía que las provisiones que llevaban para los hombres y los caballos apenas bastarían para volver a las casas de los hombres. Entonces volvía atrás, pero Niv los hubiera hecho seguir adelante todavía sobre las rocas, porque su entusiasmo crecía a medida que avanzaban; y Thyl les cantaba profecías de feliz término; y Zend decía que veía las cumbres y las agujas del País de los Elfos; sólo Alveric era juicioso. Y así volvían a las casas de los hombres otra vez y compraban nuevas provisiones. Y Niv, Zend y Thyl hablaban de la búsqueda dando salida al entusiasmo que les quemaba el corazón; pero Alveric no hablaba de ella, porque había aprendido que los hombres de aquellos campos no hablaban del País de los Elfos ni miraban en su dirección, aunque no había aprendido por qué.

Pronto estuvieron de nuevo en camino y la gente que les había vendido el producto de los campos que conocemos los seguía con la mirada como si pensaran que de la sola locura o de los sueños inspirados por la luna provenían las palabras que habían oído de Niv, Zend y Thyl.

Así, pues, proseguían el viaje buscando siempre puntos nuevos desde donde descubrir el País de los Elfos; y a su izquierda flotaban los olores de los campos que conocemos, el olor de los lirios de los jardines de las cabañas en mayo, luego el olor del abrojo blanco y luego el de las rosas, hasta que el aire se espesaba con el olor del heno recién segado A lo lejos, a la izquierda oían el mugir de las vacas, oían voces humanas y el grito de la perdiz; oían todos los sonidos que se levantan de las granjas dichosas; y a la derecha se extendía siempre la tierra desolada: siempre rocas, nunca hierbas ni flores. Ya no tenían la compañía de los hombres y, sin embargo, no les era posible encontrar el País de los Elfos. Por eso les hacía falta las canciones de Thyl y la esperanza inquebrantable de Niv.

Y el rumor de la búsqueda de Alveric cundió por la tierra y se adelantó a su camino, hasta que todos los hombres junto a los que pasaba conocían ya su historia; y de algunos recibía el desprecio que cierta gente siente por los que dedican todos los días de su vida a una búsqueda, y de otros recibía honores; pero todo lo que él pedía eran provisiones que compraba cuando se las traían. Así siguieron adelante. Como las cosas legendarias, pasaban a espaldas de las casas y levantaban su informe tienda gris en los grises atardeceres. Llegaban tan silenciosos como la lluvia y se iban como la niebla que se levanta. Se hacían bromas sobre ellos y también canciones. Y las canciones sobrevivieron a las bromas. Por último se convirtieron en una leyenda que habitó en esos huertos por siempre: de ellos se hablaba cuando se hablaba de búsquedas sin esperanza y eran objeto de risa o de glorificación, según lo que los hombres tuvieran que ofrecer.

Y todo ese tiempo el Rey del País de los Elfos vigilaba, porque por magia sabía cuándo la espada de Alveric estaba cerca; una vez había perturbado su reino, y el Rey del País de los Elfos conocía bien el sabor del hierro de piedra de rayo cuando lo sentía flotar en el aire. De éste había alejado sus fronteras dejando atrás esas tierras desoladas al apartarse el País de los Elfos; y aunque no conocía la extensión de los viajes humanos, había dejado un espacio cuya travesía habría fatigado a un cometa y, con razón, se sentía a salvo.

Pero cuando Alveric y su espada se habían alejado hacia el norte, el Rey de los Elfos aflojó el puño con el que había retirado el País de los Elfos, como la luna que retira las mareas las deja luego volver, y el País de los Elfos volvió como las mareas sobre las arenas llanas. Con una larga cinta de crepúsculo en sus bordes volvió flotando sobre el baldío rocoso; con viejas canciones volvió, con viejos sueños y con viejas voces. Y en un momento la linde de crepúsculo yacía resplandeciente cerca de los campos que conocemos, como una infinita tarde de verano que hubiera quedado demorada tras la edad de oro. Pero lúgubres y distantes hacia el norte, por donde Alveric erraba, las rocas ilimitadas todavía colmaban la tierra desolada; sólo a los campos de los que él, su espada y su grupo aventurero se habían alejado remotos, volvió como la marejada el País de los Elfos. De modo que otra vez cerca de la cabaña del talabartero y de las granjas de sus vecinos, sólo a tres campos de distancia, yacía la tierra colmada de todas las maravillas que con tanto afán buscan los poetas, el tesoro mismo de todo lo que es romántico; y las Montañas Feéricas atisbaban por sobre la linde serenas como si los picos celestes jamás se hubieran movido de allí.

Allí los unicornios se apacentaban a lo largo del borde como era su costumbre, comiendo a veces en el País de los Elfos, hogar de todo lo fabuloso, los lirios que crecen al pie de las laderas de las Montañas Feéricas, a veces deslizándose a través de la luz de crepúsculo al anochecer, cuando todos nuestros campos están serenos, para alimentarse de las hierbas de la Tierra. Es por este anhelo que los asalta a veces de comer hierbas de la Tierra, al igual que una vez al año el ciervo rojo de las tierras altas siente anhelo del mar, que, aunque fabulosos por haber nacido en el País de los Elfos, su existencia es no obstante conocida entre los hombres. El zorro, nacido en nuestros campos, también cruza la frontera y penetra la luz de crepúsculo en ciertas estaciones; de ahí le viene el aire de misterio con que vuelve a nuestros campos. También él es fabuloso, pero sólo en el País de los Elfos, como los unicornios son fabulosos aquí.

Y rara vez la gente de esas granjas vio a los unicornios aun en la penumbra del atardecer, porque, sus caras se apartaban del País de los Elfos. La maravilla, la belleza, la historia del País de los Elfos, sólo eran para mentes que tuvieran el ocio que permite cuidarse de cosas tales; pero las cosechas necesitan a estos hombres, y las bestias que no son fabulosas, y los tejados, los setos y mil cosas más; sólo al final de cada año ganaban la batalla contra el invierno; sabían que si por un solo instante sus pensamientos se dirigían al País de los Elfos, su gloria no tardaría en ganarlos, y les arrebataría todo el tiempo y no podrían ya enmendar tejados ni setos, ni tampoco arar los campos que conocemos. Pero Orión atraído por el sonido de los cuernos que soplaban desde el País de los Elfos al caer la tarde, que cierta afinidad feérica de sus oídos le permitía escuchar a él solo entre todos los de nuestros campos, llegó con su jauría al campo por donde se extendía la linde de crepúsculo, y allí encontró tarde una noche a los unicornios. Y deslizándose a lo largo de un seto del campo con los perros detrás, se interpuso entre un unicornio y la linde y lo separó del País de los Elfos. Este era el unicornio que, con cuello resplandeciente, cubierto de manchas de espuma que brillaban plateadas a la luz de las estrellas, jadeante y cansado, atravesó el valle de Erl como una inspiración, como una nueva dinastía a una tierra fatigada de la rutina, como la nueva feliz de un nuevo continente traída por el súbito regreso de un marinero desde hace mucho hecho a la mar.