Capítulo XVI

ORIÓN DA CAZA AL VENADO

Transcurrieron diez años en los campos que conocemos y Orión creció y aprendió el arte de Oth, tenía la sagacidad de Threl y conocía los bosques, las cuestas y los valles de los bajos como muchos otros niños saben multiplicar cifras por otras cifras y extraer pensamientos de una lengua que no es la propia y ponerlos en palabras de la propia lengua. Y poco sabía de las cosas que pueden hacerse con tinta y cómo pueden apuntarse con ella los pensamientos de un hombre muerto para maravilla de los años venideros, contar acontecimientos desde hace ya mucho pasados, ser para nosotros una voz de la oscuridad del tiempo y salvar muchas cosas frágiles del pesado martillo de los siglos; o traernos por sobre los años veloces aun una canción de labios desde hace ya mucho tiempo muertos en una colina olvidada. Poco sabía de la tinta; pero el roce de los pies de un corzo sobre la tierra seca desde hacía ya tres horas, era para él un claro sendero, y nada pasaba por los bosques sin que Orión leyera su historia. Y todos los sonidos de los bosques estaban tan llenos para él de un claro significado, como para un matemático los signos y las cifras que traza cuando divide sus millones por dieces, onces y doces. Sabía por el sol, la luna y el viento qué pájaros llegarían al bosque, sabían si las estaciones venideras serían benignas o severas, sólo algo más tarde que las mismas bestias del bosque, que no tienen razón ni alma humanas y que saben tanto más que nosotros.

De modo que al crecer llegó a tener conocimiento aun del humor de los bosques, y podía entrar a su sombrío abrigo como una de las bestias silvestres. Y de todo esto era capaz cuando no tenía más que catorce años; y muchos hombres viven todos sus años sin poder jamás penetrar en un bosque sin alterar el humor entero de sus modalidades oscuras. Porque los hombres penetran un bosque quizá con viento a favor, rozan los tallos, pisan las ramillas; hablan, fuman o caminan ruidosos; y los grajos claman en su contra, las palomas abandonan los árboles, los conejos se precipitan en busca de refugio y muchas más bestias de las que ellos tienen conocimiento se apartan con pies silenciosos ante su llegada. Pero Orión se movía como Threl, con calzado de piel de ciervo y el paso de un cazador. Y ninguna de las bestias del bosque se enteraba de su llegada.

Y llegó a poseer una pila de pieles como Oth, que ganó con su arco en el bosque; y colgaba grandes cornamentas de venados en el salón del castillo, muy alto, entre viejas cornamentas donde la araña había habitado por siglos. Y éste era uno de los signos por los que el pueblo de Erl llegó a reconocerlo como su señor, porque no había nuevas de Alveric y todos los antiguos señores de Erl habían sido cazadores de ciervos. Y otro signo fue la partida de la bruja Ziroonderel, que volvió a su colina; y Orión vivía ahora solo en el castillo, y ella moraba en su cabaña otra vez, donde crecían sus coles en las tierras altas cerca del trueno.

Y todo ese invierno Orión dio caza al venado en el bosque, pero cuando llegó la primavera guardó su arco. Sin embargo, durante toda la estación del canto y las flores sus pensamientos seguían centrados en la caza; e iba de casa en casa dondequiera un hombre tuviera uno de los largos perros delgados que cazan. Y a veces compraba al perro y otras el hombre le prometía prestárselo cuando llegaran los días de caza. De este modo Orión llegó a tener una jauría de perros de largo pelaje y deseaba que la primavera y el verano pasaran. Y una tarde de primavera, mientras Orión atendía a sus perros y los aldeanos estaban casi todos a sus puertas para observar la longitud del día, llegó por la calle un hombre a quien nadie conocía. Venía de las tierras altas, envuelto en ropas muy gastadas que le colgaban del cuerpo como si le hubieran colgado desde siempre y formaran parte de él, pero también formaran parte de la tierra, porque la arcilla de los campos las había teñido de su profundo color pardo. Y la gente observó el paso fácil de un poderoso caminante y la fatiga de sus ojos; y nadie sabía quién era. Y entonces una mujer dijo:

—Es Vand, que era sólo un muchacho.

Y todos entonces lo rodearon porque por cierto era Vand que había dejado a sus ovejas hacía más de diez años atrás para cabalgar con Alveric nadie sabía a dónde.

—¿Cómo se encuentra nuestro señor? —preguntaron.

Y los ojos de Vand se llenaron de cansancio.

—Sigue la búsqueda —dijo.

—¿Por dónde? —preguntaron.

—Hacia el norte —dijo—. Todavía busca el País de los Elfos.

—¿Por qué lo abandonaste? —preguntaron.

—Perdí las esperanzas —respondió él.

Entonces ya no siguieron interrogándolo, porque todos los hombres sabían que para buscar el País de los Elfos hacen falta grandes esperanzas, y sin ellas no se veían ni atisbos de las Montañas Feéricas, serenas, de un azul inalterable. Y entonces se acercó a la carrera la madre de Niv.

—¿Es de veras Vand? —preguntó.

Y todos le respondieron:

—Sí, es Vand.

Y mientras todos murmuraban entre sí acerca de Vand y de cómo los años y el andar errante lo habían cambiado, ella le dijo:

—Cuéntame de mi hijo.

Y Vand le contestó:

—Dirige la búsqueda. En él confía más que en nadie mi señor.

Y todos se asombraron y, sin embargo, no había causa de asombro porque era esa una búsqueda loca.

Sólo la madre de Niv no se asombró.

—Sabía que así sería —dijo—. Sabía que así sería.

Y experimentó una gran alegría.

Hay acontecimientos y estaciones para satisfacción del ánimo de cada cual, aunque pocos en verdad podrían haberse adecuado al temple de Niv; pero Alveric inició entonces la búsqueda del País de los Elfos y Niv encontró su misión.

Y conversando con Vand ya avanzada la tarde, la gente de Erl escuchó muchas historias de muchos campamentos, muchas marchas, una historia de viajes sin provecho en los que Alveric visitaba horizontes año tras año como un fantasma. Y a veces de la tristeza de Vand, nacida de esos años sin fruto, surgía, una sonrisa al contar algún episodio gracioso sucedido en el campamento. Pero todo esto lo contaba alguien que había perdido las esperanzas en la búsqueda. No era modo de contarlo, no con dudas, no con sonrisas. Porque una búsqueda semejante sólo pueden contarla aquellos impulsados por su gloria: del cerebro enloquecido de Niv o del juicio herido por la luna de Zend podríamos haber obtenido nuevas de la búsqueda que iluminaran nuestra mente con algo de la luz de su significación; pero nunca de la historia, constituida de hechos o de escarnios, contada por alguien a quien la búsqueda misma ya no puede retener. Aparecieron las estrellas y todavía Vand estaba contando sus historias, y una por una la gente volvía a su casa sin interesarse ya por oír más de la desesperanzada búsqueda. Si el cuento hubiera sido contado por alguien aferrado a la fe que guiaba todavía a los hombres de Alveric, las estrellas habrían empalidecido antes de que la gente dejara al narrador, el cielo se habría iluminado tanto antes de que lo dejara, que alguien habría dicho por fin: «¡Vaya! Ya es de día.». Hasta entonces nadie se habría ido.

Y al día siguiente Vand volvió a los bajos y a las ovejas y ya no se cuidó más de románticas búsquedas.

Y durante esa primavera los hombres volvieron a hablar de Alveric, asombrándose de su búsqueda, preguntándose a dónde habría ido Lirazel, adivinando por qué; y cuando no les era posible adivinarlo, inventaban algún cuento que lo explicara, que iba de boca en boca hasta que terminaban por creerlo. Y la primavera pasó, olvidaron a Alveric y obedecieron la voluntad de Orión.

Y luego un día, mientras Orión esperaba el fin del verano con el corazón puesto en los días de escarcha y soñando con perros en las tierras altas, Rarmok el enamorado llegó a los bajos por el camino por el que había vuelto Vand, y se dirigió a Erl. Rannok, con el corazón liberado por fin, despreocupado, aliviado, contento, sólo en busca de descanso después de su largo viaje, ya sin suspiros. Y sólo esto habría hecho posible que Vyria lo aceptara, la joven que otrora él cortejaba. De modo que el final de la cuestión fue que se casaron y ya nunca más emprendió Rannok búsquedas fantásticas.

Y aunque algunos durante muchas tardes contemplaron las tierras altas hasta que los días fueron acortándose y un viento extraño movió las hojas y algunos espiaban por sobre las curvas más lejanas de los bajos, ya nadie vio a ninguno de los seguidores de Alveric volver por el camino andado por Vand y Rannok. Y cuando llegó el tiempo en que las hojas eran una maravilla de oro y escarlata, los hombres ya no hablaron de Alveric, sino que obedecieron a Orión, su hijo.

Y en esta estación Orión se levantó un día antes del amanecer, cogió su cuerno y su arco y fue en busca de sus perros, que se asombraron al oír su paso antes de la llegada de la luz lo oyeron en sueños, se despertaron y se agitaron clamorosos a su alrededor. Y él los soltó, los tranquilizó y fue con ellos a los bajos. Y llegaron a la solitaria magnificencia de los bajos mientras los venados se alimentan de hierbas cubiertas de rocío antes de que los hombres estén despiertos. Todos, Orión y sus perros, corrieron en la húmeda mañana fresca por las cuestas resplandecientes en precipitada carrera. El olor del tomillo impregnaba denso el aire que Orión respiraba mientras, atravesaba sus macizos florecidos tardíamente ese año. A los perros les llegaban todos los perfumes errantes de la mañana. Y qué criaturas silvestres había habido en la colina en la oscuridad, qué camino habían seguido en sus diversos cometidos y a dónde habían ido al llegar el día con la amenaza del hombre, Orión se lo preguntaba y lo adivinaba; pero para los perros todo eso era claro. Y con cuidadosas narices observaron algunos olores, algunos desdeñaron y a uno buscaron en vano, porque el olor del gran ciervo rojo no estaba en los bajos aquella mañana.

Y Orión los condujo muy lejos del valle de Erl pero no vio venado alguno ese día y ni una vez el viento trajo el olor que los perros ansiosos buscaban, ni lo encontraron tampoco escondido entre la hierba y, las hojas. Y la tarde cayó sobre él conduciendo a los perros de regreso, y a los demorados llamó con su cuerno mientras el sol se volvía enorme y escarlata; y más lejanos que los ecos de su cuerno, más allá de los bajos y la niebla, pero con toda claridad cada nota de plata, oyó los cuernos feéricos que lo llamaban siempre al atardecer.

Con la gran camaradería de una común fatiga él y sus perros volvieron a casa en la oscuridad bajo las estrellas. Las ventanas de Erl por fin reflejaron la luz de la bienvenida. Los perros volvieron a sus perreras y comieron y yacieron en un sueño satisfecho; Orión volvió a su castillo. También él comió y luego se quedó pensando en los bajos, en sus perros y en aquel día, con la mente arrullada por la fatiga hasta ese punto en que reposa más allá de todo cuidado.

Y muchos días pasaron así. Y entonces, una mañana bañada de rocío, llegado por sobre una loma de los bajos, vieron a un venado allí abajo a lo lejos, que comía cuando todo el resto se había ido. Todos los perros irrumpieron en jubiloso clamor, el pesado venado se movió ágil por sobre la hierba, Orión disparó una flecha y erró; todas estas cosas sucedieron en un instante. Y entonces todos los perros se lanzaron a la carrera, el viento les pasaba por sobre el lomo en una onda y el venado se alejó como si en cada una de sus patas hubiera tenido un pequeño resorte danzante. Y al principio los perros fueron más veloces que Orión, pero él era tan infatigable como ellos y cogiendo a veces por caminos más cortos que el que ellos cogían, se les mantuvo cerca hasta que llegaron a un arroyo, vacilaron y empezaron a necesitar la ayuda de la razón humana. Y la ayuda que puede procurar la razón humana en asunto semejante, Orión la procuró, y pronto estaban otra vez en marcha. Y transcurrió la mañana mientras iban de colina en colina sin haber visto al venado por segunda vez; y transcurrió la tarde y todavía los perros seguían cada paso del venado con una habilidad tan extraña como la magia. Y hacia el crepúsculo Orión lo vio: iba lento por la cuesta de una colina sobre la hierba áspera que brillaba a la luz del sol poniente. Animó a sus perros que lo persiguieron a través de tres pequeños valles más, pero al llegar a lo más profundo del tercero, se volvió entre las piedras de un arroyo y esperó allí la llegada de los perros. Y éstos llegaron aullando a su alrededor mirando su parda cornamenta. Y allí lo desgarraron y lo mataron al ponerse el sol. Y Orión hizo sonar su cuerno con una gran alegría en el corazón: nada más quería que esto. Y con una nota semejante a la de la alegría, como si también ellos se regocijaran o se burlaran de su regocijo sobre colinas que él no conocía quizá desde el otro extremo del crepúsculo, los cuernos del País de los Elfos le respondieron.