Capítulo XV

LA RETIRADA DEL REY DE LOS ELFOS

Cuando Lirazel voló con las espléndidas hojas, éstas fueron cayendo de a una abandonando su danza en el aire resplandeciente, y corrieron por sobre los campos por un tiempo y luego se agruparon junto a los setos y descansaron; pero la Tierra que lo atrae todo hacia abajo, no tenía el poder de asirla, pues la runa del Rey del País de los Elfos había cruzado su linde y la había llamado. De modo que ella cabalgó sin cuidarse del gran viento del noroeste contemplando ociosamente los campos que conocemos allá abajo, y voló sobre ellos en dirección de su patria. Ya no tenía la Tierra capacidad alguna para asirla; porque con su peso (que es por donde la tierra nos sujeta), habían partido todos sus cuidados terrenos. Contempló sin pena viejos campos por donde ella y Alveric habían andado otrora; iban ahora deslizándose; vio las casas de los hombres; también ellas pasaron; y profunda, densa, intensa de colorido, vio la linde del País de los Elfos.

Un último grito le lanzó la Tierra con múltiples voces, un niño que clamaba, grajos que graznaban, el triste mugido de las vacas, un carro lento que partía; y se internó luego en la densa linde de crepúsculo y todos los sonidos de la Tierra se acallaron de pronto; la atravesó por completo y los sonidos cesaron. Como un caballo agotado que cae muerto, nuestro viento noroeste cayó ante la linde; porque ningún viento sopla en el País de los Elfos que recorra los campos que conocemos. Y Lirazel fue descendiendo lentamente hasta que sus pies tocaron otra vez la tierra mágica de su patria. Vio en la plenitud de su belleza a las Montañas Feéricas, y oscuro por debajo, el bosque que guardaba el trono del Rey de los Elfos. Sobre este bosque resplandecían aún ahora las altas agujas en la mañana feérica que refulge con esplendor más luciente que nuestras albas más blancas de rocío, y nunca tiene fin.

Sobre la tierra feérica la señora avanzó con sus pies ligeros tocando la hierba como la toca el vilano del cardo cuando desciende sobre ella y roza sus crestas, mientras un viento lánguido lo hace girar lentamente sobre los campos que conocemos. Y todas las cosas feéricas y fantásticas, el curioso aspecto de la tierra, las flores extrañas, los árboles encantados y el portentoso presagio de magia que pesaba en el aire estaban tan llenos de recuerdos de su patria, que abrazó al primer tronco retorcido como un gnomo y besó su arrugada corteza.

Y llegó así al bosque encantado; y los siniestros pinos que lo guardaban junto con la hiedra vigilante adherida a sus ramas, se inclinaron al paso de Lirazel. Ni la menor maravilla de ese bosque, ni la menor sugerencia de magia dejaba de evocarle el pasado, como si apenas hubiera estado ausente. Sólo ayer, le parecía, había partido; y era todavía ayer a la mañana. Y al, atravesar el bosque, las huellas de la espada de Alveric estaban todavía frescas y blancas en los árboles.

Y entonces una luz empezó a relumbrar en el bosque, fulgor tras fulgor de colores, y ella supo que venía de la gloria y el esplendor de las flores que bordeaban los prados de su padre. A ellos, volvió a dirigir sus pasos y las ligeras huellas que ella había dejado al salir del palacio de su padre y extrañarse de ver allí a Alveric, no se habían borrado todavía de la hierba curvada, las telarañas y el rocío. Allí las grandes flores brillaban en la luz feérica; mientras que más allá de ellas titilaba y relucía, con el portal por el que ella había salido todavía abierto de par en par a los prados, el palacio del que sólo puede hablarse en un canto. Allí volvió Lirazel. Y el Rey de los Elfos, que oyó por medios mágicos el paso de sus pies silenciosos, estaba a la puerta para recibirla.

Su gran barba casi la ocultaba cuando se abrazaron; la había llorado mucho durante la larga mañana feérica. Se había lamentado a pesar de su sabiduría; la había echado en falta como pueden echar en falta los corazones humanos a pesar de su mágico linaje ajeno a nuestros campos. Y ahora ella estaba en casa otra vez y la alegría del rey iluminó leguas enteras del País de los Elfos en la mañana feérica, y el esplendor fue visible aun desde las laderas de las montañas azules.

Y a través del brillo y el esplendor de las vastas puertas entraron al palacio una vez más; el caballero de la guardia, del Rey de los Elfos los saludó con la espada al pasar, pero no se atrevió a volver la cabeza en pos de la belleza de Lirazel; llegaron nuevamente a la sala del tronó del Rey de los Elfos, construida de hielo y arco iris; y el gran rey se sentó y sentó a Lirazel sobre sus rodillas y la calma descendió sobre el País de los Elfos.

Y por largo tiempo nada alteró la calma de la infinita mañana feérica; Lirazel descansaba después de los cuidados de la Tierra, el Rey de los Elfos se estaba allí sentado manteniendo la profunda alegría de su corazón, el caballero de la guardia permanecía en actitud de saludo con la espada todavía apuntada al suelo, el palacio resplandecía y brillaba: era como una escena en un estanque profundo más allá del ruido de la ciudad, con juncos verdes, peces relucientes y millares de conchillas brillantes a la luz del crepúsculo en las aguas profundas, que nada ha perturbado en todo el largo día del verano. Y de este modo descansaron más allá del ajetreo del tiempo, y las horas descansaban a su alrededor como descansan las pequeñas ondas saltarinas de una catarata cuando el hielo serena la corriente; los calmos picos azules de las Montañas Feéricas se levantaban sobre ellos como sueños inalterados.

Entonces, como el ruido de una ciudad oído entre los pájaros de los bosques, como un sollozo entre niños reunidos para jugar, cómo la risa en un duelo, como un viento frío en el huerto entre los primeros capullos, como un lobo que avanza en los bajos sobre las ovejas dormidas, la sensación se filtró en el ánimo del Rey de los Elfos de que alguien avanzaba hacia ellos por los campos de la Tierra. Era Alveric con su espada de piedra de rayo que el olfato del rey para la magia percibía de algún modo.

Entonces el Rey de los Elfos se puso en pie, rodeó a su hija con el brazo izquierdo y levantó el derecho para hacer un poderoso encantamiento, erguido ante su trono brillante, que es el centro mismo del País de los Elfos. Y con clara resonancia desde lo más profundo de su pecho, entonó un hechizo rítmico constituido todo de palabras que Lirazel jamás había oído antes, un antiquísimo sortilegio que convocaba el retiro del País de los Elfos lejos de la Tierra. Y las flores maravillosas oyeron con sus pétalos bañados en la música y las notas profundas inundaron los prados; todo el palacio se estremeció con los más refulgentes, colores; un encantamiento cubrió la llanura hasta la frontera de crepúsculo y un temblor recorrió el bosque encantado. Pero el Rey de los Elfos seguía cantando. Las resonantes notas portentosas llegaron hasta las Montañas Feéricas y toda la línea de sus cumbres se estremeció como colinas en el aire caliente cuando el calor del verano sube desde los páramos y baila visible en el aire. Todo el País de los Elfos escuchó, todo el País de los Elfos obedeció al hechizo. Y entonces el rey y su hija se alejaron como se aleja el humo de los nómades sobre el Sahara desde sus tiendas de pelo de camello, como se alejan los sueños al alba, como las nubes a la puesta del sol. Todo el País de los Elfos se alejó con ellos y dejaron la planicie desolada, la terrible región desértica, la tierra desencantada. Tan de prisa fue lanzado el hechizo, tan de pronto obedeció el País de los Elfos, que muchas cancioncillas, viejos recuerdos, jardines o manzanos de años recordados, fueron barridos por el brusco ascenso y alejamiento del País de los Elfos y quedaron flotando lentamente hacia el este hasta que los prados feéricos hubieron desaparecido, y la linde de crepúsculo se elevó sobre ellos y los dejó esparcidos entre las rocas.

Y a dónde fue el País de los Elfos no lo sé, ni siquiera si siguió la curva de la tierra o se alejó más allá de nuestras rocas hacia el crepúsculo: había habido un encantamiento cerca de nuestros campos y ahora había desaparecido; dondequiera hubiera ido, era ése un sitio lejano.

Entonces el Rey de los Elfos cesó su sortilegio y todo estuvo consumado. En un momento que a nadie le es posible determinar, tan silenciosamente como las franjas sobre el sol poniente de oro se convierten en rosa o de rosa fulgurante a un acallado color sin luz, todo el País de los Elfos abandonó los bordes de los campos junto a los cuales su embeleso había estado latente durante siglos para los hombres, y partió, a dónde no lo sé. Y el Rey de los Elfos volvió a sentarse en su trono de niebla y hielo y sentó otra vez a su hija Lirazel sobre sus rodillas, y la calma que su encantamiento había quebrado volvió pesada y profunda sobre el País de los Elfos. Pesada y profunda cayó sobre los prados, pesada y profunda sobre las flores; cada deslumbrante hoja de hierba estaba tan inmóvil en su curva cómo si la Naturaleza en un momento de duelo hubiera dicho «Silencio» ante la súbita muerte del mundo; y las flores siguieron soñando en su belleza inmunes al otoño y al viento. Sobre los páramos de los trasgos se tendía la calma del Rey del País de los Elfos, donde el humo de sus extrañas viviendas flotaba inmóvil en el aire; y en un bosque en el que, aquietaba el temblor de millares de pétalos de rosas, acallaba los estanques donde reinaban grandes lirios, hasta que sus reflejos, durmieron un sueño esplendoroso. Y allí, bajo las frondas inmóviles de los árboles ensoñados, sobre las aguas serenas que soñaban con el aire silenciado, donde las enormes hojas de los lirios flotaban verdes en calma, estaba el trasgo, Lurulu sentado en una hoja. Porque ése era el nombre que en el País de los Elfos se le daba al trasgo que había ido a Erl. Se estaba allí sentado contemplando en el agua su aire de descaro. Se miraba, se miraba y se miraba.

Nada se movía, nada cambiaba. Todo estaba sereno y reposaba en la profunda alegría del rey. El Caballero de la Guardia portó nuevamente la espada y luego se mantuvo inmóvil en su puesto perpetuo como una armadura cuyo propietario hubiera estado muerto durante siglos. Y el rey seguía sentado silencioso con su hija en las rodillas, con los ojos azules inmóviles como los picos celestes que por los amplios ventanales resplandecían desde las Montañas Feéricas.

Y el Rey de los Elfos no se movía, no cambiaba; sino que se mantenía en el momento en que había hallado la alegría; y dejó que su influencia impregnara todos sus dominios para bien y bienestar del País de los Elfos; porque tenía todo que nuestro perturbado mundo con todos sus cambios busca y tan rara vez encuentra y debe por fuerza abandonar en seguida. Había encontrado la alegría y la conservaba.

Y en la calma que se asentó sobre el País de los Elfos, diez años transcurrieron en los campos que conocemos.