Capítulo XIX

DOCE ANCIANOS SIN MAGIA ALGUNA

Ahora bien, pocas cosas pasan por una aldea sin dejar rumores detrás. Tal fue el caso de este unicornio. Porque los tres que lo vieron pasar a la luz de las estrellas, se lo contaron en seguida a sus familias, y muchos abandonaron sus casas corriendo a comunicar a los demás la buena nueva, porque toda nueva extraña era considerada buena en Erl, por causa de las conversaciones que suscitaba; y las conversaciones eran necesarias para animar las veladas una vez terminado el trabajo. De modo que hablaron mucho del unicornio.

Y al cabo de un día o dos, en la herrería de Narl volvió el parlamento de Erl, sentados todos sus miembros con jarros de hidromiel por delante mientras discutían el caso del unicornio. Y algunos se regocijaban y decían que Orión estaba dotado de magia, pues los unicornios eran de estirpe mágica y venían de más allá de nuestros campos.

—Por tanto —dijo uno— ha estado en tierras de las que no nos es propio a nosotros hablar, y está dotado de magia, como lo están todas las cosas que residen allí.

Y algunos estuvieron de acuerdo en ello y sostuvieron que sus planes habían dado fruto.

Pero otros dijeron que la bestia había pasado a la luz de las estrellas, si bestia era, y ¿quién podría asegurar que era en realidad un unicornio? Y uno dijo que a la luz de las estrellas era difícil verlo y otro, que no era fácil reconocer a los unicornios. Y luego empezaron a discutir el tamaño y la forma de estas bestias y a exponer todas las leyendas conocidas que hablaban de ellos, sin nunca llegar a ponerse de acuerdo si su señor había dado caza a un unicornio o no. Hasta que por último, al ver Narl que de este modo no llegarían nunca a conocer la verdad y considerando que era preciso establecer el hecho de un modo u otro de una vez para siempre, se puso en pie y les dijo que había llegado el momento de poner a votación el asunto. De modo que de acuerdo con un método que ellos tenían de echar conchillas de diversos colores dentro de un cuerno que ellos se iban pasando de mano en mano, votaron acerca del unicornio como lo había ordenado Narl. Y se hizo silencio y Narl contó. Y se comprobó que por votación quedaba establecido que no habían visto unicornio alguno.

Con pena vio entonces aquel parlamento de Erl que sus planes de contar con un señor dotado de magia habían fracasado; eran todos hombres ancianos, y perdida la esperanza que habían abrigado desde tanto tiempo atrás, les era más difícil forjar un plan nuevo que lo que les había sido antes forjar el antiguo. ¿Qué harían ahora? se preguntaron. ¿Qué había sido de la magia? ¿Cómo hacer para que el mundo recordara a Erl? Doce ancianos sin magia alguna. Se quedaron allí sentados con el hidromiel que ya no podía aligerar su tristeza.

Pero Orión había ido con sus perros cerca de la gran entrada del País de los Elfos, que se extendía como una marca alta y rozaba la hierba misma de los campos que conocemos. Se dirigió allí al ponerse el sol, cuando los cuernos que soplaban claros le servían de guía, y esperó allí, inmóvil al borde de esos campos, que los unicornios se deslizaran a través de la linde. Porque ya no les daba caza a los venados.

Y mientras, iba por esos campos tarde por la tarde, la gente que trabajaba en las granjas lo saludaba animadamente; pero a medida que avanzaba hacia el este, la gente le hablaba cada vez menos, hasta que, por último, cuando estuvo cerca de la frontera y aún siguió avanzando, apartaron la mirada y lo dejaron a él y a sus perros librados a sus propios recursos.

Y en el momento de ponerse el sol, estaba en pie inmóvil junto a un seto que avanzaba sobre la linde de crepúsculo, con los perros agrupados a su alrededor bajo el seto, con la mirada fija sobre todos ellos por temor de que alguno osara moverse. Y las palomas volvían a su morada en los árboles de los campos que conocemos, y también los estorninos canoros; y soplaban entonces los cuernos feéricos, una clara música argentina que animaba el aire frío, y todos los colores de las nubes cambiaban de pronto; era entonces, a esa luz desmayada, ya oscurecidos los colores, que Orión aguardaba una tenue forma blanca a través de la linde de crepúsculo. Y esa noche, justo cuando acalló a un perro con un movimiento de mano, justo cuando todos nuestros campos se desvanecieron en sombra, a través de la linde se deslizó un gran unicornio blanco que masticaba todavía lirios como los que nunca crecen en ninguno de los campos nuestros. Avanzó, una blancura sobre pies perfectamente silenciosos cuatro o cinco yardas dentro de los campos que conocemos se detuvo inmóvil como la luz de la luna y se quedó escuchando atento. Orión no se movió y mantuvo a sus perros en silencio por algún poder que tenía sobre ellos, o por alguna sabiduría que les era propia. Y, al cabo de cinco minutos el unicornio avanzó un paso o dos, y empezó a comer las largas y dulces hierbas de la Tierra. Y no bien avanzó, otros atravesaron la linde azul profundo de crepúsculo y de pronto había cinco que estaban allí comiendo. Y aún Orión se mantuvo inmóvil con sus perros y esperó.

Poco a poco los unicornios fueron alejándose de la linde, atraídos cada vez más adentro de los campos que conocemos por las hierbas de la Tierra profundamente ricas, que los cinco comían en la noche silenciosa. Si un perro ladraba, aun si un gallo cantaba, de inmediato se erguían sus cabezas y se mantenían vigilantes sin confiar en nada de los campos de los hombres ni aventurarse mucho en ellos.

Pero por último, el que había irrumpido primero por entre el crepúsculo se alejó tanto de su mágica residencia, que Orión pudo precipitarse entre él y la linde, y sus perros lo siguieron. Y entonces, si Orión hubiera estado jugando con la caza, si hubiera cazado sólo por un ocioso capricho y no por el profundo amor del arte de cazador que, sólo los cazadores conocen, entonces todo lo habría perdido: porque sus perros habrían perseguido a los unicornios más cercanos y éstos habrían cruzado la linde en un instante y se habrían perdido, y si los perros los hubieran seguido, también ellos se habrían perdido y los afanes del día de nada habrían servido. Pero Orión azuzó a sus perros a la caza del más distante, vigilando sin cesar por si alguno de los perros trataba de perseguir a los otros; y uno de ellos empezó a hacerlo, pero el látigo de Orión estaba pronto. Y de ese modo impidió a su presa la vuelta a su morada, y sus perros, por segunda vez, se precipitaron clamorosos detrás de un unicornio.

No bien el unicornio oyó las pisadas de los perros y sus ojos, como el relámpago, vieron que no le era posible llegar a su morada encantada, se lanzó hacia delante con súbito brinco y avanzó como una flecha por los campos que conocemos. Cuando llegó a los setos, no pareció recoger sus miembros para saltar, sino deslizarse sobre ellos con músculos inmóviles, volviendo a galopar al tocar tierra nuevamente.

Al empezar la carrera los perros se adelantaron mucho a Orión y esto le posibilitó alejar al unicornio cada vez que éste intentaba volver a la tierra mágica; y al producirse esto, se acercaba otra vez a sus perros. Y la tercera vez que Orión alejó al unicornio, éste avanzó ya derecho y se internó en los campos de los hombres. El clamor de los perros atravesó la calma de la noche como una larga onda por sobre un lago dormido que sigue el camino invisible de un bañista extraño. En esa recta cabalgata el unicornio aventajó tanto a los perros, que Orión pronto sólo pudo verlo a la distancia, una mancha blanca que se deslizaba por una pendiente a las últimas luces de la tarde. Luego alcanzó la parte superior de un valle y se perdió de vista. Pero ese penetrante olor extraño que guiaba a los perros como una canción se demoraba claro en la hierba, de modo que nunca vacilaron ni se detuvieron, salvo por un instante en las corrientes. Aun allí sus narices precisas recogían el mágico rastro antes de que Orión llegara para darles ayuda.

Y mientras proseguía la caza, la luz del día se desvanecía, hasta que el cielo estuvo preparado para la llegada de las estrellas. Y una o dos estrellas aparecieron y una niebla se levantó de las corrientes y se extendió blanca sobre los campos, hasta que ya no les habría sido posible ver al unicornio aunque hubiera estado cerca frente a ellos. Los mismos árboles parecían dormir. Pasaron junto a casas pequeñas, solitarias, protegidas por olmos, separadas por altos setos de tejo, de los que erraban por los campos; casas que Orión no había visto nunca ni había conocido, hasta que el curso casual seguido por el unicornio lo hizo pasar de pronto junto a sus puertas. Los perros ladraron cuando ellos se acercaron y siguieron ladrando mucho tiempo por causa del olor mágico que flotaba en el aire y porque la voz de la jauría les decía que algo extraño estaba ocurriendo; y al principio ladraron porque habrían querido participar de lo que ocurría, y después para advertir a sus amos de la extrañeza. Ladraron mucho tiempo en la noche.

Y una vez, cuando pasaron junto a una casita oculta entre viejos arbustos espinosos, una puerta se abrió de pronto y una mujer se asomó para verlos pasar; no pudo haber visto más que formas grises, pero Orión, en un momento al pasar, vio todo el resplandor de la casa y la luz amarilla derramada en el frío. La alegre calidez lo animó y le habría gustado descansar en ese pequeño oasis del hombre en los campos solitarios, pero los perros se alejaban a la carrera y él los siguió; y los que estaban en las casas oyeron el paso de su clamor semejante al sonido de una competa cuyos ecos se alejan entre las colinas más remotas.

Un zorro los oyó llegar y se detuvo y escuchó; en un principio se sintió perplejo. Luego captó el olor del unicornio y todo fue claro para él porque supo por el mágico aroma que era algo llegado del País de los Elfos.

Pero cuando las ovejas captaron el aroma, se aterraron y corriendo se apiñaron hasta que ya no pudieron seguir corriendo.

El ganado se despertó sobresaltado, miró somnoliento e intrigado; pero el unicornio pasó entre ellos y siguió adelante como una brisa perfumada que desde los jardines del valle llega a las calles de la ciudad a través del tránsito ruidoso para perderse luego.

Pronto todas las estrellas contemplaban esos campos serenos en los que ocurría exultante la caza: una línea de vida vehemente que atravesaba el sueño y el silencio. Y entonces el unicornio, aunque todavía fuera del alcance de la vista, ya no ganaba distancia al llegar a cada seto. Porque al principio no perdía más tiempo ante cada uno de ellos, que el que pierde un pájaro al atravesar una nube, mientras que los perros se esforzaban para abrirse paso entre las aberturas que encontraban o se colocaban de lado para avanzar por entre los tallos de los matorrales.

Pero ahora cada vez más le costaba recuperar las fuerzas frente a cada seto y, a veces, rozaba la parte superior y tropezaba. Además, galopaba más lentamente; porque éste era un viaje que ningún unicornio había emprendido nunca en la profunda calma del País de los Elfos. Y algo prevenía a los perros fatigados que se le estaban acercando. Y una nueva alegría resonaba en sus voces.

Cruzaron unos pocos setos más y allí se destacaba frente a ellos la oscuridad de un bosque. Cuando el unicornio penetró en el bosque el clamor de los perros sonaba claro en sus oídos. Un par de zorros lo vieron pasar lentamente y corrieron a su lado para ver qué sería de la mágica criatura que llegaba fatigada hasta ellos del País de los Elfos. Cada cual a un lado corrían manteniéndose a su paso lento y observándolo, y no tenían miedo de los perros a pesar de que oían su clamor, porque sabían que nadie que siguiera ese rastro mágico se apartaría en seguimiento de nada terreno. De modo que avanzó trabajosamente a través del bosque y los zorros lo observaban con curiosidad durante todo el camino.

Los perros penetraron el bosque y los grandes robles vibraban con el estrépito que metían, y Orión iba detrás con la sostenida velocidad que quizá recibiera de nuestros campos o que quizá le viniera de la barrera del País de los Elfos. La oscuridad del bosque era intensa, pero él seguía el clamor de los perros, y a éstos no les hacía falta ver con ese maravilloso rastro que los guiaba jamás vacilaron mientras seguían ese rastro, sino que avanzaron siempre a través del crepúsculo y la luz de las estrellas. En nada se parecía aquello a la caza del zorro o del venado, pues otro zorro puede cruzarse en la pista del zorro o un venado puede pasar por entre un rebaño de venados y ciervos; aun un rebaño de ovejas puede desconcertar a los perros al cruzar la pista que siguen; pero este unicornio era la única criatura mágica en nuestros campos esa noche y su rastro se depositaba inconfundible sobre la hierba terrena, un ardiente perfume encantado entre todo lo cotidiano. Lo persiguieron sin vacilar por el bosque hasta un valle, siempre en compañía de los zorros que lo observaban todavía; recogía los cascos con cuidado mientras descendía la colina como si su peso los dañara al bajar la pendiente; no obstante, su paso era tan veloz como los perros al descender; luego avanzó un tanto a lo largo de la depresión del valle, doblando a la izquierda no bien llegó abajo, pero entonces los perros le ganaron ventaja y él se dirigió a la pendiente opuesta. Y ya su fatiga no pudo ocultarse, lo que todas las criaturas silvestres ocultan hasta el final; forzó cada paso como si sus piernas arrastraran penosamente el peso del cuerpo. Orión lo vio desde la pendiente opuesta.

Y cuando el unicornio llegó a lo alto de la cuesta, los perros le estaban cerca por detrás, de modo que giró de pronto ante ellos con su único cuerno amenazante. Entonces los perros aullaron a su alrededor, pero el cuerno se agitaba y se inclinaba, con gracia tan veloz, que ningún perro fue capaz de alcanzarlo con sus dientes; conocían a la muerte cuando la tenían delante y, aunque estaban ansiosos por hincarle el diente, retrocedían de un salto ante el cuerno fulgurante. Llegó entonces Orión con su arco, pero no disparó, quizá porque era difícil lanzar una flecha sin riesgo sobre su jauría, quizá por un sentimiento que nos es hoy conocido y que no nos es novedoso, a saber, que no era justo para el unicornio. Desenvainó en cambio una vieja espada que llevaba, avanzó entre los perros y se trenzó en lucha con ese cuerno mortal. Y el unicornio arqueó el cuello y resplandeció su cuerno ante Orión; y, aunque el unicornio estaba cansado, conservaba una poderosa fuerza en ese cuello musculoso como para lanzar una bien destinada estocada que Orión apenas pudo parar. Apuntó al cuello del unicornio, pero el gran cuerno desvió la espada de su meta y una vez más atacó a Orión. Éste de nuevo paró la estocada con todo el peso de su brazo y sólo por una pulgada libró su cuerpo. Volvió a apuntar al cuello y el unicornio desvió la espada casi con desprecio. Una y otra vez el unicornio apuntó al corazón de Orión; la enorme bestia blanca avanzaba y obligaba a Orión a retroceder. Ese cuello, graciosamente inclinado con su blanco arco de músculos endurecidos que blandía el cuerno mortal, estaba cansando el brazo de Orión. Una vez más lanzó una estocada y falló; vio los ojos del unicornio refulgir malignos a la luz de las estrellas, vio enteramente blanco por delante el terrible arco de su cuello, supo que ya no podría seguir desviando las pesadas estocadas; y entonces un perro se aferró con los dientes del brazuelo derecho. Ni un instante transcurrió antes de que muchos otros perros se abalanzaran sobre el unicornio, cada uno con un destino escogido en aquel cuerpo, aunque no parecían sino una canalla que se trasladará y abultara sólo al azar. Orión ya no siguió atacando porque muchos perros en nada de tiempo se interponían entre él y el cuello de su enemigo. Horribles bramidos emitía el unicornio, sonidos tales como los que no se oyen en los campos que conocemos; y luego no hubo ya otro sonido que el profundo gruñido de los perros, que rugían sobre el magnífico cadáver mientras se revolcaban en la sangre fabulosa.