Capítulo XIV

LA BÚSQUEDA DE LAS MONTAÑAS FEÉRICAS

El invierno descendió sobre Erl y se apoderó del bosque manteniendo las ramitas rígidas e inmóviles; en el valle silenció al arroyo y en el campo de los bueyes la hierba era quebradiza como cerámica, y el aliento de las bestias ascendía como el humo de los campamentos. Y Orión seguía yendo a los bosques siempre que Oth lo llevaba y, a veces, iba con Threl. Cuando iba con Oth, el bosque estaba lleno del embeleso de las bestias que Oth cazaba, el esplendor de los venados parecía encantar las sombrías profundidades; pero cuando, iba con Threl, el misterio ganaba al bosque, de modo que uno nunca sabía qué criatura no podría aparecer, ni qué podría salir de detrás de cada enorme tronco. Qué bestias había en el bosque ni el mismo Threl lo sabía: muchas especies sucumbían a su sutileza, pero ¿quién sabía si con ellas se agotaban?

Y cuando el muchacho se demoraba hasta tarde en el bosque en tardes dichosas, siempre oía al descender el sol llameante, fila tras fila de los cuernos feéricos que soplaban lejos hacia el este en el frío de la llegada del crepúsculo, muy distantes y quedos, como una diana oída en sueños. Desde más allá de los bosques resonaban todos esos cuernos sonoros, desde más allá de los bajos, mucho más allá de su última curva; y él sabía que eran los cuernos de plata del País de los Elfos. En todo lo demás era humano, salvo por su capacidad de oír esos cuernos del País de los Elfos, cuya música suena a sólo una yarda más allá del oído humano, y salvo también por el conocimiento de su origen; con excepción de esas dos cosas, no era hasta el momento más que un hijo del hombre.

Y cómo los cuernos del País de los Elfos sonaban sobre la frontera de crepúsculo para ser oídos en los campos que conocemos, no puedo entenderlo; no obstante Tennyson habla de ellos y dice que soplan tenues aun en estos nuestros campos, y creo que si aceptamos todo lo que los poetas dicen cuando están debidamente inspirados, nuestros errores serán menos. De modo que lo niegue la Ciencia o lo confirme el verso de Tennyson me servirá aquí de guía.

Alveric en aquellos días iba por la aldea de Erl, sombrío, sumido en pensamientos muy distantes del lugar en el que andaba, y se detenía ante múltiples puertas y hablaba y planeaba, con la mirada fija en cosas que nadie más podía ver, según parecía. Meditaba en horizontes lejanos, y en el último, más allí del cual estaba el País de los Elfos. Y yendo de casa en casa, reunió a un pequeño grupo de hombres.

Soñaba Alveric encontrar la frontera por el norte lejano, viajar por los campos que conocemos siempre en busca de nuevos horizontes hasta encontrar algún sitio del que el País de los Elfos no se hubiera retirado; a esto decidió dedicar sus días.

Cuando Lirazel estaba con él en los campos que conocemos, siempre había sido su intención volverla más terrena; pero ahora que se había ido su propia mente se volvía diariamente más feérica, y la gente empezaba a mirar de soslayo su expresión fantástica. Soñando siempre con el País de los Elfos y con cosas feéricas, reunió caballos y provisiones y preparó para su pequeño grupo un tal caudal de pertrechos, que la gente que lo veía se asombraba. A muchos hombres pidió formar parte de ese extraño grupo, y pocos aceptaron ir con él a frecuentar horizontes cuando oyeron cuál era su destino. Y al primero que halló para integrar el grupo fue un joven contrariado en amores; y luego a un joven pastor, acostumbrado a los grandes espacios, luego a uno que había oído una extraña canción que alguien cantaba una tarde: se le habían vuelto errantes los pensamientos, en pos de tierras imposibles, de modo que se alegraba de seguir a sus fantasías una enorme luna llena, un verano, había brillado durante toda una noche cálida sobre un joven que dormía en el heno. Y a partir de ese momento había adivinado o visto cosas que, según él lo decía, la luna le había mostrado; fueran lo que hubieren sido, nadie más vio cosas semejantes en Erl: también él se unió al grupo de Alveric no bien éste se lo pidió. Muchos días transcurrieron antes de que Alveric encontrara a estos cuatro; y más no pudo encontrar salvo a un joven por completo privado de juicio, y a éste le encomendó el cuidado de los caballos, porque a los caballos los comprendía perfectamente, y ellos lo comprendían a él, aunque ni hombre ni mujer alguna le encontraran sentido, con excepción de su madre, que lloró cuando Alveric obtuvo su promesa de acompañarlo; porque ella dijo que el muchacho era la compañía y el apoyo de su vejez, y que sabía cuándo se producirían las tormentas y cuándo volarían las golondrinas y de qué color serían las flores que brotarían de las semillas que ella sembraba en el jardín, y dónde tejerían las arañas sus telas y las viejas fábulas de las moscas lloró Y, dijo que mucho más se perdería con su ausencia que lo que la gente de Erl sospechaba. Pero Alveric se lo llevó con él: son muchos los que se van así.

Y una mañana seis caballos cubiertos de provisiones esperaban a las puertas de Alveric, con los cinco hombres que irían con él hasta el borde mismo del mundo. Había tenido una larga conferencia con Ziroonderel, pero ésta le dijo que ninguno de sus hechizos tenía poder para encantar al País de los Elfos o contravenir la terrible voluntad de su rey; él, por tanto, encomendó a Orión a su cuidado, sabiendo bien que, aunque su magia no era sino simple magia terrena, no había ninguna otra capaz de cruzar los campos que conocemos, ni maldición, ni runa dirigida contra el muchacho, capaz de contrarrestar sus hechizos; y en cuanto a sí mismo, se confió a la fortuna que aguarda al final de los largos viajes fatigosos.

Habló largo rato con Orión, pues no sabía cuán largo sería el viaje que tenía por delante hasta encontrar el País de los Elfos, ni cuán fácil sería su retornó a través de la linde del crepúsculo. Le preguntó al niño qué deseaba de la vida.

—Ser cazador —le respondió.

—¿Qué cazarás mientras yo esté más allá de las colinas? —le preguntó su padre.

—Venados, como Oth —respondió Orión.

Alveric ensalzó ese deporte, pues él mismo lo amaba.

—Y algún día iré muy lejos más allá de las colinas y cazaré bestias todavía más extrañas —dijo el muchacho.

—¿Qué clase de bestias? —preguntó Alveric. Pero el muchacho no lo sabía.

Su padre le sugirió diferentes especies de bestias.

—No, más extrañas aún —dijo Orión—. Más extrañas aún que los osos.

—¿Qué clase de bestias, pues?

—Bestias mágicas —dijo el muchacho.

Pero los caballos se movían inquietos allá abajo, en el frío, de modo que no había ya tiempo para charlas ociosas, y Alveric les dijo adiós a la bruja y a su hijo y se alejó sin pensar demasiado en el futuro, pues era demasiado vago como para ser objeto de pensamientos.

Alveric montó su caballo sobre los montones de provisiones y el grupo de seis hombres se alejó cabalgando. Los aldeanos se quedaban en las calles para verlos partir. Todos tenían conocimiento de su curiosa búsqueda; y cuando todos hubieron saludado a Alveric y gritándole adiós hasta al último de los jinetes, se elevó un murmullo de conversaciones. Y había desprecio en las conversaciones, y se apiadaban de él y lo encontraban ridículo; y a veces hablaba el afecto y otras el desdén; sin embargo, en el corazón de todos había envidia; porque su razón se burlaba de una solitaria busca que no es de este mundo, pero sus corazones hubieran querido partir.

Y abandonó al galope Alveric la aldea de Erl con su grupo de aventureros detrás: un hombre herido de la luna, un loco, un joven enfermo de amor, un pastor y un poeta. Y Alveric designó a Vand, el joven pastor, jefe de su campamento, pues parecía el más cuerdo de sus secuaces; pero hubo discusiones mientras aún cabalgaban, antes de acampar; y Alveric, al escuchar o al sentir el descontento de sus hombres, supo que en una búsqueda como la que él había emprendido no era al más cuerdo sino al más loco a quien debía otorgársele autoridad. De modo que designó a Niv, el joven sin juicio, jefe del campamento; y Niv lo sirvió bien hasta un día todavía lejano, y el hombre herido de la luna se mantuvo a su lado y todos estaban contentos de hacer lo que Niv les indicaba y honraron todos la búsqueda de Alveric. Y muchos hombres en múltiples tierras hacen cosas más cuerdas con menos armonía.

Llegaron a las tierras altas y cabalgaron por los campos y cabalgaron hasta llegar a los setos más lejanos del hombre y las casas construidas junto al borde más allá del cual ni siquiera sus pensamientos se aventuran. A través de esa línea de casas en el borde de ésos, campos, cuatro o cinco por cada milla, Alveric pasó por su extraña compañía. La choza del talabartero se encontraba muy lejos hacia el sur. Ahora se dirigía hacia el norte pasando junto a las espaldas de las casas por campos sobre los que otrora atravesaba la linde de crepúsculo hasta encontrar un lugar del que el País de los Elfos no pareciera haberse retirado tanto. Les explicó esto a sus hombres y los espíritus conductores, Niv y Zend, que había sido herido de la luna, lo aplaudieron sin vacilar; y Thyl, el joven soñador de canciones, dijo también que el plan era atinado; y Vand fue arrastrado por el vívido celo de estos tres; y todo le daba igual a Rarmok, el enamorado. Y no habían avanzado mucho a espaldas de las casas, cuando el sol enrojecido rozó el horizonte y se apresuraron para acampar en lo que daba de la luz de ese breve día de invierno. Y Niv dijo que levantarían un palacio como los de los reyes y la idea impulsó a Zend a trabajar como tres hombres, y Thyl lo ayudó afanado; y levantaron estacas, tendieron mantas sobre ellas y construyeron una pared de malezas porque sólo estaban a corta distancia de los setos; y también Vand ayudó con las rudas vallas y Rarmok trabajó indiferente; y cuando todo estuvo acabado Niv dijo que era un palacio. Y Alveric entró en él y descansó mientras los demás encendían una fogata afuera. Y Vand preparó una comida para todos ellos; eso mismo hacía todos los días para sí mismo en los bajos solitarios; y nadie pudo haber cuidado mejor de los caballos que Niv.

Y se desvaneció el crepúsculo y reinó el frío del invierno; y a la hora en que brilló la primera estrella, no parecía haber, nada más en la noche que el frío mordiente; sin embargo, los hombres de Alveric se tendieron junto al fuego envueltos en sus cueros y sus pieles y durmieron todos, menos Rannok el enamorado.

A Alveric, que yacía sobre pieles en su refugio mirando los rojos rescoldos que brillaban más allá de las formas oscuras de sus hombres, la búsqueda le parecía prometer bien: iría muy lejos hacia el norte examinando sucesivos horizontes hasta encontrar un signo del País de los Elfos; iría por el borde, de los campos que conocemos y siempre tendría a mano nuevas provisiones; y si no había atisbos de las montañas azules, seguiría adelante hasta encontrar algún campo que el País de los Elfos no se hubiera retirado y así llegar a ellas por detrás después del rodeo. Y Niv, Zend y Thyl le habían jurado esa noche que antes de que muchos días transcurrieran, por cierto encontrarían el País de los Elfos. Pensando en esto se quedó dormido.