Capítulo XIII

LA RETICENCIA DEL TALABARTERO

Transcurrieron muchos días antes de que Alveric aprendiera de la monotonía de las rocas que un día de viaje era el mismo que otro y que número alguno de jornadas producirían cambio alguno a los rugosos horizontes que tenía por delante y eran tan lóbregos como los que habían reemplazado; que jamás le traerían la visión de las montañas azules. Había avanzado durante diez días mientras sus provisiones se hacían más y más ligeras; caía ahora la tarde y Alveric se dio cuenta por fin de que si seguía adelante y no divisaba pronto las cumbres de las Montañas Feéricas, moriría de hambre. De modo que, hizo una cena frugal en la oscuridad, pues la leña hacía ya tiempo que se le había terminado, y abandonó las esperanzas que lo habían impulsado. Y no bien hubo luz bastante como para que le indicara dónde se encontraba el este, comió un poco de lo que había reservado de la cena e inició el largo camino de regreso a los campos de los hombres por rocas que parecían todavía más ásperas porque le daba las espaldas al País de los Elfos. Todo ese día comió y bebió poco, y al caer la noche tenía todavía provisiones para cuatro días más.

Había esperado viajar más de prisa estos últimos días al regresar, porque lo haría más ligero de peso; no había considerado la capacidad de esas monótonas rocas para fatigar y deprimir con su desolación cuando la esperanza que había iluminado un tanto su lobreguez, hubo desaparecido; no había considerado siquiera la posibilidad de volver atrás hasta que llegó la décima noche sin descubrir ni rastros de las montañas azules y examinar sus provisiones. Y sólo el ocasional temor de que quizá no lograra volver a los campos que conocemos interrumpía la monotonía del viaje de regreso.

Las múltiples rocas yacían más grandes y más densas que tumbas, aunque no tan bien modeladas no obstante la tierra baldía lucía como un cementerio que se extendiera sobre el mundo sin lápidas recordatorias sobre cabezas sin nombre.

Helado por noches crudas, guiado por refulgentes atardeceres, siguió adelante a través de nieblas matinales, vacíos mediodías y tardes despojadas de pájaros. Más de una semana transcurrió desde que emprendiera el camino de regreso, Y Ya no le quedaba agua y no veía todavía indicios de los campos que conocemos ni nada más familiar que las rocas que le parecía recordar y que lo habrían guiado erradamente hacia el norte, el sur y el este, si no hubiera sido por el rojo sol de noviembre al que seguía y, a veces, por alguna estrella amistosa. Y entonces, por fin, al descender la oscuridad ennegreciendo la rocosa multitud, apareció al oeste por sobre las rocas, pálida al principio sobre los restos de la puesta de sol, pero con un esplendor más y más naranja, una ventana bajo uno de los tejados del hombre. Alveric se puso en pie y avanzó hacia ella hasta que las rocas sumidas en la oscuridad y la fatiga lo sometieron, y él se tendió por tierra y durmió; y la ventanita amarilla brilló en sus sueños y trazó formas de esperanza tan bellas como cualquiera que pudiera llegar del País de los Elfos.

Parecía imposible que la casa que vio por la mañana al despertar fuera la misma cuya luz minúscula había sostenido su esperanza y lo había ayudado en su soledad; parecía ahora demasiado sencilla y corriente. Reconoció en ella a una casa que no distaba mucho de la del talabartero. No tardó mucho en llegar a un estanque de cuyas aguas bebió. Llegó a un jardín en el que una mujer estaba trabajando desde temprano ésta le preguntó de dónde venía.

—Desde el este —respondió él señalando, y ella no entendía. Y así llegó a la cabaña desde la que había partido para pedirle hospitalidad al anciano que lo había albergado ya dos veces.

Estaba a la puerta de entrada de su cabaña al llegar Alveric, que venía andando fatigado, y de nuevo le dio la bienvenida. Le ofreció leche y luego alimentos. Y Alveric comió y luego descansó todo el día; sólo al caer la tarde habló. Pero cuando hubo comido y descansado y estuvo nuevamente sentado con la cena por delante, y la luz brillaba y el calor reinaba, sintió en seguida necesidad de la palabra humana. Y contó entonces la historia del gran viaje por la tierra donde las cosas propias del hombre cesaban y donde no había sin embargo pájaros ni bestezuelas ni flores siquiera; una crónica de la desolación. Y el anciano escuchaba las vívidas palabras y no decía nada; sólo hacía algún comentario cuando Alveric se refería a los campos que conocemos. Escuchó con cortesía, pero ni una palabra dijo de la tierra de la que el País de los Elfos se había retirado. Era en verdad como si la tierra hacia el este fuera una ilusión, como si Alveric se hubiera recuperado de ella o hubiera despertado de un sueño y se encontrara ahora entre razonables cosas cotidianas y nada hubiera que decir de la sustancia de los sueños. Por cierto, ni una palabra de reconocimiento dijo el anciano del País de los Elfos, ni de nada que quedara a ochenta yardas al este de la puerta de su cabaña. Luego Alveric se fue a dormir y el anciano se quedó sentado solo junto al fuego hasta que éste se consumió, pensando en lo que había oído y sacudiendo la cabeza. Y todo el día siguiente descansó Alveric allí y caminó por el jardín del anciano, herido por el otoño; y trató a veces de volver a hablar con su anfitrión del gran viaje por la tierra desolada, pero no le fue posible que admitiera que hubiera tales tierras, pues evitaba siempre el tema, como si hablar de ellas las volviera más cercanas.

Y Alveric especuló entonces acerca de las razones que podría tener para, ello. ¿Había estado el anciano en el País de los Elfos durante su juventud y visto algo muy temible, escapando quizá muy de cerca de la muerte o de un amor imborrable? ¿Era el País de los Elfos un misterio demasiado grande como para que las voces humanas lo perturbaran? Esa gente que, vivía allí, al borde de nuestro mundo, ¿conocía la belleza extraterrena de todas las glorias del País de los Elfos y tenía que aún hablar de ellas hiciera vacilar la débil resolución de mantenerse apartados? ¿O quizá sólo pronunciar una palabra sobre la tierra mágica podría acercarla para volver fantásticos y feéricos aun los campos que conocemos? Para ninguna de todas estas especulaciones encontró Alveric respuesta.

Y, sin embargo, Alveric descansó un día más antes de emprender el camino de regreso a Erl. Se puso en camino a la mañana y su huésped salió con él a la puerta para decirle adiós y hablarle del camino de regreso y de los asuntos de Erl, que eran pasto para el chismorreo de muchas granjas. Y era muy grande el contraste entre la aprobación que demostraba el buen hombre por los campos que conocemos, en los que Alveric: andaba ahora, y su desaprobación por todas esas otras tierras hacia las que las esperanzas de Alveric se volvían todavía. Y se separaron después de despedirse y entró luego el anciano en su casa frotándose las manos satisfecho, porque se alegraba de ver a alguien que había contemplado las tierras fantásticas, emprender ahora un viaje a través de los campos que conocemos.

En esos campos imperaba la escarcha y Alveric andaba sobre hierbas quebradizas y respiraba el fresco aire claro, sin pensar casi en su hogar ni en su hijo, sino planeando cómo todavía podría llegar al País de los Elfos; porque creía que más lejos, hacia el norte quizás, hubiera un camino que rodeara las montañas azules. De que el País de los Elfos se había alejado demasiado como para que pudiera llegar a él desde allí, se sentía desesperadamente seguro, pero no podía creer que se hubiera trasladado a lo largo de toda la frontera del crepúsculo, donde el País de los Elfos roza la Tierra tan lejos como ha cantado el poeta. Quizá más hacia el norte encontrara la frontera, inmóvil, sumida en el sueño del crepúsculo, y llegara junto a las montañas azules y volviera a ver a su esposa; embargado en estos pensamientos, avanzaba por dulces campos neblinosos.

Y sumido en sus sueños y en sus planes sobre la tierra fantasmal, llegó por la tarde a los bosques que meditan sobre Erl. Y penetró en el bosque y, a pesar de estar sumido en pensamientos que lo transportaban lejos de allí, no tardó en ver el humo de una fogata que ardía no muy lejos, que se elevaba gris entre los oscuros troncos de los robles. Avanzó hacia él, para ver quién se encontraba allí, y allí estaban su hijo y Ziroonderel, que calentaban sus manos tendidas al fuego.

—¿Dónde has estado? —exclamó Orión tan pronto como lo vio.

—De viaje —respondió Alveric.

—Oth está de caza —dijo Orión y señaló la dirección por la que el viento se llevaba el humo. Y Ziroonderel no dijo nada porque veía más en los ojos de Alveric que lo que ninguna pregunta le habría arrancado de la lengua. Entonces Orión le mostró una piel de ciervo sobre la que estaba sentado—. Oth lo mató —dijo.

Parecía reinar la magia alrededor de esa fogata de grandes leños que ardían tranquilamente en los bosques sobre el vestido abandonado del otoño que yacía resplandeciente; y no era la magia del País de los Elfos ni la que hubiera invocado Ziroonderel con su varita mágica: era sólo la magia propia del bosque.

Y Alveric se estuvo allí en silencio un rato mirando al muchacho y a la bruja junto al fuego en los bosques; y entendió que había llegado el momento de comunicarle a Orión cosas que a sí mismo no eran claras y que aun en ese instante lo desconcertaban. Sin embargo no le habló de ellas entonces; en cambio, dijo algo sobre los asuntos de Erl, se volvió y se dirigió hacia su castillo; Ziroonderel y el muchacho regresarían más tarde con Oth.

Y Alveric, ordenó que se le preparara la cena al llegar a las puertas, y comió solo en el gran salón que había en el castillo de Erl, mientras pensaba en las palabras que diría. Y fue luego por la noche al cuarto del niño y le dijo que su madre se había ido por un tiempo al País de los Elfos, al palacio de su padre (del que sólo puede hablarse en un canto). Y, sin escuchar nada de lo que dijo Orión entonces, se atuvo al breve cuento que había ido a contar y le dijo que el País de los Elfos se había retirado.

—Pero eso no es posible —dijo Orión— porque yo oigo todos los días los cuernos del País de los Elfos.

—¿Puedes oírlos? —preguntó Alveric.

Y el muchacho replicó:

—Los oigo resoplar al caer la tarde.