Capítulo XII

LA PLANICIE DESENCANTADA

Cuando Alveric comprendió que había perdido el País de los Elfos, caía la tarde y se había alejado dos días y una noche de Erl. Por segunda vez yació para pasar la noche sobre la planicie guijarrosa de la que el País de los Elfos se había retirado; y en el crepúsculo el horizonte oriental se divisaba claro sobre un cielo turquesa, ornado de negras rocas escarpadas, sin el menor signo del País de los Elfos. El atardecer resplandecía, pero era el atardecer de la Tierra, no el de la densa linde que Alveric buscaba, que se extiende entre el País de los Elfos y la Tierra. Y salieron las estrellas y eran las estrellas que conocemos, y Alveric durmió bajo sus constelaciones familiares.

Despertó con mucho frío en el alba sin pájaros, oyendo viejas voces que lloraban quedo a la distancia mientras se alejaban, como sueños que vuelven al país de los sueños. Se preguntó si llegarían al País de los Elfos una vez más o si éste se habría alejado demasiado para que ello fuera posible. Examinó todo el horizonte hacia el este, pero no vio sino las rocas que desolaban la tierra. De modo que regresó a los campos que conocemos.

Hizo el camino de regreso en medio del frío sin el menor rastro ya de impaciencia; y, gradualmente, la caminata le dio algún calor y otro poco de calor le dio el sol de otoño. Anduvo durante todo el día, y el sol estaba enorme y rojo cuando llegó de nuevo a la cabaña del talabartero. Pidió comida y el anciano le dio la bienvenida; ya en la olla hervía su propia cena; y, no transcurrió mucho tiempo de haberse sentado Alveric a la vieja mesa sin que tuviera por delante una fuente llena, de patas de ardilla y carne de erizo y conejo. El anciano se negó a comer en tanto Alveric no hubiera terminado, y lo servía con tanta solicitud, que Alveric creyó que el momento oportuno había llegado; se volvió hacia el anciano mientras éste le ofrecía un trozo de conejo y se refirió al tema del País de los Elfos.

—El crepúsculo se ha alejado —dijo Alveric.

—Sí, sí —dijo el viejo sin que hubiera en su voz la menor significación, sea lo que fuere lo que tenía en mente.

—¿Cuándo partió? —preguntó Alveric.

—¿El crepúsculo, mi amo? —preguntó el anfitrión.

—Sí —dijo Alveric.

—Ah, el crepúsculo —dijo el anciano.

—La linde —dijo Alveric, y bajó la voz aunque no sabía, por qué— entre el lado de aquí y el País de los Elfos.

Ante las palabras «el País de los Elfos», toda comprensión desapareció de los ojos del anciano.

—Ah —dijo.

—Anciano —dijo Alveric—, tú sabes dónde se ha ido el País de los Elfos.

—¿Se ha ido? —dijo el anciano.

Esa inocente sorpresa, pensó Alveric debe de ser real; pero, cuando menos, sabía dónde se había encontrado: sólo a dos campos de distancia de su propia puerta.

—Antes el País de los Elfos estaba en el campo de al lado —dijo Alveric.

Y la mirada del anciano volvió errante al pasado y lo contempló como si los viejos días hubieran vuelto por un momento, luego sacudió la cabeza. Y Alveric le clavó la mirada.

—Tú conociste el País de los Elfos —exclamó.

El viejo siguió sin comprender nada.

—Tú sabías dónde se encontraba la linde —dijo Alveric.

—Soy viejo —dijo el talabartero— y no tengo a nadie a quien preguntárselo.

Cuando dijo eso, Alveric supo que estaba pensando en su esposa; y supo también que si ella hubiera estado viva y allí mismo en ese momento, tampoco habría recibido información alguna sobre el País de los Elfos; no parecía que hubiera mucho más que decir. Pero una cierta terquedad hizo que insistiera sobre el tema aun cuando sabía que nada podría averiguar.

—¿Quién vive al este de aquí? —preguntó.

—¿Al este? —replicó el anciano—. Mi amo ¿no existen el norte, el sur y el oeste para que os empeñéis en ir hacia el este?

Había una expresión de súplica en su cara, pero Alveric no le prestó atención.

—¿Quién vive al este de aquí? —repitió.

—Mi amo, nadie vive en el este —respondió. Y eso era cierto en verdad.

—¿Quién vivía allí? —preguntó Alveric.

Y el viejo se apartó para vigilar el guisado en su olla y musitó al volverse, de modo que apenas fue posible oírlo:

—El pasado.

Nada más dijo el anciano, ni explicó lo que había dicho. De modo que Alveric le preguntó si podía disponer de una cama para pasar la noche, y su anfitrión le mostró la vieja cama que recordaba a través del vago número de años transcurridos. Y Alveric aceptó la cama sin más y dejó que el anciano fuera a cenar. Y muy pronto Alveric se quedó profundamente dormido, por fin en reposo y caliente, mientras su anfitrión meditaba en su mente muchas cosas que Alveric creía que ignoraba.

Cuando los pájaros de nuestros campos despertaron a Alveric cantando estrepitosos y tardíos a finales de octubre, en un día que les recordaba la primavera, se levantó, salió afuera y subió a la parte más alta del pequeño prado que se extendía del lado sin ventana de la casa del anciano que daba al país de los Elfos. Allí miró hacia el este y vio hasta la línea curva del cielo la misma planicie baldía, desolada, rocosa que había estado allí ayer y aún el día anterior. Luego el talabartero le dio el desayuno, y después él salió nuevamente a mirar la planicie. Y mientras recibía la cena que su anfitrión compartió tímidamente, Alveric insistió una vez más en el tema del País de los Elfos. Y algo había en las palabras y los silencios del anciano que alentaba en Alveric la esperanza de tener noticia del paradero de las azules Montañas Feéricas. De modo que llevó al anciano afuera y se volvió hacia el este; el anciano miraba en esa dirección con ojos renuentes; y señalando una roca en particular, la más notoria y cercana, en la esperanza de tener información definida de una cosa definida, él le preguntó:

—¿Cuánto hace que se encuentra allí esa roca?

Y la respuesta llegó a sus esperanzas como el granizo a las flores del manzano:

—Se encuentra allí y debemos sacar el mejor partido posible de ello.

Lo inesperado de la respuesta desconcertó a Alveric; y cuando comprobó que las preguntas razonables sobre cosas definidas no recibían una respuesta lógica, desesperó de obtener una información práctica que pudiera servirle de guía en su viaje fantástico. De modo que anduvo hacia el lado éste de la cabaña toda la tarde, observando la llanura desolada que permaneció inalterable: no aparecieron montañas celestes, ninguna marejada devolvió el País de los Elfos; y llegó la caída de la tarde, las rocas resplandecían tristemente a los rayos oblicuos del sol poniente y se ennegrecieron después de partido, alterándose con todas las alteraciones de la Tierra, pero no con el encantamiento del País de los Elfos. Entonces Alveric decidió emprender un gran viaje.

Volvió a la cabaña y le dijo al talabartero que le era preciso adquirir muchas provisiones, tantas como pudiera cargar. Y durante la cena planearon lo que llevaría consigo. Y el anciano le prometió ir al día siguiente a donde sus vecinos y le indicó lo que cada cual daría, y algo más si Dios concedía prosperidad a sus trampas. Porque Alveric había decidido viajar hacia el este hasta encontrar la tierra perdida.

Y Alveric se fue a dormir temprano, y durmió mucho hasta que la fatiga que le había provocado la búsqueda del País de los Elfos se le hubiera pasado por completo; el anciano lo despertó al volver de visitar sus trampas. Y puso las criaturas atrapadas en el caldero y el caldero sobre el fuego mientras Alveric desayunaba. Y toda la mañana el talabartero fue de casa en casa entre sus vecinos que vivían en pequeños huertos en el borde de los campos que conocemos y de uno recibió carnes saladas, pan de otro, un queso de un tercero, hasta que volvió cargado a su casa a tiempo para preparar la comida.

Y todas las provisiones que cargaba el anciano Alveric las puso en un saco que se echó al hombro y algunas las puso en su bolso; y, llenó su cántaro de agua y otros dos además, que su anfitrión había fabricado con grandes cueros, pues no había visto corriente alguna en toda esa tierra desolada; y así equipado, se alejó un tanto de la cabaña y miró otra vez la tierra de la que el País de los Elfos se había retirado. Volvió satisfecho de poder cargar provisiones para una quincena y al caer la tarde, mientras el anciano preparaba trozos de carne de ardilla, Alveric se dirigió otra vez al lado sin ventana de la cabaña mirando todavía la tierra desolada, en la esperanza de ver surgir de entre las nubes que coloreaba la puesta de sol esas serenas montañas azules; pero no vio nada. Y el sol se puso, y ya terminaba octubre.

A la mañana siguiente Alveric comió en abundancia en la cabaña; luego cogió la pesada carga de provisiones, le pagó a su anfitrión Y se puso en marcha. La puerta de la cabaña se abría hacia el oeste y el anciano cordialmente lo acompañó y lo despidió con bienandanzas y bendiciones, pero no rodeó su casa para verlo alejarse por el este; tampoco habló de ese viaje; era como si para él sólo hubiera tres puntos cardinales.

El brillante sol de otoño no estaba alto todavía cuando Alveric abandonó los campos que conocemos para dirigirse a la tierra que el País de los Elfos había dejado y que nada tenía cerca, con el gran saco al hombro y la espada a un lado. Las manzanillas de la memoria que había visto estaban todas marchitas ahora, y las viejas canciones y voces que habían inundado el sitio, no eran ahora más altas que suspiros; y parecían ser menos, como si algunas, hubieran muerto ya o hubieran logrado volver al País de los Elfos.

Todo ese día Alveric viajó con el vigor que acompaña el principio de las empresas, que lo ayudó a avanzar a pesar de la gran carga de provisiones que llevaba, y una gran manta que le colgaba como una pesada capa de los hombros; y llevaba además un atado de leña y una estaca en la mano derecha. Era una figura incongruente con su estaca, su saco y su espada; pero iba en pos de una idea, una inspiración, una esperanza; y, por tanto, compartía algo de la extrañeza que tienen todos los hombres que emprenden algo semejante.

Al mediodía se detuvo para comer y descansar y siguió camino luego lentamente otra vez y anduvo hasta caer la tarde; ni siquiera entonces descansó como había tenido la intención de hacerlo, porque cuando cundió el crepúsculo y pesó denso sobre el cielo del este, continuamente abandonaba el descanso y avanzaba algo todavía para ver si no sería el de la espesa frontera profunda de los campos que conocemos que nos separa del País de los Elfos. Pero era siempre el crepúsculo terrenal, hasta que las estrellas salieron y eran todas las estrellas familiares que miran sobre la Tierra. Luego se tendió entre esas ásperas rocas sin musgo, comió pan y queso y bebió agua; y cuando el frío de la noche empezó a extenderse por la planicie, encendió una pequeña fogata con el escaso haz de leña y se acercó a ella envuelto con su capa y su manta; y antes de que hubieran ennegrecido los rescoldos, se había quedado profundamente dormido.

Llegó el alba sin sonido de pájaros ni susurro de hojas, llegó el alba en el silencio mortal y en el frío; y nada en toda aquella planicie le dio la bienvenida a la luz.

Si la oscuridad hubiera cubierto por siempre esas rocas angulosas, habría sido mejor, pensó Alveric al ver su compañía informe que lucía con tétrico fulgor; la oscuridad era mejor ahora que el País de los Elfos había desaparecido. Y aunque la lobreguez de ese lugar desencantado penetraba su espíritu con el frío del alba, su fogosa esperanza brillaba todavía, y le dio algo de tiempo para comer junto al frío círculo negro de su fogata solitaria antes de impulsarle nuevamente hacia el este por sobre las rocas. Y toda esa mañana siguió adelante sin la camaradería de una hoja de hierba siquiera. Los pájaros dorados que antes había visto, hacía ya tiempo que habían regresado al País de los Elfos, y los pájaros de nuestros campos y todas las criaturas vivientes que conocemos se habían ausentado de esa tierra baldía. Alveric viajaba tan solo como quien vuelve en su memoria a escenas de tiempos recordados, pero en lugar de en escenas de tiempos recordados, se encontraba en un lugar del que todo embeleso había huido. Viajaba algo más ligero que el día antes, pero lo hacía, con mayor fatiga porque sentía el peso de la marcha del día anterior. Descansó un buen rato al mediodía y luego siguió adelante. Las múltiples rocas se extendían por todas partes y punzaban el horizonte con su aspereza, pero en ningún momento se divisaron las montañas azules.

Esa noche, con su menguante provisión de leña, Alveric hizo otra fogata; su llama, que subía sola en esa tierra baldía parecía de algún modo revelar la monstruosa desolación. Se sentó junto al fuego y pensó en Lirazel sin pérdida de las esperanzas, aunque la visión de esas rocas debió de haberle advertido que no debía esperar, porque algo en su apariencia caótica participaba de la planicie que les daba cabida y sugería su infinita extensión.