LA PROFUNDIDAD DE LOS BOSQUES
En esos días Ziroonderel entretenía al niño con hechizos y pequeñas maravillas y él, por un rato se contentaba. Y luego en silencio, trataba de imaginar por sí mismo dónde se encontraría su madre. Escuchaba todo lo que se decía y pensaba largo tiempo en ello.
Y los días transcurrían de este modo y él sólo sabía que ella había partido; sin embargo, no decía una palabra de lo que ocupaba sus pensamientos. Y luego llegó a saber por lo que se decía o se callaba, por miradas, ademanes o movimientos de las cabezas, que un misterio rodeaba la partida: de su madre. Pero en qué consistía este misterio no lo sabía, a pesar de todos los misterios que le pasaban por la mente cuando trataba de concebirlo. Y por fin, un día, se lo preguntó a Ziroonderel.
Y aunque ella en su mente había almacenado años y años de sabiduría, y aunque había temido a esta pregunta, no sabía que hubiera rondado la mente del niño durante días enteros; y no encontró mejor respuesta en toda su sabiduría que decirle que su madre se había ido a los bosques. Cuando el niño oyó esto, decidió ir a los bosques en su busca.
Ahora bien, en sus paseos junto con Ziroonderel por el pequeño villorrio de Erl, Orión veía pasar a los aldeanos, al herrero en su herrería, a la gente en el umbral de sus casas, a los hombres que llegaban al mercado desde campos distantes; y los conocía a todos. Y sobre todo conocía a Threl con sus pies silenciosos, y a Oth con sus ágiles miembros porque a ambos le contaban cuentos cuando los encontraba en las tierras altas y en los bosques profundos sobre la colina, y en los paseos que daba con su aya, a Orión le encantaba escuchar cuentos sobre sitios lejanos.
Había un viejo mirto junto a un pozo donde Ziroonderel solía sentarse las tardes de verano mientras Orión jugaba en la hierba; y Oth cruzaba la hierba a veces con su curioso arco, cuando partía al caer la tarde; y a veces era Threl el que pasaba por allí; y cada vez que Orión los veía, los detenía y les pedía que le contaran un cuento de los bosques. Y si era Oth, le hacía una hermosa reverencia a Ziroonderel con temerosa veneración y contaba algún cuento sobre lo que hacían los ciervos y Orión le preguntaba por qué. Entonces en la cara de Oth aparecía una expresión como si estuviera recordando cuidadosamente lo sucedido hacía mucho tiempo atrás, y al cabo de un momento de silencio le daba una antigua causa de lo que fuere que el ciervo hiciera, que explicaba el origen de la costumbre.
Si era Threl el que venía por la hierba, no parecía ver a Ziroonderel y contaba el cuento de los bosques más de prisa en voz baja y seguía adelante dejando tras de sí, sentía Orión, la tarde colmada de misterio. Contaba cuentos sobre toda clase de criaturas; y los cuentos eran tan extraños que sólo se los contaba al joven Orión porque, le explicaba, había mucha gente incapaz de creer la verdad, y no quería que llegaran a oídos de gente semejante. En una ocasión Orión había ido a su casa, una choza oscura llena de pieles: toda clase de pieles colgaban de las paredes, zorros, tejones y martas; y había otras más pequeñas amontonadas en los rincones. Para Orión la choza de Threl contenía más maravillas que ninguna otra cosa que hubiera visitado nunca.
Pero ahora era otoño y el muchacho y su aya ya no veían a Oth y a Threl con tanta frecuencia; porque en las tardes neblinosas con la amenaza de la helada en el aire, ya no se sentaba junto al mirto. No obstante Orión se mantenía vigilante en sus cortos paseos; y un día vio a Threl que se alejaba de la aldea de cara a las tierras altas. Y llamó a Threl, y Threl se quedó inmóvil algo desconcertado porque no se daba a sí mismo importancia bastante como para que el aya del castillo lo viera claramente y lo tuviera en cuenta, fuera ella bruja o mujer. Y Orión corrió a su encuentro y dijo:
—Muéstrame los bosques.
Y Ziroonderel se dio cuenta de que había llegado el momento en que los pensamientos del muchacho iban más allá del valle, y sabía que ningún hechizo al que ella pudiera recurrir podría evitar que fuera tras ellos. Y Threl dijo:
—No, mi amo —y miró confuso a Ziroonderel que venía tras el muchacho y lo apartó de Threl. Y Threl fue solo a su trabajo en la profundidad de los bosques.
Y fue tal cual la bruja lo había previsto. Porque primero Orión lloró, luego soñó con los bosques y al día siguiente escapó furtivo y solo a la casa de Oth y le pidió que lo llevara con él cuando fuera a la caza del ciervo. Y Oth, de pie sobre una gran piel de ciervo frente a unos leños en llamas, le habló mucho de los bosques, pero no lo llevó consigo en esa ocasión. Llevó en cambio a Orión de vuelta al castillo. Y Ziroonderel lamentó demasiado tarde haberle dicho tan a la ligera que su madre había ido a los bosques, porque esas palabras suyas habían llamado demasiado pronto al espíritu errante que por fuerza habría de despertar en él alguna vez, y vio que sus hechizos ya no podrían contentarlo. De modo que terminó por permitirle ir a los bosques. Pero no antes de que, levantando la varita mágica y entonando un encantamiento, hubiera convocado el embeleso de los bosques al hogar del cuarto del muchacho y lo hubiera hecho habitar las sombras proyectadas por el fuego y arrastrarse con ellas por la habitación, hasta que tanto fue el misterio de ésta como el del bosque. Cuando este hechizo no lo satisfizo y siguió nostálgico en el castillo le permitió entonces ir a los bosques.
Se dirigió furtivo una vez más a la casa de Oth una mañana por sobre la hierba ondulada; y la vieja bruja supo que se había marchado, pero no le exigió que volviera, porque no tenía hechizo que pudiera con el amor del vagabundeo en un hombre, sea que éste se despierte temprano o tarde. Y no iba a sujetar sus miembros cuando su corazón había ya partido a los bosques, porque siempre las brujas, cuando tienen dos cosas por delante, se ocupan de la más misteriosa. De modo que el muchacho llegó solo a la casa de Oth; en su jardín había flores muertas que colgaban de tallos parduscos y los pétalos se convertían en lodo si se los tocaba, porque noviembre había llegado y había habido escarcha toda la noche. Y esta vez Orión encontró a Oth en un estado de ánimo, que habría pasado en el término de una hora, favorable a los anhelos del muchacho. Oth estaba cogiendo su arco de la pared cuando Orión entró, y el corazón de Oth estaba ya en los bosques y cuando el muchacho llegó con ansias de ir a los bosques también el cazador no pudo negárselo.
De modo que Oth sentó al muchacho sobre su hombro y junto con él abandonó el valle. Y la gente los vio pasar así: Oth con su arco y sus suaves sandalias silenciosas y sus pardos vestidos de cuero, y Orión sobre su hombro, envuelto en una piel de cervatillo que Oth le había echado encima. Cuando la aldea quedó atrás, Orión se regocijó al ver a las casas cada vez más lejos, porque nunca había estado antes a tanta distancia de ellas. Y cuando las tierras altas abrieron sus espacios ante sus ojos, sintió que no estaba meramente de paseo, sino que había emprendido un viaje. Y entonces vio a lo lejos las sombras solemnes de los bosques invernizos, y se sintió sobrecogido de deleitado temor reverente. Oth lo llevaba a su oscuridad, su misterio y su abrigo.
Tan suavemente entró Oth en el bosque, que los mirlos que montaban guardia en él, posados vigilantes en las ramas, no se echaron a volar a su llegada, sino que sólo emitieron suaves notas de advertencia y escucharon precavidos hasta que hubo pasado, sin saber de cierto si un hombre había roto el encantamiento del bosque. En ese encantamiento, en las sombras y en el profundo silencio, Oth se trasladaba gravemente; y la solemnidad le lucía en la cara al penetrar en el bosque; porque avanzar con pies silenciosos a través del bosque era su misión en la vida, y llegaba a él como los hombres llegan a lo más deseado de sus corazones. Y no tardó en dejar al muchacho sobre los helechos pardos y siguió adelante solo, por un momento. Orión lo vio alejarse con el arco en la mano izquierda hasta desaparecer en el bosque, como una sombra que fuera a una reunión de sombras y se mezclara con sus semejantes. Y aunque Orión no podía ir con él esta vez, sentía una gran alegría porque sabía que ésta era, una verdadera cacería, no una mera diversión para complacer a un niño, y esto lo complacía más que todos los juguetes que hubiera tenido nunca. Y silencioso y solitario el gran bosque lo rodeaba mientras él esperaba el regreso de Oth.
Y al cabo de un largo rato, oyó un sonido en medio del encantamiento del bosque menos alto todavía que el que hace un mirlo cuando esparce hojas muertas en busca de insectos, y Oth estaba otra vez de vuelta.
No había encontrado ciervos; y durante algún tiempo se sentó junto a Orión y disparó flechas contra un árbol; pero pronto recogió sus flechas nuevamente, puso al muchacho, sobre el hombro e inició el camino de regreso a casa. Y había lágrimas en los ojos de Orión cuando abandonaron el gran bosque; porque amaba el misterio de los enormes robles grises junto a los cuales podemos pasar sin advertirlos o sólo con la momentánea sensación de algo olvidado, de algún mensaje no del todo descifrado; pero para él sus espíritus eran compañeros de juego. De modo que volvió a Erl como si se hubieran hecho, de nuevo amigos, lleno de las sugerencias impartidas por viejos troncos sabios, porque para él cada uno de ellos, tenía un significado. Y Ziroonderel estaba esperando en los portales cuando Oth trajo a Orión de regreso; y le preguntó poco sobre el tiempo pasado en los bosques, y le respondió poco cuando él le habló de la cuestión, porque sentía celos de esos bosques cuyo hechizo se lo había arrebatado a pesar del suyo propio. Y durante toda esa noche Orión cazó ciervos, en sueños en la profundidad de los bosques.
Al día siguiente se dirigió otra vez furtivo a casa de Oth. Pero Oth había salido de caza porque estaba necesitado de carne. De modo que Orión fue a la casa de Threl. Y allí estaba Threl en su casa oscura entre abundantes pieles diversas.
—Llévame a los bosques —dijo Orión. Y Threl se sentó en una ancha silla de madera junto al fuego para pensar el asunto y hablarle de los bosques. No era como Oth, que hablaba sólo de las pocas cosas sencillas que conocía, del ciervo, de las costumbres del ciervo, de la llegada de las estaciones; sino que hablaba de lo que presentía de la profundidad del bosque, de la oscuridad del tiempo, de las fábulas de los hombres y los animales; y en especial le gustaba contar las fábulas de los zorros y los tejones, que había llegado a conocer observando sus movimientos a la hora del crepúsculo. Y mientras se estaba allí sentado mirándose fijamente el fuego, rememorando las antiguas costumbres de los moradores del helecho y la maleza, Orión olvidaba su anhelo de ir a los bosques y se quedaba sentado en una sillita abrigada de pieles, satisfecho. Y a Threl le decía lo que no le había dicho a Oth, que creía que su madre algún día le saldría al encuentro de detrás de uno de los troncos de los viejos robles, porque había ido a los bosques por un tiempo. Y Threl pensaba que quizá fuera así; porque no había nada maravilloso que se dijera de los bosques que Threl no pensara posible.
Y entonces llegó Ziroonderel en busca de Orión y se lo llevó consigo de regreso al castillo. Y al día siguiente le permitió nuevamente que fuera a lo de Oth; y esta vez Oth lo llevó nuevamente a los bosques. Y unos pocos días más tarde volvió a la casa oscura de Threl en cuyas telarañas y rincones parecía acechar el misterio del bosque, y escuchó los curiosos cuentos de Threl.
Y las ramas del bosque se volvieron negras y rígidas sobre la llamarada de los atardeceres rojos, y el invierno empezó a depositar su hechizo sobre las tierras altas, y los más sabios de la aldea profetizaron nieve. Y un día Orión, que estaba en los bosques con Oth, vio cómo el cazador mataba a un venado. Observó cómo lo preparaba, lo desollaba, lo cortaba en dos partes y las ataba en la piel, con la cabeza y los cuernos hacia abajo. Luego Oth fijó los cuernos, al resto del atado, se lo echó al hombro y, con sus fuerzas poderosas, lo cargó hasta la casa. Y el muchacho se regocijó más que el cazador.
Y esa tarde Orión fue a contarle historia a Threl, pero Threl tenía historias más maravillosas todavía.
Y así transcurrieron los días mientras Orión aprendía del bosque y de los cuentos de Threl el amor por todo lo que hace la vocación del cazador, y un espíritu crecía en él digno del nombre que llevaba; sin embargo, no mostraba nada todavía que revelara la parte mágica de su linaje.