LA RETIRADA DEL PAÍS DE LOS ELFOS
A la mañana siguiente Alveric subió a la torre al encuentro de la bruja Ziroonderel cansado y frenético después de haber buscado toda la noche por lugares extraños a Lirazel, Toda la noche había tratado de imaginar qué fantasía la habría llamado y a dónde podría haberla arrastrado; había buscado por el arroyuelo donde ella le había rezado a las piedras y por el estanque donde les había rezado a las estrellas; había llamado su nombre en cada una de las torres y lo había llamado también en la noche profunda, pero sólo el eco le había respondido; de modo que por último había recurrido a la bruja Ziroonderel.
—¿A dónde? —preguntó, y nada más dijo para que el niño no tuviera conocimiento de sus temores. Pero el niño los conocía. Y Ziroonderel luctuosa, sacudió la cabeza.
—Por el camino de las hojas —dijo—. El camino de toda belleza.
Pero Alveric no se quedó sino para escuchar las seis primeras palabras; porque se fue con la inquietud con que había venido, apresurado escaleras abajo y salió afuera, a la mañana ventosa, para ver qué camino habían cogido esas hojas gloriosas.
Y unas pocas hojas que habían quedado adheridas a las ramas frías más tiempo, una vez partida la alegre compañía de sus camaradas, estaban también ahora en el aire, últimas y solitarias; y Alveric vio que se dirigían al sudeste, hacia el País de los Elfos.
De prisa entonces metió la espada mágica en su amplia, vaina de cuero; y con escasas provisiones se apresuró por los campos tras las últimas hojas, cuya gloria otoñal lo guiaba, como múltiples causas, en sus días postreros, todas espléndidas y permitidas conducen a toda clase de hombres.
Y así llegó a los campos de las tierras altas con la hierba grisácea de rocío; y el aire resplandecía en la luz del sol, dichoso con las últimas hojas, pero cierta melancolía parecía habitar el mugido de las vacas.
En la calma de la brillante mañana, recorrida por el viento errante del noroeste, Alveric no lograba calma alguna, ni por un instante abandonó la prisa de alguien que ha perdido algo de pronto: así era la rapidez de sus movimientos y el frenesí de su aire. Observó todo el día los claros y anchos horizontes del sudeste, hacia donde se dirigían las hojas; y al caer la noche buscó las Montañas Feéricas, graves e inmutables o iluminadas de ninguna luz que conozcamos, del color de pálidos nomeolvides. Intentó pero no le fue posible divisarlas.
Y entonces vio la casa del viejo talabartero que había fabricado la vaina de su espada; y al verla rememoró los años, transcurridos desde la tarde en que por primera vez la había visto, aunque nunca supo cuántos habían sido, ni tenía posibilidades de saberlo, pues nadie había concebido nunca un cálculo exacto con el cual estimar la acción del tiempo en el País de los Elfos. Buscó luego una vez más las celestes Montañas Feéricas, recordando perfectamente dónde se encontraban, en una prolongada y grave cadena, más allá de un punto por sobre el tejado del talabartero, pero no divisó ni rastros de ellas. Entonces entró en la casa y el anciano todavía se encontraba allí.
El talabartero había envejecido mucho; aun la mesa en la que trabajaba parecía mucho más vieja. Saludó a Alveric, pues recordaba quién era, y Alveric preguntó por la mujer del anciano.
—Murió hace ya mucho —dijo. Y una vez más sintió Alveric el vuelo frustrante de esos años, que volvía aún más temible el País de los Elfos al que se dirigía; no obstante ni se ocurrió volver, ni por un instante refrenó la prisa impaciente que lo empujaba. Pronunció algunas pocas palabras formales sobre la pérdida de la anciana, sufrida ya hacía tantos años. Luego:
—¿Dónde están las Montañas Feéricas —preguntó—, los pálidos picos celestes?
Lentamente la cara del anciano adquirió una expresión como si jamás las hubiera visto, como si Alveric, por ser instruido, hablara de cosas que de ningún modo podía saber el viejo talabartero. No, no sabía, dijo. Y Alveric comprobó que ese día como hacía ya tantos años atrás, el anciano se negaba a hablar del País de los Elfos. Pues bien, la linde se encontraba sólo a algunas yardas de distancia de cualquier manera; la cruzaría y le preguntaría por el camino a las criaturas feéricas, sino le era posible, guiarse por las montañas. El anciano le ofreció comida, y él no había comido en todo el día; pero en su prisa, sólo le preguntó una vez más por el País de los Elfos, y el anciano le dijo humildemente que de esas cosas él no sabía nada. Entonces Alveric se alejó a grandes pasos y llegó al campo por él conocido que, según recordaba, estaba dividido por la nebulosa frontera de crepúsculo. Y, en verdad, no bien llegó al campo, vio a todas las setas inclinadas en una dirección y ésa era la dirección que él emprendía; porque así como los espinos se apartan todos del mar, las setas y todas plantas que tenga un cierto halo de misterio, como las dedaleras, los verbascos y ciertas especies de orquídeas cuando crecen cerca, se inclinan todas hacia el País de los Elfos. De este modo, uno puede saber antes de haber oído el murmullo de las olas o de haber adivinado la influencia de las criaturas mágicas, según sea el caso, que ha llegado al mar o a la linde del País de los Elfos. Y en el aire, por sobre su cabeza, Alveric vio pájaros dorados, y Alveric supuso que había habido una tormenta en el País de los Elfos que los había arrastrado por sobre la barrera desde el sureste, aunque en los campos que conocemos el viento soplaba desde el noroeste. Y siguió adelante, pero la linde no se encontraba allí y cruzó el campo como cualquiera de los campos que conocemos y, sin embargo, no llegó a las colinas del País de los Elfos.
Se apresuró entonces Alveric ganado de una nueva impaciencia, con el viento noroeste por detrás. Y la tierra empezó a mostrarse despojada y guijarrosa, opacada, sin flores, sin sombra sin color, sin ninguna de esas cosas con que se recuerda y se tiene la imagen de un sitio cuando uno ya se ha ausentado de él; todo estaba desencantado ahora. Alveric vio a un pájaro dorado en lo alto, que volaba veloz hacia el sureste; y siguió su vuelo en la esperanza de ver pronto las montañas del País de los Elfos que, suponía, estarían meramente ocultas por alguna niebla mística.
Pero aún el cielo otoñal estaba brillante y claro y todo el horizonte llano, y ni rastros se divisaban todavía de las Montañas Feéricas. Y no por esto se enteró que el País de los Elfos se había retirado. Pero cuando vio en la desolada planicie guijarrosa, inalterado por el viento del noroeste, y hermosamente florecido en el otoño, un árbol de manzanilla que recordaba desde hacía mucho tiempo atrás, emblanquecido de capullos que habían alegrado un día de primavera de su lejana infancia, supo que el País de los Elfos había estado allí y que debía de haberse retirado, aunque no sabía cuánto. Porque es cierto, y Alveric lo sabía, que así como el encanto que anima gran parte de nuestra vida, especialmente en los años juveniles, proviene de rumores que nos llegan del País de los Elfos por intermedio de varios mensajeros (la bendición y la paz sean con ellos), del mismo modo vuelven de nuestros campos al País de los Elfos, para formar parte de su misterio, múltiples recuerdos que hemos perdido y juguetes queridos que otrora hemos atesorado. Y esto forma parte de la ley de flujo y reflujo que la ciencia rastrea en todas las cosas; así, la luz creó los bosques de carbón, y el carbón devuelve la luz; así, los ríos colman el mar y el mar devuelve agua a los ríos; así, todas las cosas dan y reciben aún la Muerte.
Luego Alveric vio en el seco terreno llano un juguete abandonado que todavía recordaba, que muchos, muchos años atrás (¿cómo podía saber cuántos?) había sido suyo cuando niño, torpemente tallado en madera; y un desdichado día se le había roto y otro desdichado día había sido desechado. Y ahora lo veía allí, no sólo entero y nuevo, sino dotado de misterio, de esplendor y de encanto: el radiante objeto transfigurado que su infancia había conocido. Estaba allí dejado del País de Elfos como las cosas maravillosas del mar quedan a veces desoladas en arenas baldías cuando el mar es una lejana masa azul con un borde de espuma.
Tétrica, despojada de encanto, estaba la planicie de la que el País de los Elfos se había retirado, aunque aquí y allá una y otra vez, Alveric veía cosillas abandonadas que había perdido en la infancia, caídas a través del tiempo a la imperecedera región donde no transcurren las horas del País de los Elfos para formar parte de su gloria, y, dejadas ahora solas por su inmensa retirada. Viejas melodías, viejas canciones, viejas voces también resonaban allí, cada vez más débiles, como si no pudieran vivir mucho tiempo en los campos que conocemos.
Y al ponerse el Sol, un resplandor malva rosado en el este que a Alveric le pareció precioso en demasía para la Tierra lo impulsó a seguir aún adelante; porque le pareció el reflejo sobre el cielo del fulgor del País de los Elfos. De modo que siguió, teniendo esperanzas de encontrarlo, horizonte tras horizonte; y llegó la noche con todas las estrellas camaradas de la Tierra. Y sólo entonces abandonó por fin Alveric la frenética inquietud que lo había guiado desde la mañana; y envolviéndose en un manto que llevaba, comió los alimentos que tenía en un saco y durmió un sueño agitado, solo, con otras cosas también abandonadas.
En los primeros instantes del amanecer, su impaciencia lo despertó, aunque las nieblas de octubre ocultaban la luz. Comió los últimos alimentos que le quedaban y luego avanzó por el espacio gris.
Ni el menor sonido de las cosas de los campos que conocemos le llegaba; porque los hombres jamás recorrían ese sitio cuando el País de los Elfos se encontraba allí y sólo Alveric recorría ahora esa llanura desolada. Se había trasladado más allá del sonido del canto del gallo de las confortables casas de los hombres y marchaba a través de un extraño silencio, quebrado sólo de vez en cuando por sones quedos de canciones perdidas dejadas por la retirada del País de los Elfos, y eran más débiles ahora que lo que habían sido el día anterior. Y cuando brilló el alba, Alveric vio un tan gran esplendor en el cielo, que resplandecía verde y bajo hacia el sureste, que creyó una vez más un reflejo del País de los Elfos. Y se apresuró en la esperanza de encontrarlo pasado el próximo horizonte. Y pasó el próximo horizonte, y seguía la planicie guijarrosa sin el menor rastro de las cumbres celestes de las Montañas Feéricas.
Si el País de los Elfos se encontraba siempre más allá del próximo horizonte iluminando las nubes con su resplandor y se trasladaba al acercarse él, o si había partido días o años atrás, no lo sabía, pero aun así, seguía avanzando. Y llegó por fin a una loma seca y sin hierbas, meta de sus ojos y sus esperanzas desde hacía ya mucho, y desde ella miró a lo lejos la desolada planicie que se extendía hasta el borde del cielo sin que se divisara el menor signo del País de los Elfos, ni señas de montaña alguna: aun los pequeños tesoros de la memoria dejados atrás por la marea en retirada estaban marchitándose para convertirse en cosas cotidianas. Entonces Alveric desenvainó su espada mágica. Pero aunque la espada tenía poder contra el encantamiento, no le había sido concedido poder para recobrar un encantamiento perdido; y la tierra desolada seguía la misma a pesar de lo mucho que agitó la espada: pedregosa, desierta, opacada e inmensa.
Por un breve tiempo siguió adelante, pero en esa llana tierra el horizonte se trasladaba imperceptible junto con él y los picos de las Montañas Feéricas seguían ocultos; y en esa llanura lóbrega no tardó en descubrir, como tarde o temprano le es preciso hacerlo al hombre, que había perdido el País de los Elfos.