Capítulo VIII

LA LLEGADA DE LA RUNA

Una soleada mañana de mayo, en Erl, la bruja Ziroonderel estaba sentada junto al fuego en la habitación del niño del castillo preparándole la comida. Ya tenía por entonces tres años y todavía Lirazel no le había dado nombre; porque temía que algún espíritu de la tierra o el aire lo oyera y, de ser así, no decía lo que temía entonces. Y Alveric había dicho que era preciso darle un nombre.

Y el niño era capaz de hacer rodar velozmente un aro; porque una noche de niebla la bruja había subido a su colina y le había traído un halo de luna que había capturado por hechizo y con él le había fabricado el aro y le había hecho una vara de hierro de piedra de rayo con la cual echarlo a rodar.

Y ahora el niño esperaba su desayuno; y había un hechizo sobre el umbral para mantener confortable la habitación que Ziroonderel había puesto allí con una sacudida de su bastón de ébano; mantenía alejados a los ratones, las ratas y los perros y ni siquiera los murciélagos podían con él, y al vigilante gato de la habitación del niño lo mantenía allí como en su casa: no había cerradura que un cerrajero pudiera hacer más fuerte.

De pronto sobre el umbral y sobre el hechizo el trasgo dio un salto mortal en el aire y cayó sentado. El rústico reloj de madera de la habitación del niño, que colgaba sobre el fuego detuvo su sonoro tic tac cuando entró; porque el trasgo llevaba consigo un pequeño encantamiento contra el tiempo, atado con una extraña hierba a uno de sus dedos, para no marchitarse mientras permaneciera en los campos que conocemos. Porque bien conocía el Rey de los Elfos cómo volaban nuestras horas: cuatro años habían transcurrido en estos campos mientras él había descendido estruendoso los peldaños de bronce, enviado por el trasgo y para que se lo anudara a uno de sus dedos.

—¿Qué es esto? —dijo Ziroonderel.

Ese trasgo solía ser muy descarado, pero algo vio en los ojos de la bruja y tuvo miedo; y bien le valla, porque esos ojos habían mirado los del mismo Rey de los Elfos. Por tanto, como decimos en estos campos, jugó la mejor de sus cartas, y respondió:

—Un mensaje del Rey del País de los Elfos.

—¿De veras? —dijo la vieja bruja— Si, sí —añadió más bajo para sí—, debe de ser para mi señora. Por fuerza tenía que llegarle.

El trasgo estaba sentado aún en el suelo palpando el rollo de pergamino en el que estaba escrita la runa del Rey del País de los Elfos. Entonces, desde su cama donde esperaba el desayuno, el niño vio al trasgo y le preguntó quién era, de dónde venía y qué sabía hacer. Cuando el niño le preguntó qué sabía hacer, el trasgo dio un salto y brincó por la habitación como una mariposa nocturna en torno a una lámpara encendida. Desde, el suelo a las estanterías y de vuelta y arriba otra vez, saltaba como si volara; el niño batió palmas, el gato estaba furioso; la bruja levantó el bastón de ébano y recitó un hechizo contra los saltos, pero no le fue posible, contener al trasgo. Saltaba y brincaba y rebotaba mientras el gato siseaba todas las maldiciones de que es capaz la lengua felina, y Ziroonderel se exasperaba no sólo por el fracaso de su magia, sino porque con mera alarma humana, temía por sus copas y sus platillos; y mientras, el niño, a voz en cuello, pedía más. Y de pronto el trasgo recordó su recado y el terrible pergamino de que era portador.

—¿Dónde está la Princesa Lirazel? —le preguntó a la bruja.

Y la bruja le señaló el camino hacia la torre de la princesa, porque sabía que no tenía medios ni poder para estorbar la runa del Rey del País de los Elfos. Cuando el trasgo se volvía para irse, Lirazel entró en la habitación. Él hizo una profunda reverencia ante la gran señora del País de los Elfos y, perdido en un instante todo su atrevimiento, echó una rodilla en tierra ante el resplandor de su belleza y le entregó la runa del Rey del País de los Elfos. El niño le pedía a su madre a voz en cuello que convenciera al trasgo de seguir saltando cuando ella cogió el rollo en su mano; el gato, con el lomo arqueado, esperaba alerta; Ziroonderel guardaba silencio.

Y entonces el trasgo pensó en los verdes lagos del País de los Elfos, en los bosques que los trasgos conocen; en el milagro de las flores imperecederas que el tiempo no ha jamás tocado; en los profundos colores y en la calma perpetua: había cumplido con su recado y estaba cansado de la Tierra.

Por un instante nada se movió allí, salvo el niño que exigía nuevas piruetas del trasgo y agitaba los brazos: Lirazel estaba con el rollo feérico en la mano, el trasgo arrodillado ante ella, la bruja inmóvil, el gato vigilante y feroz, aun el reloj estaba acallado. Luego la princesa se movió, el trasgo se puso en pie, la bruja suspiró y el gato abandonó su actitud de alerta cuando el trasgo se alejó brincando. Y aunque el niño pedía el regreso del trasgo, éste no le hizo caso, sino que descendió de prisa la gran escalera de caracol, salió por la puerta de un salto y se precipitó hacia el País de los Elfos. Cuando el trasgo hubo traspasado el umbral, el reloj reinició su tic tac.

Lirazel miró el rollo y miró a su hijo, y no desenrolló el pergamino, sino que se volvió llevándoselo consigo, se dirigió a su cámara lo guardó en un cofrecito y lo dejó allí sin haberlo leído. Porque sus temores le indicaban que la más potente runa de su padre, la que tanto había temido al huir de la torre plateada mientras oía sus pies atronadores ascender los peldaños de bronce, había cruzado la frontera de crepúsculo escrita en el pergamino, sus ojos la verían en el momento mismo que lo desenrollara y se la llevaría de allí flotando por el aire. Cuando la runa quedó guardada y asegurada en el cofrecito, se dirigió a Alveric para contarle del peligro que desde tan cerca, la acechaba. Pero Alveric estaba disgustado porque ella no le daba nombre al niño y de inmediato la instó a que lo hiciera. De modo que ella, por fin, le sugirió un nombre; y era ése un nombre tal que nadie de estos campos podría nunca pronunciar, un nombre feérico lleno de misterio, constituido de sílabas como el canto de los pájaros por la noche: Alveric de ningún modo quiso aceptarlo. Y esa ocurrencia le vino, como todas las que ella tenía, no de algo habitual de estos campos nuestros, sino del otro lado de la linde del País de los Elfos con toda su desbocada imaginación que rara vez visita nuestros campos. Y a Alveric lo molestaban estos caprichos, porque nunca había habido nada semejante en el Castillo de Erl: nadie era capaz de interpretárselos ni de darle consejo. Procuraba que ella se guiara de acuerdo con las viejas costumbres; ella esperaba sólo que alguna desbocada fantasía le llegara desde el sudeste. Él le presentaba argumentos razonables a los que tanto valor atribuye la gente de aquí pero ella nada quería saber de la razón. De modo que cuando se separaron, nada le había dicho del peligro llegado del País de los Elfos.

Subió en cambio a su torre y buscó el cofrecito que brillaba allí en la escasa luz tardía; y se apartaba de él y a menudo volvía a mirarlo; mientras, la luz descendía en los campos llegaba el crepúsculo y todo se desvanecía en la penumbra. Se sentó entonces junto a la ventana abierta sobre las colinas del este, por sobre cuyas curvas observaba las estrellas. Las observó durante tanto tiempo que las vio cambiar de sitio, porque de todo lo que había visto desde que llegara a estos campos nuestros, nada la había admirado tanto como las estrellas. Amaba su gentil belleza; sin embargo, se entristeció mientras las miraba anhelante, porque Álveric le había dicho que no debía venerarlas.

¿Cómo, si no le era posible venerarlas, podía reconocerles lo que se les debía, agradecerles su belleza, alabar su jocunda serenidad? Y luego pensó en su niño, y vio en ese momento a Orión y, desafiando entonces a todos los espíritus celosos del aire y contemplando a Orión, a quien jamás debía venerar le ofreció los días de su hijo a ese precipitado cazador y dio a su niño el nombre de esas espléndidas estrellas.

Y cuando Alveric subió a la torre, le hizo conocer su deseo, y él de buen grado aceptó que se le diera el nombre de Orión, porque en todo el valle se valoraba mucho caza. Y a Alveric le volvió la esperanza, a la que nunca quiso renunciar, de que en adelante ella se mostraría razonable en otras cosas, se dejaría guiar por la costumbre, haría lo que los demás y abandonaría los caprichos y las fantasías que le venían del otro lado de la linde del País de los Elfos. Y le pidió que venerara las cosas sagradas del Libertador. Porque jamás les había concedido ella lo que se les debía, y no sabía qué era más venerable, el candelabro o la campana, y jamás aprendía nada de lo que Alveric le explicaba.

Y ahora ella le contestaba con complacencia y su marido pensó que todo estaba bien, pero sus pensamientos la arrastraban lejos junto con Orión, tampoco se demoraba nunca mucho en las cosas graves, ni podía demorarse más en ellas que las mariposas en la sombra.

Toda esa noche la runa del Rey del País de los Elfos estuvo encerrada en el cofrecito.

Y a la mañana siguiente Lirazel apenas se acordó de la runa, porque fueron con el niño al lugar sagrado del Libertador; y Zironderel fue con ellos, pero los aguardó afuera, y también acudió la gente de Erl, tantos como pudieron abandonar los asuntos del hombre en los campos; y eran ellos todos los que habían constituido el parlamento cuando fueron ante el padre de Alveric en su profunda estancia roja. Y todos ellos se alegraron cuando vieron al niño y pudieron observar su fuerza y cuánto había crecido; y, susurrando en voz baja en el recinto sagrado, predijeron que todo sucedería como lo habían planeado. Y el Libertador avanzó y, de pie en medio de sus cosas sagradas, le dio al niño que tenía por delante el nombre de Orión, aunque habría preferido darle el nombre de alguno de los que él sabía benditos. Y se regocijó de ver al niño y de darle allí un nombre; porque por la familia que habitaba en el castillo de Erl, toda esa gente contaba las generaciones y miraba transcurrir las edades, como a veces nosotros vemos pasar las estaciones por algún árbol desde hace mucho tiempo conocido. Y él mismo le hizo una reverencia a Alveric y se mostró muy cortés con Lirazel; sin embargo, la cortesía que manifestaba a la princesa no le venía del corazón, porque en su corazón no la tenía en más que a una sirena que hubiera abandonado el mar.

Y así, pues el niño recibió el nombre de Orión. Y toda la gente se regocijó cuando salió en compañía de sus padres y se unieron a Ziroonderel es el límite del jardín sagrado. Y Alveric, Lirazel, Ziroonderel y Orión volvieron todos andando al castillo.

Y todo ese día Lirazel no hizo nada que asombrara a nadie y se dejó gobernar por la costumbre y los usos de los campos que conocemos. Sólo cuando aparecieron las estrellas y Orión brilló supo ella que su esplendor no había recibido lo que se le debía, y que la gratitud que sentía por Orión necesitaba expresión. Se sentía agradecida por su refulgente hermosura que animaba a nuestros campos, y agradecida por la protección que, estaba segura, brindaba a su hijo contra los espíritus celosos del aire. Todas sus gracias inexpresadas de tal modo le quemaban el corazón, que de pronto se puso en pie, abandonó su torre y salió afuera bajo el cielo estrellado; levantó la cara a las estrellas y al lugar que ocupaba Orión y se quedó muda aunque las gracias le temblaban en los labios; porque Alveric le había dicho que no se debía rezar a las estrellas. Con la cara vuelta a lo alto, hacia toda esa hueste errante, se mantuvo largo tiempo silenciosa, obediente a Alveric; entonces agachó la cabeza y vio un pequeño estanque que resplandecía en la noche, en el que la cara de las estrellas brillaba.

—Rezar a las estrellas —se dijo en la noche— sin duda no está bien. Estas imágenes del agua no son las estrellas. Rezaré a sus imágenes y las estrellas lo sabrán.

Y de rodillas entre las hojas de los lirios, rezó al borde del estanque y agradeció a la imagen de las estrellas por la alegría que le había sido concedida esa noche, cuando las constelaciones brillaban en su múltiple majestad y avanzaban como un ejército vestido de malla de plata desde victorias desconocidas a la conquista en guerras distantes. Bendijo, agradeció y alabó a esos brillantes reflejos que lucían en el estanque, y les, pidió que expresaran su agradecimiento a Orión al que no podía rezar. Así la encontró Alveric, arrodillada, inclinada en la oscuridad, y le dirigió amargos reproches. Estaba venerando a las estrellas, dijo, que no estaban en lo alto con ese fin. Y ella dijo que sólo suplicaba a sus imágenes.

No nos es difícil comprender los sentimientos de Alveric: la extrañeza de Lirazel, sus actos inesperados, su oposición a las cosas establecidas, su desprecio por la costumbre, su díscola ignorancia perturbaban cada día alguna tradición venerada. Cuanto más romántica había sido allá lejos, del otro lado de la frontera, como lo cuentan la leyenda y el canto, tanto más difícil le era ocupar el lugar otrora ocupado por las señoras del castillo, versadas en todos los usos de los campos que conocemos. Y Alveric pretendía que cumpliera con deberes y siguiera costumbres que le eran tan nuevos como las estrellas titilantes.

Pero Lirazel sentía sólo que las estrellas no recibían lo que se les debía, y que la costumbre o la razón o lo que fuere que los hombres valoraban, debería exigir que se les agradeciera su belleza; y ella ni siquiera les había agradecido a ellas, sino que había dirigido sus súplicas a las imágenes reflejadas en el estanque.

Esa noche pensó en el País de los Elfos, donde todo correspondía a su belleza, donde nada cambiaba y no había costumbres extrañas ni extrañas magnificencias como esas estrellas nuestras a las que nadie concedía lo que se les debía. Pensó en los prados feéricos, en los altos macizos de flores y en el canto.

Todavía en la oscuridad del cofrecito la runa aguardaba su momento.