LA RUNA DEL REY DE LOS ELFOS
En el alto balcón de su torre resplandeciente estaba el Rey del País de los Elfos. Por debajo de él resonaba el eco en los mil peldaños. Había levantado la cabeza para entonar la runa que debía retener a su hija en el País de los Elfos y, en ese momento, la vio atravesar la lóbrega barrera, que de este lado, el que da al País de los Elfos, tiene la luminosidad del crepúsculo, y del otro, el que da a los campos que conocemos, es humoso, acre y opacado. Y bajó entonces la cabeza hasta que su barba se mezcló con el manto de armiño que le cubría la túnica cerúlea, y se estuvo allí silencioso y apenado mientras el tiempo transcurría tan veloz como siempre en los campos que conocemos.
Y allí en pie, azul y blanco sobre la plata de su torre, envejecido por el paso de tiempos de los que nada sabemos, antes de que impusiera la calma eterna al País de los Elfos, pensó en su hija presa en nuestros años implacables. Porque conocía, él cuya sabiduría sobrepasaba los confines del País de los Elfos y llegaba a nuestros duros campos, la aspereza de las cosas materiales y el torbellino del Tiempo. Aun desde allí sabía que los años que atacan la belleza y las mil acritudes que vejan el espíritu ya rodeaban a su hija. Y los años que a ella le quedaban le parecían aún más escasos a él, que moraba más allá de los ajetreos y la ruina del Tiempo, que a nosotros ajetreos las horas de una rosa silvestre arrancada y tontamente abandonada en las calles de una ciudad. Sabía que ahora pesaba sobre ella la condena de toda criatura mortal. Pensaba que moriría pronto como por fuerza muere todo mortal; para ser sepultada entre las rocas de una tierra, que despreciaba al País de los Elfos y que tenía en menos sus más preciosos mitos. Y si no hubiera sido el rey de toda esa tierra mágica que mantenía la eterna calma de su propia misteriosa serenidad, habría llorado al pensar en la tumba abierta en la Tierra rocosa que aprisionaría a esa forma por siempre hermosa. O, de lo contrario, pensó, iría a algún paraíso desconocido para él, a algún cielo del que hablan los libros en los campos que conocemos, porque aun de eso estaba enterado el rey. Se la imaginaba, en una colina poblada de manzanos, bajo los capullos de un abril eterno, en la que titilarían los halos de oro pálido de los que habían maldecido el País de los Elfos. Veía, aunque oscuramente a pesar de toda su mágica sabiduría, la gloria que sólo los benditos ven. Veía a su hija en esas colinas, celestiales con ambos brazos tendidos, como muy bien él lo sabía, hacia las cumbres celestes de su patria feérica sin que ninguno de los benditos se cuidara de su nostalgia. Y entonces, aunque era el rey de toda esa tierra que recibía su imperecedera calma de él, lloró, y todo el País de los Elfos se estremeció. Se estremeció como se estremece el agua plácida en los campos que conocemos si algo de pronto la toca.
Luego el rey se volvió, abandonó el balcón, y bajó con gran prisa los peldaños de bronce.
Llegó con pasos sonoros a las puertas de marfil que cierran la torre por debajo y pasó por ellas a la sala del trono del que sólo puede hablarse en un canto. Y allí sacó un pergamino de un cofre y una pluma de algún ala fabulosa y, hundiendo la pluma en una tinta no terrena, escribió una runa en el pergamino. Luego, levantando dos dedos, con el encantamiento menor con que llamaba a la guardia, la convocó. Y no acudió guardia alguna.
He dicho que en el País de los Elfos el tiempo no transcurría en absoluto. Sin embargo, el acontecimiento de los hechos es de por sí una manifestación del tiempo, y ningún hecho puede acontecer a no ser que el tiempo transcurra. Así ocurre con el tiempo en el País de los Elfos: en la eterna belleza que sueña en ese aire meloso nada se agita, ni se deslíe, ni perece, nada busca su felicidad en el movimiento o el cambio o alguna cosa nueva, sino que se extasía en la contemplación perpetua de toda la belleza que por siempre ha sido y que resplandece siempre en esos prados encantados con tanta intensidad como cuando recién creados por sortilegio o canto. No obstante, si las energías de la mente del mago salen al encuentro de una cosa nueva el poder que había impuesto la calma al País de los Elfos y había inmovilizado al tiempo, por un instante perturba la calma y por un instante el tiempo sacude al País de los Elfos. Arrojad lo que fuere a un estanque desde una tierra que le sea extraña, donde sueñan grandes peces, sueñan verdes algas y densos colores y la luz duerme; los grandes peces se estremecen, los colores se mudan y cambian, las verdes algas tiemblan y la luz despierta, un millar de cosas conocen el lento movimiento y el cambio; y pronto el estanque entero está sumido otra vez en la quietud. Lo mismo sucedió cuando Alveric atravesó la linde de crepúsculo y el bosque encantado, y el rey se sintió perturbado y se movió y todo el País de los Elfos tembló.
Cuando el rey vio que no asistía la guardia, miró el bosque, que sabía perturbado, a través de la densa masa de los árboles que se estremecía todavía por la llegada de Alveric; miró a través de la profundidad del bosque y las paredes de plata del palacio; porque miraba por encantamiento, y vio allí a los cuatro guardianes tendidos por tierra con su espesa sangre feérica que manaba desde las grietas abiertas en sus armaduras. Y pensó en aquella magia temprana con la que había hecho al mayor mediante una runa recién inspirada antes de que hubiera conquistado al Tiempo. Pasó a través del esplendor y la refulgencia de uno de sus brillantes portales a un prado fulgurante, se acercó al guardián caído y vio que los árboles estaban todavía perturbados.
—Aquí ha habido magia —dijo el Rey del País de los Elfos.
Y luego, aunque sólo tenía tres runas que podían lograr algo semejante y sólo podían entonarse una sola vez y una de ellas estaba ya escrita en un pergamino no para rescatar a su hija, entonó la segunda de sus runas más poderosas sobre el caballero mayor que su magia había creado hacía ya mucho. Y en el silencio que siguió a las últimas palabras de la runa, las hendiduras abiertas en la armadura brillante como la luna se cerraron inmediatamente con un sordo sonido, desapareció la oscura sangre espesa y el caballero vivo, se puso de nuevo en pie. Y el Rey de los Elfos tenía ahora sólo una runa, más poderosa que magia alguna conocida de nosotros.
Los otros tres caballeros yacían muertos y, como no tenían alma, su magia volvió otra vez a la mente del amo.
Éste volvió entonces a su palacio mientras enviaba al último de sus guardianes en busca de un trasgo.
De piel parda oscura y de dos o tres pies de alto, los trasgos son una tribu de duendes que habitan en el País de los Elfos. En seguida resonó sin correteo en la sala del trono del que sólo puede hablarse en un canto, y un trasgo al que el trono iluminaba, estaba frente al rey sobre sus dos pies desnudos. El rey le dio el pergamino en el que estaba escrita la runa y le dijo:
—Ve de prisa y atraviesa el fin del mundo hasta que llegues a los campos que nadie aquí conoce; y encuentra a la Princesa Lirazel que ha ido a la morada de los hombres; dale esta runa que ella leerá y todo estará bien entonces.
Y el trasgo se alejó corriendo de allí.
Y pronto llegó el trasgo brincando a la linde del crepúsculo. Nada se movió ya entonces en el País de los Elfos; e inmóvil en el trono espléndido del que sólo puede hablarse en un canto, permaneció sentado el rey en silencioso duelo.