LA SABIDURÍA DEL PARLAMENTO DE ERL
Durante esos días nupciales los hombres de Erl visitaban con frecuencia el castillo llevando regalos y felicitaciones; y por las noches hablaban de las bellas cosas que esperaban para el Valle de Erl como consecuencia de la sabiduría de que habían dado muestras al dirigirse al viejo señor en su profunda estancia roja.
Eran ellos Nari, el herrero, que había sido el conductor de todos; Guhic, el primero que lo había pensado después de haber hablado con su mujer, un granjero de tierras altas, sembrador de tréboles; Nehic, conductor de caballos; había cuatro vendedores de ganado; y Oth, cazador de ciervos, el jefe de aradores; todos éstos y tres hombres más habían ido ante el Señor de Erl para solicitar lo que inició el viaje de Alveric. Y ahora hablaban de todo el bien que resultaría de ello. Todos habían deseado que el Valle de Erl fuera conocido entre los hombres, como lo era, según lo sentían, su desierto. Habían revisado historias, hablan leído libros sobre pastizales y, sin embargo, rara vez encontraban alguna mención del valle que amaban. Y un día Guhic había dicho:
—Seamos gobernados en el futuro por un señor dotado de magia, y hará famoso el nombre del valle, y no habrá nadie que no haya oído el nombre de Erl.
Y todos se regocijaron y se reunieron en parlamento; y habían ido, los doce hombres, al encuentro del Señor de Erl. Y todo fue como lo he contado.
De modo que ahora hablaban, bebiendo hidromiel, del futuro de Erl y del lugar que ocuparía entre los otros valles, y de la reputación que tendría en el mundo. Se reunían y conversaban en la gran herrería de Narl, y Narl traía hidromiel de una estancia interior y Threl venía tarde de trabajar en los bosques. El hidromiel estaba hecho de miel de trébol, era denso y dulce; y después de haber estado sentados en la cálida estancia conversando de las cosas cotidianas del valle y las tierras altas, concentraron la mente en el futuro, viendo la gloria de Erl como a través de una niebla dorada. Uno alababa el ganado, otro los caballos, un tercero la fertilidad del terreno, y todos contemplaban el momento en que otras tierras reconocerían el gran dominio ejercido entre los valles por el valle de Erl.
Y el Tiempo que trajo estas veladas, se las llevó, moviéndose sobre el Valle de Erl como sobre los campos que conocemos, y llegó la primavera una vez más, y la estación de las campánulas. Y un día, durante el apogeo de las anémonas silvestres, se dijo que Alveric y Lirazel tenían un hijo.
Entonces toda la gente de Erl encendió un fuego la noche siguiente en la colina, y bailaron a su alrededor, bebieron hidromiel y se regocijaron. Todo el día habían arrastrado leños y ramas para él desde un salvaje bosque cercano, y el resplandor de las llamas se veía desde otras tierras. Sólo en las cumbres celestes de las montañas del País de los Elfos no se reflejaban, porque nada de lo que pueda suceder aquí las altera.
Y cuando descansaron del baile alrededor del fuego sentados en el suelo, predijeron la fortuna de Erl cuando fuera gobernada por este hijo de Alveric, dotado de magia por el linaje materno. Y algunos decían que los conduciría a la guerra y otros a un arado más profundo; y todos predecían un precio más alto para el ganado. Nadie durmió esa noche, ocupados en bailar, en predecir un futuro glorioso y en regocijarse por todo lo que predecían. Y más que en nada se regocijan en que el nombre de Erl sería en adelante, reconocido y honrado en otras tierras.
Entonces Alveric buscó a un aya para su hijo por todo el valle y las tierras altas, y no encontró fácilmente a nadie digno de tener a su cuidado al descendiente del linaje real del País de los Elfos; y las que encontró tenían miedo de la luz, ni del cielo ni de la tierra, que parecía brillar a veces en los ojos del niño. Y al final ascendió una mañana ventosa la colina de la bruja solitaria, y la encontró sentada, ociosa a la puerta de su cabaña, sin tener nada que maldecir ni bendecir.
—Pues bien —dijo la bruja— ¿te trajo la espada fortuna?
—¿Quién sabe —contestó Alveric— lo que trae fortuna desde que no nos es posible ver el final?
Y habló con fatiga pues lo fatigaba la edad: nunca supo cuántos años le pasaron por encima ese día que viajó al País de los Elfos; muchos más, parecía, que los que habían pasado ese mismo día sobre Erl.
—Sí —dijo la bruja—. ¿Quién conoce el final salvo nosotros?
—Madre bruja —dijo Alveric—, desposé a la hija del Rey de los Elfos.
—Fue ése un gran ascenso —dijo la vieja bruja.
—Madre bruja —dijo Alveric—, tenemos un hijo. ¿Quién ha de tenerlo a su cuidado?
—No es esa una tarea humana —dijo la bruja.
—Madre bruja —dijo Alveric— ¿vendrás al Valle de Erl, lo tendrás a tu cuidado y serás el aya en el castillo? Porque nadie, salvo tú, sabe en estos campos nada de los asuntos del País de los Elfos, con excepción de la princesa, y ella nada sabe de la Tierra.
Y la vieja bruja respondió:
—Por el rey, lo haré.
De modo que la bruja bajó de la colina con un atado extrañas pertenencias. Y así el niño fue cuidado en los campos que conocemos por alguien que conocía canciones y cuentos de la patria de su madre.
Y a menudo, al inclinarse juntas sobre el niño, esa vieja bruja y la Princesa Lirazel, conversaban de cosas sobre las que Alveric nada sabía, y también después, durante el curso de largas veladas; y a pesar de la edad de la bruja y la sabiduría que había acumulado en sus cien años, por completo oculta al hombre, era ella la que aprendía cuando conversaban, y la Princesa Lirazel era la que enseñaba. Pero de la Tierra y de los usos de la Tierra Lirazel nunca supo nada.
Y esta vieja bruja que vigilaba al niño, lo atendía de tal modo y de tal modo lo tranquilizaba, que en toda su infancia jamás lloró. Porque tenía un hechizo para iluminar la mañana animar el día, un hechizo para calmar la tos y un hechizo para calentar el cuarto del niño y volverlo alegre y feérico cuando el fuego se erguía crepitante sobre leños que ella había encantado, y arrojaba grandes sombras de las cosas que le estaban cerca, estremecidas y dichosas, sobre el cielo, y el niño era cuidado por Lirazel y la bruja como son cuidados los niños por sus madre meramente humanas; pero él sabía melodías y runas además, que otros niños de nuestros campos no saben.
De modo, pues, que la vieja bruja se estaba en el cuarto con su bastón negro, guardando al niño con sus runas. Si en las noches ventosas una corriente de aire se filtraba por alguna hendedura, ella tenía un hechizo para calmarla, y un hechizo para encantar la canción que cantaba el caldero, hasta que su melodía evocaba extrañas nuevas de los lugares ocultos por la niebla. Y a medida que el niño crecía, iba conociendo el misterio de los valles lejanos que jamás había visto. Y por la noche ella levantaba su bastón de ébano y, en pie frente al fuego entre todas las sombras, las encantaba y hacía que bailaran para él. Y asumían toda clase de formas, bondadosas y malignas, y bailaban para complacer al niño; de modo que éste llegó a tener conocimiento no sólo de las criaturas con que cuenta la tierra: cerdos, árboles, camellos, cocodrilos, lobos y patos, y los buenos perros y la vaca gentil, sino también de las cosas más oscuras que los hombres temen y de las cosas que adivinan y esperan. En el curso de esas noches las cosas que suceden y las criaturas que existen pasaban por las paredes del cuarto del niño y él llegó a familiarizarse con los campos que conocemos. Y en las tardes cálidas la bruja lo llevaba a la aldea y los perros ladraban al ver figura tan extraña, pero no se atrevían a acercársele pues un paje iba detrás con el bastón de ébano. Y los perros, que saben tanto, que saben lo lejos que un hombre puede lanzar una piedra, si ha de pegarles o si no se atreve, sabían también que no era ése un bastón corriente. De modo que se mantenían apartados de ese extraño bastón negro y gruñían, y los aldeanos acudían a mirar. Y todos se alegraban al ver de cuanto poder mágico estaba dotada el aya del joven heredero.
—Porque ésta —decían— es la bruja Ziroonderel.
Y declaraban que lo criaría de acuerdo con los principios de la brujería y que con el tiempo la magia volvería el valle famoso. Y golpeaban a sus perros hasta que éstos se metían en sus casas, pero los perros, sin embargo, persistían en sus sospechas. De modo que cuando los hombres habían ido ya a la herrería de Narl y sus casas quedaban acalladas a la luz de la luna, brillaban las ventanas de Narl, había circulado el hidromiel, y hablaban sobre el futuro de Erl, cada vez más voces sumadas en alabanza de su venidera gloria, con paso silencioso los perros salían a la calle polvorienta y aullaban. Y al alto cuarto del niño subía Lirazel, envuelta en una luminosidad que la sabia bruja no tenía en todos sus hechizos, y le cantaba al niño esas canciones que nadie puede cantarnos aquí, porque las había aprendido del otro lado de la linde del crepúsculo y las habían compuesto cantores: a los que el Tiempo no daña. Y a pesar de toda la maravilla que guardaban esas canciones, cuyo origen estaba tan lejos de los campos que conocemos y en tiempos tan remotos de los que los historiadores cuentan, y aunque los hombres se extrañaban de su misterio cuando por las ventanas abiertas en los días de verano volaban sobre Erl, nadie se asombraba tanto de ellas, como se asombraba Lirazel ante las modalidades terrestres de su hijo y todas las cosillas humanas que hacía a medida que iba creciendo. Porque toda modalidad humana le era extraña. Sin embargo, lo amaba más que al reino de su padre o que sus resplandecientes centurias de su juventud atemporal o al palacio del que sólo puede hablarse en un canto.
En ese tiempo Alveric advirtió que ella jamás se familiarizaría con las cosas terrenas, ni entendería a la gente que mora en el valle, ni leería libros juiciosos sin romper a reír, ni se cuidaría nunca de los usos terrenos, ni se sentiría más a sus anchas en el Castillo de Erl que una criatura del bosque atrapada por Threl y enjaulada en una casa. Había tenido esperanzas de que ella aprendería pronto las cosas que le eran extrañas, hasta que las pequeñas diferencias que existen entre las cosas de nuestros campos y las del País de los Elfos ya no la perturbaran; pero no tardó en ver que las cosas extrañas serían siéndolo por siempre, y que todas las centurias de su hogar atemporal no habían modelado sus pensamientos y su imaginación tan a la ligera que los breves años pasadas aquí pudieran alterarlos. Cuando supo esto, supo la verdad.
Entre el espíritu de Alveric y el de Lirazel mediaba toda la distancia que hay entre la Tierra y el País de los Elfos; sobre esa distancia tendía un puente el amor que puede cubrir distancias más grandes todavía; no obstante cuando por un momento se detenía en el puente dorado y permitía que sus pensamientos contemplaran el abismo por debajo, toda su mente era ganada por el vértigo y Alveric temblaba. ¿Cuál será el fin? se preguntaba. Y temía que fuera más extraño todavía que el principio.
Y ella no se daba cuenta de que tuviera que aprender ¿No bastaba su belleza? ¿No había llegado por fin un amante a esos prados que resplandecían junto al palacio del que sólo puede hablarse en un canto y la había rescatado de su hado solitario y de la serenidad perpetua? ¿No bastaba que hubiera llegado? ¿Tenía por fuerza que comprender las cosas raras que la gente hacía? ¿Jamás podría bailar en el camino, conversar con las cabras, reír en los funerales, cantar en la noche? ¿De qué servía la alegría si era preciso ocultarla? ¿El regocijo debía ceder a la opacidad en estos extraños campos a donde había llegado? Y entonces un día vio que una mujer de Erl lucía menos hermosa que el año precedente. El cambio era ligero, pero su rápida mirada lo advirtió sin la menor duda. Y acudió a Alveric llorando para que él la consolara porque temía que el Tiempo en los campos que conocemos tuviera poder para dañar la belleza que los largos siglos del País de los Elfos jamás se habían atrevido a menguar. Y Alveric había dicho que el Tiempo por fuerza debe atenerse a lo que le es propio, como todos los hombres lo saben. ¿De qué servía, pues, quejarse?