LIRAZEL DESAPARECE
Y los días transcurrieron, el verano pasó sobre Erl, el sol que había viajado hacia el Norte, volvió a dirigirse hacia el Sur, se acercaba el tiempo en que las golondrinas abandonan, estos tejados y Lirazel no había aprendido nada. No había vuelto a rezar a las estrellas ni suplicado a sus imágenes, pero no había aprendido costumbres humanas y no entendía por qué el amor y la gratitud que experimentaba por las estrellas debían mantenerse inexpresados. Y Alveric no sabía que llegaría el momento en que una simple trivialidad los separaría por completo.
Y entonces, un día, aún con esperanzas, la llevó a la casa del Libertador para enseñarle cómo venerar las cosas sagradas. Y complacido el buen hombre trajo su candelabro y su campana, el águila de bronce que sostenía su libro cuando leía el pequeño cuenco simbólico con agua perfumada y los apagadores de plata con que extinguía su vela. Y le explicó con claridad y sencillez, como ya lo había hecho antes, el origen, la significación y el misterio de todas estas cosas, y por qué el cuenco era de bronce y el apagador de plata, y qué significaban los símbolos grabados en el cuenco. Con adecuada cortesía le explicó estas cosas, aun con bondad; y, sin embargo, había en su voz mientras le hablaba, algo que la mantenía a distancia; y ella sabía que le hablaba como alguien seguro en la costa que clama a una sirena en mares peligrosos.
Al volver al castillo, las golondrinas se habían agrupado para partir, posadas en hileras a lo largo de los muros. Y Lirazel había prometido venerar a los objetos sagrados del Libertador, como la sencilla gente del valle de Erl, temerosa de la campana; y una última esperanza abrigaba la mente de Alveric: que todo iría bien al fin y al cabo, y durante varios días ella recordó lo que el Libertador le había dicho.
Y un día, al abandonar muy tarde el cuarto del niño y pasar junto a altas ventanas camino de su torre, recordó que no debía venerar a las estrellas y trató de evocar los objetos sagrados del Libertador y de recordar todo lo que se le había dicho de ellos. Le parecía tan difícil venerarlos tal como se exigía. Sabía que antes de que transcurrieran muchas horas todas las golondrinas habrían partido; y con frecuencia, cuando la dejaban, su estado de ánimo cambiaba; y temía que pudiera olvidar, para no volver a recordarlo, cómo debía venerar los objetos sagrados del Libertador.
Volvió a salir a la noche sobre la hierba y se dirigió al sitio por donde fluía un arroyuelo y recogió algunos grandes guijarros planos que ella sabía donde encontrar, tratando de mantener la mirada apartada de la imagen de las estrellas. De día las piedras brillaban con gran belleza en el agua, rojizas y malva; ahora todas parecían oscuras. Las recogió y las extendió por el prado; le encantaban esas suaves piedras planas, pues, de algún modo le recordaban las rocas del País de los Elfos.
Las colocó en fila: ésta por el candelabro, aquélla por la campana, la de más allá por el cuenco sagrado.
—Si puedo venerar estas encantadoras piedras como objetos que deben ser venerados —dijo—, podré entonces venerar los objetos del Libertador.
Luego se arrodilló ante las grandes piedras planas y les rezó como si fueran objetos sacramentales.
Y Alveric, al verla en la noche profunda, preguntándose qué capricho la habría impulsado, oyó su voz en el prado que entonaba oraciones como las que se dirigen a los objetos sagrados.
Cuando vio las cuatro piedras planas a las que rezaba inclinada ante ellas en la hierba, dijo que no peor que esto eran los más oscuros actos de los paganos. Y ella dijo:
—Estoy aprendiendo a venerar los objetos sagrados del Libertador.
—Ese es el arte de los paganos —dijo él.
Ahora bien, de todo lo que los hombres temían en el valle de Erl, lo que más temían era el arte de los paganos, de los que nada sabían, salvo que sus usos eran oscuros. Y él habló con el enfado con que los hombres siempre hablaban allí de los paganos. Y su enfado le traspasó el corazón a Lirazel, porque no hacía sino aprender a venerar los objetos sagrados para complacerlo y, sin embargo, le había hablado de ese modo.
Y Alveric no pronunció las palabras que debieron haber sido dichas para apartar de sí el enfado y tranquilizarla; porque ningún hombre, pensó neciamente, debe comprometerse en asuntos que atañen al paganismo. De modo que Lirazel volvió sola y entristecida a su torre. Y Alveric se quedó atrás para arrojar lejos las cuatro piedras planas.
Y las golondrinas partieron y días desdichados se sucedieron. Y un día Alveric le pidió que venerara los objetos sagrados del Libertador y ella se había olvidado por completo cómo hacerlo. Y él se refirió nuevamente a las artes del paganismo. El día era brillante, los álamos blancos estaban dorados y todos los temblones, rojos.
Entonces Lirazel fue a su torre y abrió el cofrecito que brilló en la mañana en la clara luz otoñal, y sostuvo en la mano la runa del Rey del País de los Elfos; la llevó consigo a través del vestíbulo de altas bóvedas, llegó a otra torre y subió las escaleras a la habitación de su hijo.
Y allí se quedó todo el día jugando con el niño con el rollo todavía apretado en la mano; y aunque por momentos jugaba alegremente, había sin embargo en sus ojos una calma extraña que Ziroonderel advirtió cavilosa. Y cuando hubo bajado el sol y el niño estuvo en su cama, se sentó a su lado con aire solemne mientras le contaba cuentos infantiles. Y Ziroonderel, la sabia bruja, a pesar de toda su sabiduría, sólo adivinaba lo que sucedería y no sabía cómo hacer que otra cosa sucediera.
Y antes de ponerse el sol, Lirazel besó al niño y desenrolló el pergamino del Rey de los Elfos. Sólo por capricho lo había sacado del cofre en que estaba guardado, y el capricho habría podido olvidarse y quizás ella no habría desenrollado el pergamino, sólo que lo tenía allí, en la mano. En parte por capricho, en parte por curiosidad y en parte por antojos demasiado vagos como para darles nombre, sus ojos se deslizaron por las palabras del Rey de los Elfos, escritas en curiosos caracteres negros como el carbón.
Y cualquiera que fuere la magia contenida en la runa, de la que nada puedo decir (y una espantable magia había en ella), la runa había sido escrita con un amor más fuerte que magia alguna, y en esos caracteres místicos resplandecía el amor que el Rey de los Elfos sentía por su hija y había mezclados en esa potente runa, dos poderes, el de la magia y el del amor, el más grande de los poderes que hay más allá de la linde de crepúsculo con el más grande de los que hay en los campos que conocemos. Y si el amor de Alveric hubiera podido detenerla, habría tenido que confiar sólo en él, porque la runa del Rey de los Elfos era más poderosa que los objetos sagrados del Libertador.
No bien hubo Lirazel leído la runa del pergamino, las fantasías del País de los Elfos empezaron a rebasar la frontera. Algunas había que habrían hecho que el empleado de una oficina de la ciudad abandonara su despacho para ir a bailar a orillas del mar; y otras habrían hecho que los funcionarios de un banco abrieran puertas y cofres y se echaran a andar hasta llegar al verde descampado y a los brazos de las colinas; y otras habrían convertido a un hombre que atiende sus negocios en poeta.
Eran poderosas fantasías que el Rey de los Elfos había convocado por la fuerza de su runa mágica. Y Lirazel estaba allí sentada con la runa en la mano desvalida entre las tumultuosas fantasías venidas del País de los Elfos. Y a medida que las fantasías se precipitaban, cantaban y llamaban cada vez más abundantes por sobre las barreras, concentradas todas en una única pobre mente, su cuerpo se iba haciendo más y más ligero. Sus pies a medias se apoyaban en el suelo y a medias flotaban en el aire; la Tierra apenas la retenía, de modo que estaba convirtiéndose en una criatura de ensueños. Ni su amor por la Tierra, ni el de los hijos de la Tierra por ella, eran ya capaces de detenerla allí.
Y le sobrevinieron entonces recuerdos de su sempiterna niñez junto a los lagos del País de los Elfos a la vera del bosque profundo, a esos delirantes prados o en el palacio del que no puede hablarse salvo en un canto. Vio todas esas cosas, con tanta claridad como vemos nosotros conchillas en el agua cuando miramos, a través del claro hielo, el fondo de algún lago dormido, algo en penumbra en la región más allá de la barrera de hielo; del mismo modo sus recuerdos lucían algo en penumbra desde más allá de la frontera del País de los Elfos. Le llegaban extraños sonidos quedos de las criaturas feéricas, los perfumes flotaban de las flores milagrosas losas que resplandecían junto a los prados que ella conocía, canciones apenas audibles volaban sobre la barrera hasta ella, voces, melodías y recuerdos fluían en el crepúsculo, todo el País de los Elfos la llamaba. Entonces, medida y resonante y extrañamente cercana, oyó la voz de su padre.
Se puso en pie en seguida y la tierra había perdido el poder de retención que sólo tiene sobre las cosas materiales y, convertida en criatura de sueños, fábula y fantasía, salió flotando de la habitación; y Ziroonderel no tenía poder de retenerla con hechizo alguno, ni ella misma tenía siquiera el poder de volverse y mirar a su hijo mientras se alejaba flotando.
Y en ese momento sopló un viento del noroeste que penetró los bosques y desnudó las ramas doradas; y bailó sobre los bajos conduciendo a una muchedumbre de hojas de oro y escarlata, que había temido la llegada de este día, pero que bailaba ahora una vez venido; y con un alboroto de danza y esplendidez de color, altas a la luz del sol, que ya se había puesto en los campos, partieron juntos viento y hojas. Con ellos partió Lirazel.