ALVERIC AVISTA LAS MONTAÑAS FEÉRICAS
A la estancia amplia, austeramente amueblada, situada alta en una torre, donde dormía, llegó directamente un rayo del sol que amanecía. Él despertó y recordó en seguida la espada mágica que llenó de alegría su despertar. Es natural sentir complacencia al pensar en un regalo reciente; pero había también cierta alegría en la espada misma, que quizá podía comunicarse con los pensamientos de Alveric tanto con más facilidad por cuanto ambos venían del país de los sueños, que era la patria de la espada; pero, como fuere, todos los que se, han hecho de una espada mágica siempre han sentido esa alegría mientras es todavía nueva, de manera clara e inconfundible.
No tenía a quien decir adiós, y le pareció mejor obedecer sin dilación la orden de su padre que quedarse a explicar por qué emprendía su aventura con una espada que él consideraba superior a la que su padre amaba. De modo que no se quedó siquiera para comer, sino que puso alimentos en un morral y se colgó de una correa un cántaro de magnífico cuero nuevo que no quiso llenar, pues sabía que encontraría arroyos en su camino, y llevando la espada de su padre como corrientemente se llevan las espadas, se colgó la otra a las espaldas con su ruda empuñadura atada cerca del hombro, y se alejó a grandes pasos del castillo y del valle de Erl. Dinero, llevó muy poco, medio puñado de cobre solamente, para utilizar en los campos que conocemos; porque ignoraba qué moneda o qué manera de intercambio se utilizaba al otro lado de la linde del crepúsculo.
Ahora bien, el Valle de Erl queda muy cerca de la linde más allá de la cual no hay nada que se asemeje a los campos que conocemos. Subió la colina, anduvo por los campos y atravesó los bosques de avellanos; y el cielo azul brillaba sobre él alegremente mientras avanzaba por la senda de los campos, y el azul resplandecía a sus pies al llegar a los bosques, pues era la estación de las campánulas. Comió y llenó su cántaro de agua; y viajó todo el día hacia el este; al caer la tarde, divisó flotantes las montañas del País de las Hadas, del color de pálidos nomeolvides.
Cuando el sol se puso detrás de Alveric, miró esas montañas celestes para ver con qué color sus picos asombrarían el atardecer; pero ni un matiz recibieron del sol poniente, cuyo esplendor doraba todos los campos que conocemos, ni una línea se desvaneció de sus precipicios, ni una sombra se espesó, y Alveric supo entonces que por nada que aquí suceda hay cambio en las tierras encantadas.
Desvió la mirada de su pálida belleza serena y la dirigió a los campos que conocemos. Y, allí, con sus tejados elevados a la luz del sol por sobre profundos setos embellecidos por la primavera, vio las moradas de los hombres terrenales. Siguió avanzando más allá mientras la belleza de la tarde crecía con el canto de los pájaros, los perfumes errantes de las flores y los olores que se hacían más y más hondos mientras la tarde se preparaba para recibir a la Estrella de la Tarde. Pero antes que la estrella apareciera, el joven aventurero encontró la cabaña que buscaba; porque, agitado por el viento sobre la puerta, vio un enorme letrero de cuero pardo con estrafalarias letras doradas donde se proclamaba que el morador trabajaba el cuero.
Un anciano acudió a la puerta cuando Alveric llamó, pequeño e inclinado por la edad, y se inclinó más todavía cuando Alveric se dio a conocer. Y el joven pidió una vaina para su espada, aunque no dijo de qué espada se trataba. Y los dos entraron a la cabaña donde se encontraba la vieja esposa junto al fuego, y el matrimonio rindió honores a Alveric. El anciano se sentó cerca de su sólida mesa, cuya superficie brillaba suave, dondequiera no estuviera marcada por las pequeñas herramientas que habían perforado piezas de cuero toda su vida y en días de la vida de sus padres. Y luego se puso la espada en las rodillas y se asombró de la rudeza de la empuñadura y la guarda, porque eran de crudo metal sin pulir, y del enorme ancho de la espada; y entonces aguzó los ojos y empezó a concentrarse en su oficio. Y en un instante pensó lo que debía hacerse; su mujer le trajo un magnífico cuero y él marcó en la pieza dos secciones tan anchas como la espada y algo más todavía.
Y Alveric dejó sin contestación cualesquiera preguntas que formuló el anciano en relación con la ancha espada brillante, pues no deseaba que se desconcertara al saber todo lo que en ella había; ya más tarde desconcertó bastante a la anciana pareja cuando les pidió alojamiento para pasar la noche. Y se lo concedieron con tantas excusas como si fueran ellos los que pidieran un favor, y le dieron una gran cena salida de su caldero, en el que hervía todo lo que el anciano había cogido en la trampa; pero nada que dijo Alveric impidió que le cedieran su cama y se prepararan para el propio descanso nocturno un montón de pieles junto al fuego.
Y después de la cena el anciano cortó las dos anchas secciones de cuero con una punta al extremo de cada cual, y empezó a coserlas entre sí lado con lado. Y empezó entonces Alveric a indagar sobre el camino, y el viejo talabartero le habló del norte, del sur y del oeste y aun del noreste, pero del este o del sureste ni una palabra habló. Vivía cerca del borde mismo de los campos que conocemos, no obstante, de nada que quedara más allá de ellos, ni él ni su mujer dijeron nada. Donde el viaje de Alveric empezaría al día siguiente, según parecía, para ellos el mundo llegaba a su término.
Y al reflexionar luego en la cama que le habían dado sobre todo lo que el anciano había dicho, Alveric a veces se asombraba de su ignorancia; sin embargo, se preguntaba a veces si no habría sido astucia no decir una palabra de nada que quedara al este o al sureste de su hogar. Se preguntaba si en días tempranos el anciano no habría ido allí, pero era incapaz siquiera de preguntarse qué habría descubierto ni si en realidad habría ido. Luego Alveric se quedó dormido y los sueños le concedieron sugerencias y conjeturas sobre el viaje del anciano por el País de las Hadas, pero le concedieron una guía mejor de la que ya tenía, y era esa guía los picos celestes de las Montañas Feéricas.
El anciano lo despertó después de un largo sueño. Cuando entró a la estancia diurna, ardía allí un fuego luminoso, su desayuno estaba preparado y lista la vaina, que encajaba perfectamente en la espada. Los ancianos lo sirvieron en silencio y recibieron un pago por la vaina, pero nada quisieron por la hospitalidad. En silencio lo miraron ponerse de pie para partir y lo siguieron sin pronunciar palabra hasta la puerta, y afuera, lo miraron todavía, con toda claridad, en la esperanza de verlo girar hacia el norte o hacia el oeste; pero cuando él giró y se dirigió a grandes pasos hacia las Montañas Feéricas, ya no siguieron mirándolo, porque sus caras jamás se volvían hacia esa dirección. Y aunque ya no lo miraban, él agitaba su mano en señal de despedida; porque lo conmovían las cabañas y los campos de la gente sencilla, como no se conmovía ésta por las tierras encantadas. Anduvo en la mañana resplandeciente por escenarios que le eran familiares desde la infancia; vio las orquídeas rojizas que florecían temprano y recordaban a las campánulas que habían ya pasado la flor de su edad; las jóvenes hojitas del roble eran todavía de un amarillo pardusco; las nuevas hojas de las hayas brillaban como el bronce, donde el cuclillo llamaba con voz clara, y un abedul parecía una criatura salvaje del bosque que se hubiera vestido de gasa verde; en algunos arbustos privilegiados había capullos de primaveras. Alveric se despedía para sí de todo esto una y otra vez; el cuclillo seguía llamando, pero no lo llamaba a él. Y entonces, al atravesar un seto y entrar en un campo sin cultivo, de pronto frente a él, como su padre le había dicho, estaba la linde de crepúsculo. Se extendía por el campo azul y densa como el agua, y las cosas que se veían a través de ella parecían deformadas y brillantes. Volvió a mirar una vez más los campos que conocemos, el cuchillo seguía llamando indiferente un pajarillo cantaba acerca de sus propios asuntos; y nada parecía responder o hacer caso de su despedida. Alveric avanzó con audacia sobre esas prolongadas masas de crepúsculo.
Un hombre, no muy lejos, llamaba a los caballos, había gente que conversaba en un valle vecino cuando Alveric penetró en el muro de crepúsculo; al instante todos esos sonidos se apagaron, convertidos en un ligero murmullo como si vinieran desde una gran distancia; al cabo de unos pocos pasos todo acabó y ni el más ligero susurro llegaba de los campos que conocemos. Los campos por los que había venido se acabaron de súbito; ni rastros había de los setos engalanados de un verdor nuevo; miró atrás y la frontera parecía baja, nubosa y humeante; miró alrededor de sí y no vio nada familiar; en lugar de la belleza de mayo estaban las maravillas y los esplendores del País de los Elfos.
Las montañas celestes se elevaban augustas en su gloria, trémulas y onduladas en una luz dorada que parecía derramarse rítmicamente desde las cumbres e inundar las laderas con brisas de oro. Y por debajo, lejanas todavía, vio elevarse en el aire plateadas las agujas del palacio del que sólo puede hablarse en un canto. Estaba en una llanura en la que las flores eran extrañas y las formas de los árboles monstruosas. Se puso en seguida en camino hacia las agujas de plata.
A los que con tino hayan limitado sus fantasías dentro de los límites de los campos que conocemos, me es difícil hablarles de la tierra a la que había llegado Alveric, de modo que puedan ver con los ojos de la mente esa llanura con los árboles esparcidos y el lejano bosque oscuro del que se elevaba el palacio del País de los Elfos con sus agujas resplandecientes y, por sobre ellas y más allá de ellas, esa serena cadena de montañas que no recibían color alguno de ninguna de las luces que nosotros vemos. Sin embargo, es precisamente con este fin que nuestras fantasías se trasladan a lo lejos, y si el lector, por mi culpa, no logra figurarse las cumbres del País de los Elfos, mejor habría sido que mi imaginación se hubiera quedado en los campos que conocemos. Sabed, pues, que en el País de los Elfos hay colores más profundos que en nuestros campos, y que el aire mismo resplandece con una luminosidad tan profunda, que todo lo que se ve allí tiene algo del aspecto de nuestros árboles y nuestras flores cuando en junio se reflejan en el agua. Y el color del País de los Elfos, que desespero pintar, puede sin embargo pintarse, porque hay aquí sugerencias que lo evocan; el azul profundo de la noche en verano cuando el crepúsculo vespertino acaba de partir, el pálido azul de Venus al inundar la tarde avanzada con su luz, la profundidad de los lagos al atardecer sugieren todos ese color. Y así como nuestros girasoles se vuelven cuidadosos al sol, algún antepasado de los rododendros debió de haberse vuelto un tanto hacia el País de los Elfos, de modo que parte de su gloria los habita todavía hasta el día de hoy. Y, sobre todo; nuestros pintores han tenido atisbos de ese país, de modo que a veces en los cuadros vemos un embeleso excesivo para nuestros campos; es un recuerdo intruso de algún vicio atisbo de las montañas celestes mientras sentados frente a sus caballetes pintaban los campos que conocemos.
De modo que Alveric avanzó por el aire luminoso de esa tierra cuyos atisbos oscuramente recordados, son aquí inspiración. Y se sintió en seguida menos solo. Porque hay una barrera en los campos que conocemos que separa abruptamente a los hombres de toda otra forma de vida, de modo que si un solo día permanecemos apartados de nuestra especie, nos sentimos solitarios; pero una vez atravesada la linde del crepúsculo, Alveric vio que esa barrera había bajado. Los cuervos que andaban por el páramo lo miraban caprichosamente, toda clase de criaturitas lo espiaban con curiosidad para ver quién había venido de un sitio del que tan rara vez llegaba un visitante; para ver quién había emprendido un viaje del que tan pocos regresaban; porque el Rey del País de los Elfos tenía muy bien guardada a su hija, como lo sabía Alveric aunque no sabía cómo. Había una alegre chispa de interés en todos esos ojillos, y una expresión que podría significar advertencia.
Había menos misterio aquí quizá que en nuestro lado de la linde del crepúsculo; porque nada se ocultaba ni parecía ocultarse tras los grandes troncos de los robles, como en ciertas luces y estaciones hay quien se oculta en los campos que conocemos; ni nada extraño escondido en el extremo opuesto de las lomas; nada habitaba los bosques profundos; lo que hubiera de acechante, podía verse claramente, cualquier extrañeza se desplegaba a la vista del viajero, lo que pudiera frecuentar los bosques vivía allí a la luz del día.
Y tan profundamente bañaba el encantamiento toda esta tierra, que no sólo bestias y hombres adivinaban mutuamente mensajes, sino que parecía haber una inteligencia aun que iba de los hombres a los árboles y de los árboles a los hombres. Pinos solitarios junto a los cuales Alveric pasaba de vez en cuando en el páramo, con troncos siempre resplandecientes por alguna luz rojiza recibida por arte de magia de alguna vieja puesta de sol, parecían erguirse con los brazos en jarra e inclinarse un poco para mirarlo. Casi parecía que no hubieran sido siempre árboles antes de que el encantamiento los hubiera ganado; parecían quererle decir algo.
Pero Alveric no hacía caso de las advertencias de las bestias ni de los árboles, y avanzó hacia el bosque encantado.