Es una mujer, una mujer joven.

Eso es todo lo que María alcanza a saber sobre Emilia. El muerto es una muerta, una mujer joven, dice alguien a sus espaldas. Una mujer joven se ha tirado al metro en Antón Martín. Por un momento María piensa en acercarse al lugar de los hechos pero de inmediato reprime el impulso. Sale del metro pensando en el presunto rostro de aquella mujer joven que acaba de suicidarse. Piensa en ella misma, alguna vez, menos triste, más desesperada que ahora. Piensa en una casa de Chile, de Santiago de Chile, en un jardín de esa casa. Un jardín sin flores y sin árboles que sin embargo tiene derecho —piensa— a ser llamado jardín, pues es un jardín, indudablemente es un jardín. Recuerda una canción de Violeta Parra: «Las flores de mi jardín / han de ser mis enfermeras.» Camina hacia la librería Fuentetaja, porque aquella tarde ha quedado en la librería Fuentetaja con un pretendiente que tiene. No importa el nombre del pretendiente, salvo porque en el trayecto piensa, de pronto, en él, y en la librería y en las putas de la calle Montera y también en otras putas de otras calles que no vienen al caso, y en una película, en el nombre de una película que vio hace cinco o seis años. Es así como empieza a distraerse de la historia de Emilia, de esta historia. María desaparece de camino a la librería Fuentetaja. Se aleja del cadáver de Emilia y comienza a desaparecer para siempre de esta historia.

Ya se fue.

Ahora queda Emilia, sola, interrumpiendo el funcionamiento del metro.

Muy lejos del cadáver de Emilia, allá, acá, en Santiago de Chile, Anita escucha una más de las ya habituales confesiones de su madre, los problemas conyugales de su madre, que parecen interminables y que Anita analiza con enojosa complicidad, como si fueran problemas propios y en cierto modo aliviada de que no sean problemas propios.

Andrés, en cambio, está nervioso: dentro de diez minutos comenzará un chequeo médico, y aunque no hay el menor indicio de enfermedad, de pronto le parece claro que durante los próximos días va a recibir noticias espantosas. Piensa, entonces, en sus hijas, y en Anita y en alguien más, en alguna otra mujer a la que siempre recuerda, incluso cuando no parece oportuno recordar a nadie. Justo entonces ve salir a un anciano que camina con expresión satisfecha, calculando los pasos, tanteándose los bolsillos en busca de cigarros o de monedas. Andrés comprende que ha llegado su turno, que ahora le tocan los exámenes de sangre de rutina, y luego las radiografías de rutina, y pronto, quizás, el scanner de rutina. El anciano que acaba de abandonar el lugar es Gazmuri. No se han saludado, no se conocen ni se conocerán. Gazmuri está feliz, pues no se muere: se aleja de la clínica pensando en que no se muere, en que hay pocas cosas en la vida tan agradables como saber que uno no se muere. Una vez más, piensa, me he salvado raspando.

La primera noche en el mundo con Emilia muerta, Julio duerme mal, pero por entonces ya está acostumbrado a dormir mal, por culpa de la ansiedad. Desde hace meses espera el momento en que el bonsái se encamine a su forma perfecta, la forma serena y noble que ha previsto.

El árbol sigue el curso que señalan los alambres. Dentro de pocos años, pretende Julio, ha de ser, por fin, idéntico al dibujo. Las cuatro o cinco veces que despierta aquella noche las aprovecha para observar el bonsái. Entre medio sueña con algo así como un desierto o una playa, un lugar con arena, donde tres personas miran hacia el sol o hacia el cielo, como si estuvieran de vacaciones o como si hubieran muerto sin darse cuenta mientras tomaban sol. De pronto aparece un oso de color morado. Un oso muy grande que lenta, pesadamente se acerca a los cuerpos y con igual lentitud comienza a caminar alrededor de ellos, hasta completar un círculo.