Murió a contramano interrumpiendo el tráfico.
CHICO BUARQUE
El final de esta historia debería ilusionarnos, pero no nos ilusiona.
Cierta tarde especialmente larga Julio decide comenzar dos dibujos. En el primero aparece una mujer que es María pero también es Emilia: los ojos oscuros, casi negros de Emilia y el pelo blanco de María; el culo de María, los muslos de Emilia, los pies de María; la espalda de la hija de un intelectual de derecha; las mejillas de Emilia, la nariz de María, los labios de María; el torso y los mínimos pechos de Emilia; el pubis de Emilia.
El segundo dibujo es en teoría más fácil, pero a Julio le resulta dificilísimo, pasa varias semanas realizando bocetos, hasta que da con la imagen deseada:
Es un árbol en precipicio.
Julio cuelga ambas imágenes en el espejo del baño, como si se tratara de fotografías recién reveladas. Y quedan ahí, cubriendo completamente la superficie del espejo. Julio no se atreve a darle un nombre a la mujer que ha dibujado. La llama ella. La ella de él, se entiende. Y le inventa una historia, una historia que no escribe, que no se toma la molestia de escribir.
Como su padre y su madre se niegan a darle dinero, Julio decide instalarse como vendedor en una vereda de Plaza Italia. El negocio funciona: en apenas una semana vende casi la mitad de sus libros. Le pagan especialmente bien por los poemas de Octavio Paz (Lo mejor de Octavio Paz) y de Ungaretti (Vida de un hombre) y por una antigua edición de las Obras Completas de Neruda. Se desprende, también, de un diccionario de citas editado por Espasa Calpe, de un ensayo de Claudio Giaconi sobre Gógol, de un par de novelas de Cristina Peri Rossi que nunca ha leído y, por último, de Alhué, de González Vera, y de Fermina Márquez, de Valéry Larbaud, dos novelas que sí ha leído, y muchas veces, pero que ya nunca volverá a leer.
Destina parte del dinero de la venta a documentarse sobre los bonsáis. Compra manuales y revistas especializadas, que descifra con metódica ansiedad. Uno de los manuales, quizás el menos útil pero también el más propicio para un aficionado, comienza así:
Un bonsái es una réplica artística de un árbol en miniatura. Consta de dos elementos: el árbol vivo y el recipiente. Los dos elementos tienen que estar en armonía y la selección de la maceta apropiada para un árbol es casi una forma de arte por sí misma. La planta puede ser una enredadera, un arbusto o un árbol, pero naturalmente se alude a él como árbol. El recipiente es normalmente una maceta o bloque de roca interesante. Un bonsái nunca se llama árbol bonsái. La palabra ya incluye al elemento vivo. Una vez fuera de la maceta, el árbol deja de ser un bonsái.
Julio memoriza la definición, porque le gusta aquello de que una roca pueda ser considerada interesante y le parecen oportunas las diversas precisiones dadas en el párrafo. «La selección de la maceta apropiada para un árbol es casi una forma de arte por sí misma», piensa y repite, hasta convencerse de que hay, allí, una información esencial. Se avergüenza, entonces, de Bonsái, su novela improvisada, su novela innecesaria, cuyo protagonista no sabe, ni siquiera, que la elección de una maceta es una forma de arte por sí misma, que un bonsái no es un árbol bonsái porque la palabra ya contiene al elemento vivo.
Cuidar un bonsái es como escribir, piensa Julio. Escribir es como cuidar un bonsái, piensa Julio.
Por las mañanas busca, a regañadientes, un trabajo estable. Regresa a casa a media tarde y apenas come algo antes de aplicarse a revisar los manuales: procura la mayor sistematicidad, invadido como está por un atisbo de plenitud. Lee hasta que lo vence el sueño. Lee sobre las enfermedades más comunes entre los bonsáis, sobre la pulverización de las hojas, sobre la poda, sobre el alambrado. Consigue, por último, semillas y herramientas.
Y lo hace. Hace un bonsái.