Las dos amigas no volvieron a verse largo tiempo después de aquel incidente. Anita nunca se enteró con precisión de lo que había ocurrido, pero algo alcanzó a suponer, algo que en principio no le gustó y que luego le produjo indiferencia, puesto que Andrés le interesaba cada vez menos.

No hubo auto ni tercer hijo o hija, sino dos años de calculado silencio y una separación dentro de todo bastante amable, que con el tiempo condujo a que Andrés se conceptualizara a sí mismo como un excelente padre separado. Las niñas se alojaban en su casa cada dos semanas y pasaban, también, todo el mes de enero junto a él, en Maitencillo. Anita aprovechó uno de esos veranos para ir a visitar a Emilia. Su culposa madre le había ofrecido varias veces financiar el viaje, y aunque le costó aceptar que iba a estar tan lejos de las niñitas, se dejó vencer por la curiosidad.

Fue a Madrid, pero no fue a Madrid. Fue a buscar a Emilia, de quien había perdido completamente el rastro. Se le hizo muy difícil conseguir la dirección de la calle del Salitre y un número de teléfono que a Anita le pareció curiosamente largo. Una vez en Barajas estuvo a punto de discar aquel número, pero desistió, animada por un pueril atavismo a las sorpresas.

No era bello Madrid, al menos para Anita, para la Anita que aquella mañana debió sortear a la salida del metro a un grupo de marroquíes que tramaban algo. En realidad eran ecuatorianos y colombianos, pero ella, que nunca en su vida había conocido a un marroquí, los pensó como marroquíes, pues recordaba que un señor había dicho hacía poco en la tele que los marroquíes eran el gran problema de España. Madrid le pareció una ciudad intimidante, hostil, de hecho le costó seleccionar a alguien confiable a quien preguntarle por la dirección que traía anotada. Hubo varios diálogos ambiguos desde que salió del metro hasta que por fin tuvo a Emilia frente a frente.

Has vuelto a usar ropa negra, fue lo primero que le dijo. Pero lo primero que le dijo no fue lo primero que pensó. Y es que pensó muchas cosas al ver a Emilia: pensó estás fea, estás deprimida, pareces drogadicta. Comprendió que quizás no debería haber viajado. Observó con atención las cejas de Emilia, los ojos de Emilia. Ponderó, con desdén, el lugar: un piso muy pequeño, en franco desorden, absurdo, sobrepoblado. Pensó, o más bien sintió, que no quería escuchar lo que Emilia iba a contarle, que no deseaba saber lo que de todos modos parecía condenada a saber. No quiero saber por qué hay tanta mierda en este barrio, por qué te viniste a vivir a este barrio lleno de caca, repleto de miradas capciosas, de jóvenes raros, de señoras gordas que arrastran bolsas, y de señoras gordas que no arrastran bolsas pero caminan muy lento. Observó, de nuevo, con atención, las cejas de Emilia. Decidió que era mejor guardar silencio respecto a las cejas de Emilia.

Has vuelto a usar ropa negra, Emilia.

Anita, tú estás igual.

Emilia sí dijo lo primero que pensó: estás igual. Estás igual, sigues siendo así, así como eres. Y yo sigo siendo asá, siempre he sido asá, y quizás ahora voy a contarte que en Madrid he llegado a ser aún más asá, completamente asá.

Consciente de los recelos de su amiga, Emilia le aseguró a Anita que los dos hombres con los que vivía eran maricones pobres. Aquí los maricones se visten muy bien, le dijo, pero estos dos que viven conmigo, por desgracia, son más pobres que una rata. Anita no quiso quedarse a alojar. Buscaron juntas un hostal barato, y se podría decir que conversaron largo y tendido, aunque tal vez no; sería impropio decir que conversaron como antes, porque antes había confianza y ahora lo que las unía era más bien un sentimiento de incomodidad, de familiaridad culpable, de vergüenza, de vacío. Casi al finalizar la tarde, después de realizar algunos urgentes cálculos mentales, Anita tomó cuarenta mil pesetas, que era casi todo el dinero que llevaba consigo. Se las dio a Emilia, que lejos de resistirse sonrió con verdadera gratitud. Anita conocía de antes aquella sonrisa, que por dos segundos las reunió y luego las dejó solas, de nuevo, frente a frente, deseando, una, que durante el resto de la semana la turista se dedicara a los museos, a las tiendas Zara y a las tortitas con sirope, y prometiéndose, la otra, que no iba a pensar más en el uso que Emilia daría a sus cuarenta mil pesetas.